Sombras del pasado: una historia de amor y reconciliación

Las Sombras del Ayer: Una Historia de Amor y Perdón

En el tranquilo pueblo de Valdemorillo, donde los viejos olmos proyectaban sombras sobre las calles empedradas, Sergio pensó con irritación: «Venga, sigue llorando, a ver si así consigues algo».

El coche se detuvo frente a casa. Irene, su esposa, se apoyaba con dificultad en la puerta del automóvil. Sergio puso los ojos en blanco: «Ay, ahora tendré que abrirle la puerta otra vez». Pero ella ya empezaba a salir sola. Él tiró con brusquedad de la manilla, casi haciéndola perder el equilibrio.

—¡Cuidado, torpe! —gruñó mientras la acompañaba al portal.

Dejó las bolsas en el suelo, cerca de la entrada, esperó a que Irene, cojeando, llegara al dormitorio, y soltó:

—Vuelvo tarde.

Dio media vuelta y se marchó. Arrancó el coche y comenzó a vagar sin rumbo por las calles, intentando ahogar su frustración. Necesitaba un respiro. Llamó a su compañero de trabajo, Miguel. Este lo invitó a casa para probar un videojuego nuevo. Sergio aceptó.

Entre cervezas, la conversación derivó hacia lo personal. Sergio lo soltó todo: cómo se había apagado la pasión, cómo el día a día los consumía, cómo Irene «no dejaba de quejarse, sacándole las entrañas con una cuchara». Habló de Lucía, del departamento de ventas—joven, ligera, siempre sonriente. Ella rozaba su hombre «sin querer», reía sus chistes. Con ella, olvidaba los problemas.

Irene

—¿Por qué no nos vamos de vacaciones en julio? —pregunté mientras volvíamos a casa.

Sergio estalló. Gritó, golpeó el volante. Su rostro se deformó de rabia. Yo me giré hacia la ventana, las lágrimas brotaron solas. ¿Qué había hecho mal? Solo era una pregunta. Últimamente, andaba nervioso, como un resorte.

Mi amiga Lourdes insinuó: «¿Seguro que no hay otra?». Me contó lo de su marido, Javier. También había cambiado cuando apareció «una del trabajo». Joven, empezó a coquetear y Javier «perdió la cabeza», se vistió como un chaval, soltando frases modernas: «cringe», «lol». Lourdes murió de vergüenza cuando Javier empezó a hablar como un adolescente delante de los amigos de su hijo. A él también le daba apuro.

Al final, Lourdes no aguantó más. Armó un escándalo, le preparó la maleta y lo envió «a reeducarse» con su madre. Le dijo a su suegra, medio en broma, que le devolvía «al mocoso». La suegra, con humor, respondió: «Llévalo a un orfanato, que aquí no lo queremos. O al manicomio». Javier recibió tal regañina de su madre que «recuperó el juicio» al instante. Lourdes respiró aliviada.

Con Sergio no funcionaría. Es distinto. Noto que… todavía no hay nadie. Pero algo va mal.

Sergio

Estaba en casa de Miguel, pero mi mente no dejaba de pensar en Irene. ¿Qué le había pasado? ¿Dónde quedó aquella chispa? Siempre hundida en preocupaciones, obsesionada con esas malditas vacaciones… Recordé a Lucía—su risa fresca, cómo se partía con mis chistes hoy en el café después del trabajo.

Entonces sonó el teléfono. Era Irene. Me pidió que la recogiera del trabajo y pasara por el supermercado. Se me aguó el humor. Lucía me miró con decepción cuando dije que tenía que irme. ¡E Irene! ¿Quién le mandaba ir al trabajo con el tobillo torcido? La pierna hinchada, debería quedarse en casa. Pero no, «sin ella no podían».

Jugueteé con el teléfono, preguntándome si llamar a Lucía. Marqué… Entonces Miguel intervino:

—¿Qué haces, tío? ¿Llamando a Lucía?

Cancelé la llamada, avergonzado.

—Me voy, Miguel —murmuré.

—Yo también tuve una «Lucía»—empezó él—. Se llamaba Olga. Por ella destruí mi familia. Ahora solo veo a mi hija los fines de semana. Mi ex se volvió a casar, parece feliz. Yo también lo fui, Sergio. Pero poco. Confundí las cosas. Y cuando me di cuenta… demasiado tarde. Vivo solo, jugando a videojuegos. Pedí perdón, pero mi ex me dijo: «Te perdono, pero no viviré con un traidor». Me puse en su lugar… y entendí: yo tampoco podría.

Miguel calló, y sentí un nudo en el estómago.

—Piénsatelo antes de llamar —añadió.

Me despedí y salí. El teléfono sonó de nuevo. Pensé que era Irene, pero no—era Lucía.

—¿Me llamabas? —canturreó.

—No, error —gruñí.

—¿Y si pasas por aquí? Pura casualidad. Me encanta el blanco dulce…

Me dio asco. De ella, de mí mismo. Corté. Ella insistió, una y otra vez. La bloqueé. Dejó un mensaje: me llamó cobarde, niño. No contesté, borré su número.

Volví a casa. Las bolsas seguían en el suelo. Irene estaba sentada a oscuras, mirando por la ventana. Me senté frente a ella.

—Ire… —llamé.

Se volvió. Su rostro estaba hinchado de llorar. Un pinchazo en el corazón.

—Necesitamos hablar —empecé, atropellándome.

Hablé confuso: excusas, arrepentimientos, reproches. Ella escuchó en silencio.

—Me voy a casa de mi madre —dijo al fin, con voz queda—. Pediré la baja. Piensa, Sergio, qué quieres en esta vida. No te obligo a elegir, pero necesito que lo decidas.

Se marchó. Me quedé solo. No había dejado de quererla, eso lo sabía. Pero… ¿qué me pasaba? ¿Me había roto?

Pasé la noche en vela, mirando al vacío.

Irene

No volvió en horas. Pensé: ¿Qué nos pasa? Da miedo destruir lo que construiste durante años. Duele. Quizá suene ridículo venir de una mujer de cuarenta… pero siento que ya no me quiere. Está cansado. No me necesita.

¿Una segunda juventud? No quiero más hijos—nuestro hijo tiene veintidós, la hija diecinueve. ¿Y él? Podría casarse con una joven, guapa, de figura perfecta. Ella subiría fotos a redes, bebiendo smoothies. Él, canoso, con un jersey elegante, cargaría a un bebé regordete. Una familia feliz.

Recordé las noches sin dormir por los cólicos del niño, los días en el hospital con la niña. ¿Por qué las nuevas esposas lo tienen todo fácil? Hijos tranquilos, maridos amorosos… Sus niños, seguro, leen al año, hablan tres idiomas a los tres, y entran al colegio con un máster.

¿Por qué es tan injusto? Él puede empezar de cero. Yo no.

Lloré, el tobillo dolía, me compadecí de mí misma, de mi juventud perdida. Una idea golpeaba: «¿Qué hice mal?».

Y entonces lo entendí: nada. El amor tiene fecha de caducidad. Para algunos es eterno. Para nosotros…

Las lágrimas corrían. La puerta se abrió. Había vuelto.

Dijo que necesitábamos hablar. Se explayó—turbio, sin culpables ni razones. Yo anuncié que me iba con mi madre. Y me fui.

A mamá le mentí: «Hay que fumigar cucarachas». Dije que Sergio estaba con un amigo, los hijos en otra ciudad, estudiando.

—¿QuéEse día, entre risas y lágrimas, decidimos que las cucarachas del alma se ahuyentan con paciencia, no con veneno, y que nuestro amor, aunque viejo, aún tenía raíces profundas que merecían otro chance.

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