Sombras del pasado: un giro inesperado en el destino

**Sombras del Pasado: Un Giro Inesperado del Destino**

Isabel Martínez se sentó en la cocina, mirando por la ventana con el corazón apesadumbrado. Su único hijo, Miguel, había olvidado el aniversario de boda de sus padres y no había llamado. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras pensaba en cómo pasar aquel día tan melancólico. De repente, el silencio se rompió con el sonido del teléfono. «¡Al fin! Me equivoqué al dudar de mi hijo», murmuró Isabel, acercándose esperanzada. Pero al levantar el auricular, se quedó helada al reconocer la voz de su nuera. «Isabel Martínez, necesito hablar con usted de un asunto importante», anunció Lucía con firmeza, sin dejar que su suegra interviniera, y soltó una propuesta que dejó a Isabel sin aliento.

«¿Cómo es posible? ¿La vendieron sin mi consentimiento?», exclamó Isabel, sin poder contener su indignación. «¿Cómo pudiste, Miguel? ¡No esperaba esto de ti!»

«Mamá, ¿por qué te enfadas? Fue una decisión necesaria. Apareció un comprador rápido y necesitábamos el dinero con urgencia. ¿Acaso debíamos esperar a que volvieras del balneario para consultarte sobre la casa de campo?», contestó Miguel, irritado.

«Pero, hijo, ¡cuántos recuerdos hay ligados a esa casa!», insistió Isabel, con voz quebrada. «También los tuyos. Pudiste haberme consultado.»

«Mamá, ya te lo expliqué», respondió él, cansado, y colgó.

Isabel estaba fuera de sí. Últimamente se sentía ignorada, abandonada, como un estorbo en su propia familia. Y culpaba a su nuera, Lucía.

Desde que Lucía entró en sus vidas, Miguel cambió. Se volvió indiferente a los deseos y consejos de su madre. La noticia de la venta le partió el corazón. Cuando su marido, Antonio, insistió en regalarles la vieja casa familiar de Pueblo del Lago como regalo de boda, Isabel se opuso. Pero Antonio fue inflexible, y ella no tuvo más remedio que ceder.

«¿Por qué te aferras a esa casa?», decía Antonio. «Con nuestro piso nos basta. Que los jóvenes decidan si vivir allí o venderla. No tenemos ahorros para darles un regalo mejor. La casa es lo más valioso que tenemos. No discutas, es mi decisión.»

Y ahora, cinco años después de la boda, Miguel le anunciaba que la habían vendido. Isabel estaba segura de que, si Antonio viviera, no aprobaría lo que había hecho su hijo.

La casa era una joya: una construcción de dos pisos con ventanas de madera labrada, un porche amplio y dos balcones, enclavada en un rincón idílico junto al lago, rodeada de pinos. Allí, recién casados, Isabel y Antonio pasaron sus días más felices. La naturaleza, la tranquilidad, los vecinos amables, los productos frescos de la zona —leche, huevos, fresas fragantes—, todo parecía un pedazo de cielo. Fue allí donde Isabel supo que sería madre. La casa estaba impregnada de sus mejores memorias.

Lucía, en cambio, nunca valoró el regalo. Rara vez iba con Miguel, y la idea de pasar la noche o una semana allí ni se le ocurría. «Soy de ciudad», decía. «El campo me aburre, hace calor, hay polvo y mosquitos. Necesito comodidad, ¡un aire acondicionado!», añadía, ajustándose el impecable manicura.

Isabel siguió visitando la casa, primero con Antonio y, tras su muerte, sola. En su corazón, la consideraba suya, soñando con que algún día su hijo se la devolvería para vivir allí, disfrutando de la paz. Invitaba a su amiga Carmen, y juntas pasaban días tranquilos, lejos del bullicio urbano.

«Qué casa tan bonita tienes, Isabel», comentaba Carmen. «Si la vendes, podrías sacar un buen dinero. Estas propiedades están muy cotizadas, y el entorno es mejor que cualquier resort.»

«No la venderemos», respondía Isabel. «Aquí se está tan bien. Es el legado de los padres de Antonio.» Soñaba con vivir allí, recibir visitas o incluso alquilar parte de la casa para complementar su modesta pensión.

Lucía, economista de formación, tras la baja maternal no volvió a su trabajo en una empresa de contabilidad. «No pienso trabajar por un sueldo miserable», declaró. «Es humillante.» Miguel, ingeniero en una fábrica, la apoyaba: «Quédate con nuestro hijo Jaime, mi salario nos alcanza.»

Pero Lucía se aburría. Cuando Jaime creció, decidió abrir un salón de belleza. «¡Se me ocurrió algo!», le anunció a Miguel. «Vendemos la casa y compramos un local para el salón. Ya encontré uno ideal a buen precio.»

«¿Estás segura de que podrás manejarlo?», dudó Miguel. «Nunca has tenido un negocio.»

«¡Claro que sí!», respondió con seguridad. «Contrataré a profesionales, y mi formación me ayuda. Solo hay que vender la casa pronto.»

«Me da pena la casa», objetó Miguel. «Es el recuerdo de los abuelos, de papá. ¿Y si pedimos un préstamo?»

«¡Nada de préstamos!», cortó Lucía. «La casa vale mucho, nos servirá para todo. Es vieja, ¿por qué guardarla? Si no la vendemos ahora, luego valdrá menos. Comprarán el terreno para construir y se acabó.»

Sus argumentos, como siempre, sonaban convincentes. «Mamá se va a enfadar», suspiró Miguel.

«No pasa nada, tiene su piso», replicó Lucía. «Si quiere lidiar con el campo, que alquile una parcela. La casa es nuestra, no suya.»

Miguel contrató una mudanza para llevarse los muebles y pertenencias de su madre. Isabel estaba en un balneario —un regalo de su hijo y nuera por su cumpleaños—. Al regresar, descubrió que la casa se había vendido, y sus sueños de vivir en aquel paraíso se desvanecieron.

Su antipatía hacia Lucía aumentó. «Ella lo planeó todo, convenció a Miguel», pensaba, quejándose con Carmen: «¡Vender el hogar familiar por un salón de belleza! ¿Cómo se atreven?»

«La casa no generaba ingresos», suspiraba Carmen. «El salón sí. Hoy todo se mide en dinero. Es una pena, lo pasábamos tan bien allí.»

Isabel apenas visitaba a su hijo. Le dolía escuchar a Lucía alardear del éxito del salón: clientes reservando con meses de antelación, todos encantados. «Una clienta me propuso abrir dos salones más», contaba orgullosa. «Dice que tengo talento y olfato.»

«Vaya, toda una adivina», soltó Isabel con sarcasmo durante la visita por el cumpleaños de su nieto Jaime.

«No se burle», respondió Lucía. «Es una mujer influyente, me ayudará con los locales.»

«Siempre pensando en dinero», insistió Isabel. «Nada es sagrado. Hasta los recuerdos se venden.»

«Y usted, por cierto, disfruta de nuestra ayuda», replicó Lucía. «Balnearios, reparaciones, electrodomésticos… todo lo pagamos nosotros.»

Isabel se marchó dolida. «¿Por qué me odia tanto?», se quejaba Lucía con Miguel. «Hago todo por la familia, incluso por ella.»

«Hay que distraerla», sugirió Miguel. «Antes tenía la casa, pero ahora está sola y se amarga.»

«¿Qué tal un club para jubilados?», propuso Lucía.

«No, algo que compartan. Como trabajar en tu salón», sonrió él.

«¿Tu madre de recepcionista?», se sorprendió Lucía. «¿Crees que aceptará?»

«Prueba», le guiñó un ojo.

Aquel día, Isabel estaba en la cocina, añorando a Antonio y los tiempos pasados. Miguel no la felicitó, y su corazón se encogió. DeY así, entre clientes risueños y el aroma a esencias frescas, Isabel encontró, al fin, un nuevo propósito que llenó sus días de luz y reconciliación.

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