Sombras del pasado: un giro inesperado del destino

**Las Sombras del Pasado: Un Giro Inesperado del Destino**

María del Carmen Sánchez se sentó en la cocina, mirando por la ventana con el corazón apesadumbrado. Su único hijo, Javier, se había olvidado del aniversario de bodas de sus padres y no había llamado. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras pensaba en cómo pasar aquel día tan triste. De repente, el sonido del teléfono rompió el silencio. «¡Por fin! Me equivoqué al dudar de mi hijo», musitó María, acercándose con esperanza. Pero al coger el auricular, se quedó paralizada al escuchar la voz de su nuera. «María del Carmen, tengo un asunto importante que tratar con usted», dijo Lucía con firmeza, sin dejarle intervenir, y soltó una propuesta que hizo que a María se le escapara un grito de sorpresa.

«¿Cómo es posible? ¿La vendieron sin mi consentimiento?», exclamó sin poder contener la indignación. «¿Cómo pudiste, Javier? ¡No me lo esperaba de ti!»

«Mamá, ¿por qué te alteras tanto? Las cosas sucedieron así. Apareció un comprador rápido, y necesitábamos el dinero urgente. Sabes que Lucía está empezando su negocio. ¿Acaso teníamos que esperar a que volvieras del balneario para consultarte sobre la casa de campo?», respondió Javier, irritado.

«Pero, hijo, ¡cuántos recuerdos hay en esa casa!», replicó María con dolor. «También para ti. Podríais haberlo hablado conmigo».

«Mamá, ya te lo he explicado», contestó él, cansado, antes de colgar.

María del Carmen estaba fuera de sí. Últimamente se sentía desplazada, como una intrusa en su propia familia, y culpaba a Lucía de todo. Desde que Javier se casó con ella, había cambiado. Ya no escuchaba los consejos de su madre, y aquella noticia le partió el corazón. Cuando su marido, Antonio, insistió en regalarles la antigua casa familiar en el pueblo de Valdeflores como regalo de bodas, María se opuso. Pero Antonio fue inflexible, y ella cedió.

«¿Por qué te aferras a esa casa?», le decía. «Con el piso nos basta. Que los jóvenes decidan si vivir allí o venderla. No tenemos ahorros para darles algo mejor. La casa es lo más valioso que tenemos. No discutas, ya está decidido».

Y ahora, cinco años después, Javier le anunciaba que la habían vendido. María estaba segura de que, si Antonio siguiera vivo, no habría aprobado la decisión.

La casa era una joya: una construcción de dos pisos con vigas de madera, balcones tallados y un amplio porche, enclavada junto a un lago rodeado de pinos. Allí, justo después de casarse, María y Antonio vivieron sus días más felices. La naturaleza, la tranquilidad, los vecinos amables, los productos frescos de la huerta—todo era como un pedazo de paraíso. Fue allí donde María supo que sería madre. La casa guardaba sus mejores recuerdos.

Lucía, en cambio, nunca la valoró. Rara vez iba con Javier, y la idea de quedarse a dormir o pasar una semana le resultaba impensable. «Soy de ciudad», decía. «El campo es aburrido, hace calor, hay polvo y mosquitos. Yo necesito comodidades, ¡aire acondicionado!», afirmaba, mientras admiraba su impecable manicura.

María seguía yendo a la casa, primero con Antonio y después, sola. En su corazón, la consideraba suya, soñando con que Javier se la devolvería algún día para vivir allí en paz. A veces invitaba a su amiga Carmen, y juntas disfrutaban de la tranquilidad lejos del bullicio urbano.

«Qué casa tan bonita tienes, María», decía Carmen. «Si la vendieras, sacarías un buen dinero. Estas propiedades están muy cotizadas, y el entorno es mejor que cualquier resort».

«No la venderemos», respondía María. «Es un legado de los padres de Antonio». Soñaba con vivir allí para siempre, recibir visitas o incluso alquilar una parte para complementar su modesta pensión.

Lucía, economista de formación, tras la baja maternal no quiso volver a su antiguo trabajo de contable en un gimnasio. «No pienso trabajar por un sueldo miserable», declaraba. «Es humillante». Javier, ingeniero en una fábrica, la apoyaba: «Quédate en casa con Pablo, mi salario nos alcanza».

Pero Lucía se aburría. Cuando su hijo creció, decidió abrir un salón de belleza. «¡Lo tengo!», anunció a Javier. «Vendemos la casa y compramos un local. Ya encontré uno perfecto a buen precio».

«¿Estás segura de que podrás con esto?», dudó él. «Nunca has tenido un negocio».

«¡Claro que sí!», contestó con seguridad. «Contrataré profesionales, y mi formación me ayuda. Solo hay que vender rápido la casa».

«Me da pena», replicó Javier. «Es herencia de los abuelos, de papá. ¿Y si pedimos un préstamo?»

«¡Nada de préstamos!», cortó Lucía. «La casa vale mucho, nos servirá para todo. Es vieja, ¿qué más da? Si no la vendemos ahora, luego perderá valor. Acabarán expropiando el terreno para urbanizar».

Sus argumentos, como siempre, sonaban convincentes. «Mamá se va a enfadar», suspiró Javier.

«No pasa nada, tiene su piso», replicó Lucía. «Si quiere estar en el campo, puede alquilar una parcela. La casa es nuestra, no suya».

Javier contrató una mudanza para llevarse los muebles y las cosas de su madre. Ella estaba en un balneario—un regalo de su hijo y nuera por su aniversario. Al volver, descubrió que la casa se había vendido, y sus sueños de retirarse en aquel rincón paradisíaco se esfumaron.

María le tomó más manía a Lucía. «Ella lo ha planeado todo, ha manipulado a Javier», pensaba, quejándose a Carmen: «¡Vender el hogar familiar por un salón de belleza! ¿Cómo se puede comparar?»

«La casa no daba ingresos», lamentaba Carmen. «El salón sí. Hoy todo se mide en dinero. Es una pena, pero así es el mundo».

María apenas visitaba a su hijo. Le dolía escuchar a Lucía alardear del éxito del negocio: clientes esperando meses, elogios por doquier. «Una clienta me propuso abrir dos salones más», presumía. «Dice que tengo talento para esto».

«Vaya, una pitonisa», ironizó María durante la visita por el cumpleaños de su nieto Pablo.

«No se ría», replicó Lucía. «Es influyente y me ayudará con los locales».

«Siempre el dinero por delante», murmuró María. «Nada es sagrado. Hasta los recuerdos se venden».

«Y usted, por cierto, se beneficia de nosotros», contraatacó Lucía. «Balnearios, reparaciones, electrodomésticos… todo lo pagamos nosotros».

María se marchó destrozada. «¿Por qué me odia tanto?», se quejó Lucía con Javier. «Hago todo por la familia, incluso por ella».

«Hay que darle algo en qué ocuparse», sugirió él. «Antes tenía la casa, pero ahora está sola y se amarga».

«¿Un club de jubilados?», propuso Lucía.

«No, algo que una a las dos. Por ejemplo, trabajar en tu salón», sonrió Javier.

«¿Tu madre de recepcionista?», dudó Lucía. «¿Aceptaría?»

«Prueba», dijo él guiñando un ojo.

Aquel día, María estaba en la cocina, añorando a Antonio y los tiempos pasados. Javier no la felicitó, y el dolor le oprimía el pecho. De repente, sonó el teléfono. «¡Por fin!», pensó, esperando que fuera su hijo.

Pero era Lucía. «María del Carmen, venga a trabajar conmigo al salón», anunci**María sonrió al darse cuenta de que, a veces, los nuevos caminos, aunque inesperados, pueden llenar el vacío que dejan los recuerdos.**

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