Sombras del pasado: un giro inesperado del destino

Las Sombras del Pasado: Un Giro Inesperado del Destino

Elena Martínez estaba sentada en la cocina, mirando por la ventana con el corazón apesadumbrado. Su único hijo, Alejandro, se había olvidado del aniversario de boda de sus padres y no había llamado. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras reflexionaba sobre cómo pasar aquel día tan triste. De pronto, el silencio se rompió con el timbre del teléfono. “¡Por fin! Me equivoqué al dudar de mi hijo”, pensó Elena, apresurándose hacia el aparato. Pero al coger el auricular, se quedó paralizada al escuchar la voz de su nuera. “Elena, tengo un asunto importante que discutir”, comenzó Claudia con firmeza, sin dejar que su suegra interviniera, y soltó una propuesta que dejó a Elena sin aliento.

“¿Cómo es posible? ¿La vendieron sin mi consentimiento?”, exclamó Elena, incapaz de contener su indignación. “¡Alejandro, cómo pudiste hacer esto! No lo esperaba de ti.”

“Mamá, ¿por qué dramatizas? Fue una decisión práctica. Apareció un comprador rápido y necesitábamos el dinero urgentemente. Sabes que Claudia está empezando su negocio. ¿Acaso teníamos que esperar a que volvieras del balneario para consultarte sobre la casa de campo?”, replicó Alejandro, molesto.

“¡Hijo mío, esa casa está llena de recuerdos! —protestó Elena con dolor—. También para ti. Podríais habérmelo preguntado.”

“Mamá, ya te lo he explicado”, respondió Alejandro, cansado, y colgó.

Elena estaba fuera de sí. Últimamente, se sentía desplazada, como una intrusa en su propia familia. Y culpaba a Claudia de todo.

Desde que Claudia entró en sus vidas, Alejandro había cambiado. Se volvió indiferente a los deseos y consejos de su madre. La noticia de la venta de la casa le destrozó el corazón. Cuando su marido, Víctor, insistió en regalarles la antigua casa familiar en el pueblo de Valdearenas como regalo de boda, Elena se opuso. Pero Víctor fue inflexible, y ella no tuvo más remedio que ceder.

“¿Por qué te aferras a esa casa? —decía Víctor—. Con el piso nos basta. Que los jóvenes decidan si vivir allí o venderla. No tenemos ahorros para darles un regalo mejor. La casa es lo más valioso que tenemos. No discutas, mi decisión está tomada.”

Y ahora, cinco años después de la boda, Alejandro le anunciaba que la habían vendido. Elena estaba segura de que, de estar vivo, Víctor no habría aprobado la decisión de su hijo.

La casa era una joya: una construcción de dos plantas con ventanas de madera tallada, un amplio porche y dos balcones, enclavada en un rincón pintoresco junto a un lago rodeado de pinos. Allí, tras casarse, Elena y Víctor habían vivido sus días más felices. La naturaleza, la tranquilidad, los vecinos amables, los productos frescos de la zona —leche, huevos, fresas fragantes— todo parecía un paraíso. Fue allí donde Elena supo que sería madre. La casa estaba impregnada de sus mejores recuerdos.

Claudia, en opinión de Elena, nunca valoró el regalo. Rara vez visitaba la casa con Alejandro, y la idea de quedarse a dormir o pasar una semana allí ni se le ocurría. “Soy de ciudad —declaraba Claudia—. El campo me aburre: calor, polvo, mosquitos. Necesito comodidad, ¡aire acondicionado!”, decía, ajustándose el impecable esmalte de uñas.

Elena seguía yendo a la casa, primero con Víctor y, tras su muerte, sola. En su corazón, la consideraba suya, soñando que algún día su hijo se la devolvería para poder vivir allí en paz. Invitaba a su amiga Luisa, y juntas pasaban días tranquilos, lejos del bullicio urbano.

“Tienes una casa preciosa, Elena —decía Luisa—. Si la vendes, sacarías un buen dinero. Las propiedades así cotizan alto, y este entorno es mejor que cualquier resort.”

“No la venderemos —respondía Elena—. Aquí se está muy bien. Es el legado de los padres de Víctor.” Soñaba con vivir allí permanentemente, recibir visitas y quizás alquilar parte de la casa para complementar su modesta pensión.

Claudia, economista de formación, tras su baja maternal no quiso volver a su trabajo de contable en un gimnasio. “No pienso trabajar por un sueldo miserable —decía—. Es humillante.” Alejandro, ingeniero en una fábrica, la apoyaba: “Quédate con Mario, mi salario nos alcanza.”

Pero Claudia se aburría. Cuando su hijo creció, decidió abrir un salón de belleza. “¡Se me ocurrió una idea! —anunció a Alejandro—. Vendemos la casa y compramos un local para el salón. Ya encontré uno perfecto, a buen precio.”

“¿Estás segura de que podrás manejarlo? —dudaba Alejandro—. Nunca has tenido un negocio.”

“¡Claro que sí! —respondió Claudia con seguridad—. Contrataré profesionales, y mi formación me ayuda. Solo necesitamos vender la casa rápido.”

“Me da pena la casa —objetó Alejandro—. Es un recuerdo de los abuelos, de papá. ¿Y si pedimos un préstamo?”

“¡Nada de préstamos! —cortó Claudia—. La casa vale mucho, nos alcanzará. Es vieja, ¿qué sentido tiene guardarla? Si no la vendemos ahora, después valdrá menos. Acabarán expropiando el terreno para construir.”

Sus argumentos, como siempre, sonaban convincentes. “Mamá se va a enfadar —susurró Alejandro.”

“No pasa nada, tiene su piso —replicó Claudia—. Si quiere estar en el campo, que alquile una parcela. La casa es nuestra, no suya.”

Alejandro contrató una mudanza para llevarse los muebles y pertenencias de su madre. Elena estaba en un balneario —el viaje había sido un regalo de su hijo y nuera por su aniversario—. Al regresar, descubrió que la casa se había vendido, y sus sueños de vivir en aquel paraíso se esfumaron.

Elena detestaba aún más a Claudia. “Todo esto fue idea suya, convenció a Alejandro”, pensaba, quejándose con Luisa: “¡Vender el hogar familiar por un salón de belleza! ¿Cómo se atreven?”

“La casa no daba ingresos —suspiraba Luisa—. El salón sí. Hoy todo se mide en ganancias. Es una pena, claro, nos divertíamos mucho allí.”

Elena visitaba poco a su hijo. Le dolía escuchar a Claudia alardear del éxito del salón: clientes con citas programadas con meses de antelación, todo el mundo encantado. “Una clienta me propuso abrir dos salones más —contaba Claudia orgullosa—. Dice que tengo talento y olfato.”

“Vaya pitonisa —murmuró Elena con sarcasmo, durante la visita por el cumpleaños de su nieto Mario.”

“No se burle —respondió Claudia—. Es una mujer influyente, nos ayudará con los locales.”

“Claro, todo por el dinero —replicó Elena—. Nada es sagrado. Hasta la memoria de los antepasados se vende.”

“Y usted, por cierto, se beneficia de nosotros —replicó Claudia—. Balnearios, reparaciones, electrodomésticos… todo lo pagamos nosotros.”

Elena se marchó afligida. “¿Por qué me odia tanto? —se quejaba Claudia con Alejandro—. Hago todo por la familia, incluso por ella.”

“Hay que distraerla —sugirió Alejandro—. Antes la casa la mantenía ocupada, pero ahora solo rumia resentimientos.”

“¿Qué tal un club de jubilados?” —propuso Claudia.

“No, algo que compartan. Por ejemplo, trabajar en tu salón —sonrió Alejandro.”

“¿Tu madre de recepcionista? —se sorprendió Claudia—. ¿Crees que aceptará?”

“Prueba —le guiñó un ojoElena aceptó el trabajo y, con el tiempo, no solo encontró una nueva pasión en el salón, sino que también descubrió que Claudia, lejos de ser su enemiga, se convirtió en una aliada inesperada que le devolvió la alegría de vivir.

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