Sombras del pasado: drama a la puerta del hogar

Sombras del pasado: un drama en el umbral del hogar

Javier, intentando pisar sin hacer ruido, cruzó la puerta del piso en aquel edificio antiguo en las afueras de Sevilla.

—Al fin, ya empezaba a preocuparme —se escuchó desde la cocina la voz de su mujer, suave pero con un dejo de inquietud—. No puedes quedarte tan tarde en el trabajo. ¿Cenarás?

Javier asintió en silencio, dejándose caer en una silla. Lucía, su esposa, calentó con destreza unas croquetas con puré de patatas, llenando la cocina de un aroma acogedor.

—Cariño, ¿estás bien? Pareces perdido —preguntó con interés, mirándolo fijamente.

—Sí, todo bien —respondió evasivo, jugueteando con el borde del mantel—. Es que… tenemos que hablar.

—Habla —dijo ella en voz baja pero firme, sentándose frente a él.

—He conocido a otra mujer —soltó Javier, apretando los ojos como si esperara un golpe. Ni siquiera podía imaginar cómo reaccionaría Lucía.

***

Esa misma tarde, al despedirlo, Claudia se aferró a él, abrazándolo como si no quisiera soltarlo. Su voz era melosa, casi suplicante:

—Cariño, ¿lo harás hoy? Lo prometiste…

—No lo sé —murmuró él, abrazándola con torpeza—. Pero intentaré…

—Por favor, inténtalo —susurró Claudia, sus ojos brillando en la penumbra—. Tarde o temprano tendrás que hacerlo…

Lo besó, llevándolo de vuelta al cálido dormitorio, donde el tiempo parecía detenerse.

***

Una hora después, Javier caminaba por las calles oscuras de la ciudad, con el corazón encogido por el miedo. ¿Cómo decírselo a su mujer? ¿Cómo mirar a Lucía a los ojos después de quince años a su lado? ¿Cómo explicar que, siendo un hombre maduro, había perdido la cabeza como un adolescente? Y, sobre todo, ¿cómo justificar que iba a destruir su familia?

Ante sus ojos aparecieron los rostros de sus hijos, Álvaro y Hugo. Gemelos, su orgullo. Sus ojos marrones idénticos, llenos de confianza, lo miraban con reproche, como si ya supieran de su traición. Javier sacudió la cabeza, ahuyentando la imagen.

¡Cuánto habían esperado esos niños! Al enterarse de que serían gemelos, al principio se asustaron. ¿Cómo lo harían? Pero Lucía resultó ser una maga. Los distinguía de un vistazo, organizaba todo sin perder la calma: llevaba la casa perfecta y criaba a los niños. Les dio el pecho casi un año sin quejarse, sin pedirle más ayuda de la necesaria.

Después de su jornada, siempre lo esperaba una cena caliente, la sonrisa de Lucía y las risas de sus hijos. Ella lo hacía todo: calmaba sus rabietas, los educaba con mano firme pero cariñosa. Les inculcaba respeto hacia su padre, y funcionaba: Álvaro y Hugo lo adoraban.

Los chicos crecieron bien—a los trece ya eran responsables, sacaban buenas notas, jugaban al fútbol y tenían muchos amigos. Lucía los conocía a todos: sabía sus nombres, de dónde eran, qué les gustaba. Su casa siempre estaba abierta, y los niños entraban y salían con alegría. Al principio, a Javier le molestaba el alboroto, pero Lucía fue clara:

—Nuestros hijos deben aprender a tener amigos. Y yo quiero saber con quién se juntan. Es importante, Javier. Acéptalo.

Tenía razón. Como siempre.

Pero ahora… ¿Podría Claudia entrar en sus vidas? ¿La aceptarían sus hijos? Un escalofrío lo recorrió. ¿Cómo iban a querer a la mujer por la que su padre abandonaba a su madre? Adoraban a Lucía. Para ellos, esto sería una traición.

Lucía no merecía esto. Quince años siendo una esposa ejemplar, una madre entregada. Javier había sido feliz con ella… hasta que apareció Claudia.

Claudia, joven, vibrante, con una chispa en la mirada que despertó en él algo olvidado. Se enamoró como un chiquillo, sin poder evitarlo. Después de una semana, no pensaba en otra cosa.

¿Era culpa suya? El amor es un huracán al que no se puede resistir. Pero, ¿lo entendería Lucía? ¿Se enfadaría? Aunque… ella nunca era violenta. Serena, sabia. Pero ¿qué pasaría después? ¿El divorcio? Claudia ya le había dejado claro que quería que se fuera con ella.

Javier se detuvo frente al portal, desplomándose en un banco. Las piernas le temblaban. No podía subir.

***

Mientras tanto, Lucía, después de acostar a los niños, miraba por la ventana. Ya lo sabía. Sabía que hoy se decidiría a hablar. Había esperado que fuera algo pasajero, pero no: esto iba en serio.

«Pobrecillo, tiene miedo de entrar —pensó—. Se atormenta buscando palabras. ¿Tanto miedo, Javier? Te entiendo. Ni siquiera sospechas que yo lo sabía. Llevo tiempo preparándome para esto. Quince años juntos, dos hijos… Siempre fuiste honesto. Pero ahora te has enamorado. Cosas que pasan. Pero, ¿por qué te has hundido tanto? ¿Crees que ella nos reemplazará? Te equivocas. En unos meses, te consumirá la nostalgia. Pero si has decidido hablar, hazlo. Estoy lista.»

***

La puerta chirrió suavemente. Javier entró en silencio, esperando que todos durmieran.

—Al fin, ya empezaba a preocuparme —dijo Lucía desde la cocina—. ¿Cenarás?

Él asintió, sintiendo cómo se esfumaba su esperanza de retrasar lo inevitable. Ella le sirvió croquetas con puré. Comió sin saborear, con la voz de Claudia resonándole: «¿Lo harás hoy?»

Terminada la cena, se sentó en el salón, encendió la tele pero miraba al vacío. Las manos le temblaban. Lucía, tras recoger, se sentó a su lado.

—Cariño, ¿estás bien? No pareces tú —le animó con suavidad.

—Sí, todo bien —tartamudeó—. Es que… tenemos que hablar.

—Habla —dijo ella, con una mirada cálida pero resuelta.

—Es que… no te enfades, pero… yo…

—Javier, me estás asustando —fingió inquietud—. Dilo ya.

—Yo… no sé cómo decirlo…

—Dilo como sea.

—¡He conocido a otra mujer! —saltó, cerrando los ojos, esperando gritos o lágrimas.

Pero la reacción de Lucía lo dejó helado.

—¿Y? —preguntó tranquila.

—¿Qué “y”? —se aturdió.

—¿Qué piensas hacer? —su tono era neutro, casi indiferente.

—Yo… irme con ella. Sé que es ruin, pero debes entenderlo —balbuceó—. Estoy enamorado. De verdad. Pero no los abandonaré, os ayudaré. El piso es vuestro, solo me llevaré mis cosas.

—¿De verdad? —arqueó una ceja—. Entonces, ¿lo nuestro no fue de verdad?

—No busques palabras, sabes lo que quiero decir —replicó irritado.

—Claro que lo sé —sonrió, desconcertándolo aún más—. Y te lo agradezco.

—¿Agradéceme? —casi se ahoga— ¿Qué, que te traiciono? ¿Que me voy?

—Eso también —su sonrisa seguía serena, casi amable.

—¿Te burlas?

—No, Javier. Valoro tu valentía. Yo tampoco me atrevía a empezar esta conversación. Pero ahora… Es maravilloso que lo hayas contado. Así, mi confesión no te”Él abrió la boca para preguntar, pero las palabras se ahogaron en su garganta cuando ella añadió con calma: —Y mañana por la mañana, cuando vengas a buscar tus cosas, él estará aquí ayudándome.”

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