Sombras de traición: la melodía de una nueva vida

Las Sombras de la Traición: La Melodía de una Nueva Vida

Javier Martín empezó a llegar tarde a casa con frecuencia.
—Qué raro— pensaba su esposa Lucía. —O se queda hasta tarde en la oficina, o sale corriendo al garaje de su amigo Ricardo. ¿Qué puede hacer ahí casi todos los días?

Un día, Lucía decidió pasear por el centro comercial en pleno corazón de Sevilla. Quería distraerse y, de paso, comprar tierra y una maceta para sus violetas en la floristería. Al entrar en el luminoso centro comercial, recorrió las tiendas con la mirada y, de repente, se quedó paralizada, como si un rayo la hubiera alcanzado. Justo hacia ella caminaba Javier. Y no estaba solo: iba con una joven. La chica se giró hacia Lucía, que contuvo el aliento, sin creer lo que veía. La conocía.

***

Lucía se detuvo frente al portal de su edificio. Unos mudancistas bloqueaban el paso mientras intentaban meter un enorme piano de cola por la puerta. A pesar de haberle quitado las patas, no cabía por el estrecho marco.
—No va a entrar ni aunque quiten la puerta— sentenciaron los mudancistas. —Es antiguo, una bestia.
—Déjenme pasar, y después hagan lo que quieran— dijo Lucía, irritada.

El dueño del piano, sudoroso y confundido, se secó la frente y suspiró:
—Todo está dentro, solo falta el piano. Si viviera en la planta baja, podríamos meterlo por la ventana, pero estoy en el quinto piso…— Miró a Lucía con tristeza.
—Yo también vivo en el quinto, así que debe de ser usted mi nuevo vecino— respondió ella. —Mire, hay camiones con plataforma elevadora. Una amiga mía subió así un sofá al cuarto piso. Puedo darle el número, pero no creo que sea barato.

El hombre sonrió, agradecido, y le dio las gracias efusivamente. Lucía le dictó el número y subió a su casa, aunque no dejaba de mirar por la ventana, pendiente del destino del piano. Al poco, llegó el camión con la plataforma, y el instrumento terminó sano y salvo en el piso. Lucía se sorprendió de lo involucrada que se sentía en aquella historia ajena. Por un momento, incluso olvidó sus propias penas.

Y es que sus problemas habían comenzado el día anterior. Javier la había abandonado…
Fue un golpe brutal. Claro que había notado cambios en su comportamiento. Se volvió distante, buscaba excusas para salir. Un día se quedaba trabajando hasta tarde; otro, desaparecía en el garaje con Ricardo.
—Qué extraño— reflexionaba Lucía. —¿Qué puede hacer ahí todos los días?
Lo atribuyó a una crisis de los cuarenta. Quizá se había obsesionado con alguien, pero pasaría…

Un sábado, fue al centro comercial para despejarse y comprar algo para sus plantas. Pero allí, entre el bullicio y los escaparates brillantes, le esperaba la sorpresa. Javier caminaba hacia ella, abrazando a una joven por la cintura. Brillaban de felicidad; ella le susurraba algo al oído, y su amor era casi palpable. Cuando la chica se giró, Lucía sintió que el aire le faltaba. Era Aitana, su compañera más joven del trabajo.

Javier, al verla, se turbó, pero se repuso rápido:
—En casa te lo explico todo.
Lucía no tenía prisa por volver. Vagó por las calles de Sevilla mientras los recuerdos la asaltaban. Aitana había hechizado a Javier en una cena de empresa un año atrás. Bailaron juntos, salieron a fumar, pero Lucía no le dio importancia. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que su Javier, siempre fiel, sería capaz de traicionarla así.

Cuando regresó, Javier ya había empacado sus cosas. Evitaba las discusiones, y Lucía, conteniendo las lágrimas, le preguntó en voz baja:
—¿En qué he fallado? ¿Qué hice mal?
—No hiciste nada mal— respondió él, mirando al suelo. —Pero vivimos por inercia, todo es previsible y aburrido. Sin Aitana, no puedo estar ni un día. Gracias por veinte años, por nuestra hija. La crié, le compré un piso, la casé. Tengo derecho a ser feliz. Perdóname, si puedes…

Lucía solo lloró cuando la puerta se cerró tras él. Nunca había sentido un dolor así. La noche pasó en vela.

Por la mañana, ducha fría, poco maquillaje, traje formal. Al trabajo, como si nada. Nadie debía ver su debilidad. Pero sabía que en la oficina no pararían de murmurar sobre cómo Aitana le había robado el marido.

Aitana había llegado a la empresa recién salida de la universidad. Guapa, eficiente, responsable. Se llevaba bien con todos, y Lucía siempre la había tratado con cariño. Ahora, tuvo que tomar el autobús para ir a trabajar—Javier siempre la llevaba en coche. En el abarrotado vehículo, Lucía se sentía fuera de lugar.

En la oficina, se topó con Aitana. La joven saludó, avergonzada, y pasó de largo. Pero compartían despacho. El ambiente estaba tenso: los veteranos simpatizaban con Lucía; los jóvenes fingían no enterarse, aunque esperaban el desenlace con avidez.

Al salir, Javier esperaba a Aitana a la puerta. Lucía se retrasó a propósito para no ver cómo su rival ocupaba su asiento en el coche.

En casa, se felicitó por su entereza. ¿Creería Aitana que se iría de la empresa? ¡Ni lo soñara! Lucía amaba su trabajo, su sueldo, su equipo. ¿Por qué iba a marcharse?

Su hija María la llamó para consolarla:
—Mamá, no eres la primera ni la última a la que dejan.
Luego confesó que Javier ya le había presentado a Aitana y que se llevaban bien.

Lucía cortó la conversación. María no la apoyaba, y la noticia de su amistad con Aitana fue la gota que colmó el vaso. Pero su hija no debía saber cuánto le dolía. A los hijos no se les guarda rencor.

Lucía había tenido a María en primero de universidad, pero no abandonó los estudios. Vivieron con sus padres. Su madre trabajaba, pero su abuela cuidó de María hasta el jardín de infancia. Después, sus padres se mudaron a una casa en las afueras, dejándoles el piso de tres habitaciones, esperando más nietos. Lucía y Javier quisieron tener más hijos, pero no se dio.

De pronto, sonó el timbre.
—¿Quién será? —pensó Lucía—. ¿Habrá olvidado algo Javier?

Era el nuevo vecino.
—Quería darle las gracias otra vez por lo del piano. ¿Nos conocemos? Soy Daniel, ¿y usted?
—Lucía —respondió ella y, sorprendiéndose a sí misma, añadió—: Voy a cenar, ¿quiere acompañarme? Seguro que tiene hambre.

Daniel se ruborizó pero aceptó. Durante la cena, contó que tenía 35 años y era programador. Vivía en un piso pequeño, pero su hermana se había separado y se mudó con sus padres y sus dos hijos. Allí tenían el piano, un recuerdo de su abuela, que le enseñó a tocar. A veces lo hacía, y el instrumento seguía en buen estado. Con su hermana de vuelta, el espacio escaseaba y quisieron venderlo, pero no encontraron comprador. Daniel no permitió que lo tiraran—era un legado. Vendió su piso, pidió una hipoteca por ese y así conservó el piano y ganó espacio.
—Solo hablo de mí —sonrió—. Cuénteme de usted, Lucía.
—¿Qué contar? Desde ayer soy una mujer de cuarenta años abandonada. Mi marido se fue con una compañera veinte años más joven. Mi hija es adulta, está cas, y ahora, por lo visto, es amiga de esa chica—concluyó Lucía, mirando su taza de café con una sonrisa amarga, mientras afuera la noche se envolvía en el rumor de la ciudad.

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