**Sombras de Traición: La Melodía de una Nueva Vida**
Sergio Pardo empezó a quedarse cada vez más tarde en el trabajo.
“Qué raro”, pensaba su mujer, Marina. “O se encierra en la oficina hasta tarde o se escapa al garaje de su amigo Íñigo. ¿Qué puede hacer ahí casi todos los días?”
Un día, Marina decidió darse un paseo por el centro comercial en pleno centro de Zaragoza. Quería distraerse y, de paso, comprar tierra y una maceta para sus violetas en la floristería. Al entrar en el luminoso centro comercial, recorrió las tiendas con la mirada y, de repente, se quedó petrificada, como si un rayo la hubiera alcanzado. Justo enfrente, caminaba Sergio. Y no iba solo: ¡iba con una chica joven! La acompañante giró hacia Marina, y esta contuvo el aliento, sin creer lo que veía. Conocía a esa chica.
***
Marina se detuvo frente a la entrada de su portal. Un grupo de mudanceros bloqueaba el paso, intentando meter un enorme piano de cola por la puerta. A pesar de haberle quitado las patas, no cabía por el estrecho hueco.
“No entra ni aunque quiten la puerta”, sentenciaron los mudanceros. “Es antiguo, un auténtico mastodonte.”
“Déjenme pasar, y luego desmonten el edificio si quieren”, soltó Marina, irritada.
El dueño del piano, abatido y secándose el sudor de la frente, suspiró:
“Todo lo demás ya está arriba, solo falta el piano. Si viviera en el primero, lo habríamos metido por la ventana, pero estoy en el quinto…” La miró con pena.
“Yo también vivo en el quinto, así que debe de ser mi nuevo vecino de enfrente”, respondió ella. “Mire, hay camiones con plataforma elevadora. Una amiga mía subió así un sofá al cuarto piso. Le paso el número, aunque seguro que no es barato.”
El hombre se iluminó y le agradeció efusivamente la idea. Marina le dio el número y subió a su casa, pero no dejaba de asomarse por la ventana, pendiente del destino del piano. Llegó la camioneta con la plataforma y, al fin, el instrumento entró en su nuevo hogar. A Marina le sorprendió lo mucho que le había importado una historia que ni siquiera era suya. Por un momento, olvidó sus propias penas.
Y vaya penas. El día anterior, Sergio la había dejado…
Fue un mazazo. Claro que había notado cambios en su comportamiento. Se volvió distante, buscaba excusas para salir. “O se queda trabajando hasta tarde o desaparece en el garaje con Íñigo”, pensaba.
“Qué extraño. ¿Qué puede hacer ahí todos los días?”
Marina lo atribuyó a la crisis de los cuarenta. Quizá se había encaprichado de alguien, pero se le pasaría…
El fin de semana, fue al centro comercial para despejarse y comprar algo para las plantas. Pero allí, entre el murmullo de la gente y los escaparates brillantes, le esperaba la sorpresa. Sergio caminaba hacia ella, rodeando la cintura de una chica joven. Brillaban de felicidad; ella le susurraba algo al oído y su amor era casi palpable. La chica giró la cabeza y Marina contuvo el aliento: era Alba, su joven compañera de trabajo.
Al ver a su esposa, Sergio se turbó, pero se repuso rápido:
“En casa te lo explico todo.”
Marina no tenía prisa por volver. Vagó por las calles de Zaragoza mientras los recuerdos invadían su mente. Alba había seducido a Sergio en la fiesta de Navidad del año pasado. Bailaron, salieron a fumar juntos, pero Marina no le dio importancia. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que su Sergio, tan fiel y seguro, sería capaz de traicionarla así.
Cuando regresó, Sergio ya había recogido sus cosas. Evitaba las discusiones, y Marina, conteniendo las lágrimas, preguntó en voz baja:
“¿En qué fallé? ¿Qué hice mal?”
“Todo estaba bien”, respondió él, mirando al suelo. “Pero vivíamos por inercia, todo era soso, aburrido. Sin Alba, no puedo estar ni un día. Gracias por estos veinte años, por nuestra hija. La crié, le compré un piso, la casé. Tengo derecho a ser feliz. Perdóname, si puedes…”
Marina se derrumbó cuando la puerta se cerró tras él. Jamás había sentido un dolor así. La noche fue eterna.
Por la mañana, ducha fría, maquillaje ligero, traje elegante. Al trabajo, como si nada. Nadie debía ver su debilidad. Pero sabía que todos murmurarían: “Alba le robó el marido”.
Alba entró en la empresa nada más salir de la universidad. Guapa, pulcra, responsable. Se ganó a todos rápidamente, y Marina siempre fue amable con ella. Ahora, el autobús era su nuevo medio de transporte: Sergio siempre la llevaba en coche. En ese espacio abarrotado, Marina se sentía fuera de lugar.
En la oficina, se topó con Alba. La joven saludó con incomodidad y pasó de largo. Pero compartían despacho. El ambiente era tenso: los veteranos simpatizaban con Marina; los más jóvenes fingían normalidad, pero ansiaban el drama.
Al salir, Sergio esperaba a Alba a la puerta. Marina se demoró a propósito para no ver cómo su rival ocupaba su lugar en el coche.
En casa, se felicitó por su entereza. “¿Pensará Alba que voy a dimitir? ¡Qué va!” Marina adoraba su trabajo, su equipo, su sueldo. ¿Por qué iba a renunciar?
Su hija, Clara, la llamó para consolarla:
“Mamá, no eres la primera ni la última a la que dejan.”
Luego confesó que Sergio ya la había presentado a Alba, y que se llevaban bien.
Marina cortó la conversación. Su hija no la apoyaba, y lo de su amistad con Alba fue el golpe final. Pero Clara no debía saber cuánto le dolía. A los hijos no se les guarda rencor.
Marina tuvo a Clara en primero de carrera, pero no abandonó los estudios. Vivieron con sus padres. Su madre aún trabajaba, pero la abuela cuidó de Clara hasta el jardín de infancia. Después, sus padres se mudaron a una casa en las afueras, dejándoles el piso de tres habitaciones con la esperanza de más nietos. Quisieron tener más hijos, pero no llegaron.
De pronto, sonó el timbre.
“¿Quién será?”, pensó. “¿Habrá olvidado algo Sergio?”
Era el nuevo vecino.
“Quería agradecerle otra vez lo del piano. ¿Nos presentamos? Soy Diego, ¿y usted?”
“Marina”, respondió y, sin pensarlo, añadió: “Voy a cenar, ¿quiere acompañarme? Seguro que tiene hambre.”
Diego se ruborizó pero aceptó. Durante la cena, contó que tenía 35 años, era informático. Vivía en un estudio, pero su hermana, tras separarse, se había mudado con sus padres y sus dos hijos. Allí estaba el piano de su abuela, quien le enseñó a tocar. Lo mantenía en buen estado. Con la llegada de su hermana, el espacio escaseaba y quisieron venderlo, pero no hubo compradores. Él no permitió que lo tiraran: era un recuerdo. Vendió su piso, pidió una hipoteca y se mudó para conservar el piano y tener más espacio.
“Todo yo, yo, yo”, sonrió. “Cuénteme de usted, Marina.”
“¿Qué contar? Desde ayer soy una mujer de cuarenta años abandonada. Mi marido se fue con una compañera de trabajo. Mi hija es adulta, está casada y, por lo visto, es amiga de esa chica. Esa es mi triste historia.”
Intentó sonreír, pero le salió torcido.
“¿Por qué le solté todo esto a un desconocido?”, se reprendió.Diego le sonrió con complicidad y le dijo: “Ya veo que el piano no fue el único que llegó para cambiar vidas.”