Sombras de traición

El crepúsculo otoñal envolvía Madrid con un brillo dorado, como si las farolas fueran luciérnagas suspendidas en el aire. Las hojas secas susurraban bajo los pies, creando un espejismo de paz. Javier, envuelto en su gabardina oscura, apretaba un ramo de lilas blancas frente al portal de su amada Lucía. Era un día importante: hoy la presentaría a sus padres. Su corazón latía con fuerza, imaginando la cena, las risas compartidas, el orgullo en los ojos de su madre. Pero el destino tejía una traición que lo dejaría sin aliento.

La puerta chirrió. Lucía apareció, pero no como él esperaba: llevaba unos vaqueros gastados, el pelo recogido sin cuidado, el rostro desnudo de maquillaje. Parecía ajena a cualquier plan.

—Las lilas sobran— dijo, apartando las flores con un gesto frío—. Javier, no quiero mentirte. Hay otro. Es mayor, tiene éxito, puede darme lo que tú no. Eres bueno, pero… no encajamos. Perdóname.

Sus palabras, afiladas como cuchillas, lo atravesaron. Javier no discutió. No pidió explicaciones. El ramo, que minutos antes simbolizaba su amor, voló hacia un contenedor. Con él, se desvanecían sus sueños. Caminó lejos, sintiendo cómo el dolor se enroscaba en su pecho como una serpiente.

El café «Azahar» lo recibió con el aroma del café recién hecho. Era su lugar con Lucía, donde planearon futuros que ahora eran espejismos. Se sentó junto a la ventana, pidió un cortado y dejó que los recuerdos lo ahogaran. ¿Cómo no lo vio? ¿Por qué hoy, justo cuando iba a presentarla a su familia?

En casa, sus padres esperaban. Su madre habría preparado la paella, puesto los manteles bordados, ilusionada con conocer a «la chica perfecta». La vergüenza lo invadió. No merecían esta decepción. La música de una guitarra lejana acentuó su melancolía. Recordó cómo Lucía se distanciaba últimamente, los collares caros que atribuía a «bonos». ¿Cómo fue tan ciego?

De pronto, vio a una chica en la mesa de enfrente. Rubia, el pelo recogido en un moño deshecho. Lloraba en silencio, mirando a través del cristal como si buscara respuestas en la nada. Javier pensó: «¿Qué día es este? ¿Todos llevamos el corazón roto?»

Al salir, rozó su bolso sin querer.

—Perdona, no fue…— empezó él.

—No importa. Hoy parece el día de las disculpas— respondió ella, forzando una sonrisa. Su voz, suave y quebrada, lo detuvo.

No supo por qué siguió hablando. Quizás porque sus ojos reflejaban su mismo dolor. Se llamada Claudia. Su novio, con quien soñaba una boda, la había dejado con un «Eres demasiado normal para mí».

—Pensé que la normalidad era sinónimo de autenticidad— susurró, apartando un mechón de pelo—. Pero él quería un maniquí, no a una persona.

Claudia hablaba como si vaciara su alma, y Javier sintió que sus palabras resonaban en él. Compartió su historia, y el diálogo fluyó, ligero y comprensivo. Era más fácil confesarle a un extraño.

Entonces sonó el teléfono. Su madre.

—¡Javier, ¿dónde estáis?! ¡La paella se enfría!— su voz temblaba de impaciencia.

La imaginó reviviendo la cocina y supo que no podía defraudarla.

—Ahora vamos— dijo, y luego miró a Claudia. Una idea loca brotó en su mente.

—¿Serías mi novia por una hora? Después, me esfumaré de tu vida.

Claudia lo miró, sorprendida, pero luego rió:

—¿Eres guionista o qué?

—Mis padres llevan meses esperando esto… No quiero romperles el corazón— explicó.

Ella dudó, pero asintió:

—Vale. Tus ojos… no puedo decir que no. Además, hoy compartimos desgracia. Y la paella no puede desperdiciarse.

El trayecto a casa de sus padres fue un torbellino. Javier inventó detalles: «Nos gusta pasear por el Retiro… Nos conocimos en una librería… Sí, Claudia, pero le digo Clau». Ella memorizaba todo, como si ensayara una obra.

—¿Segura que quieres mentir?— preguntó él frente a la puerta, viéndola retorcer un mechón de pelo.

—Hoy estoy harta de la verdad— respondió Claudia, tomando su brazo—. Y tutéame, que somos pareja, ¿recuerdas?

Su madre, vestida de domingo, abrazó a la «novia». Su padre, siempre reservado, sonreía:

—¡Por fin nos presentas a una mujer así! Claudia, cuéntanos, ¿cómo os conocisteis?

En la mesa, Claudia brilló. Habló de su trabajo en una editorial, su amor por el flamenco y los gatos, rió con las bromas de su padre. Javier la observaba, incrédulo: horas atrás, su mundo se desmoronaba, y ahora sonreía ante esta desconocida que encajaba como un puzzle en su vida.

Sus padres estaban encantados. Le remordía la conciencia, pero algo le decía que todo saldría bien. Claudia era cálida, auténtica. Lucía siempre puso condiciones, exigió más. Él se desvivió por complacerla, pero nunca fue suficiente.

Al despedirla, Javier pidió su número:

—Debo agradecerte el rescate. ¿Te invito a algo?

—El plazo expiró, Cenicienta vuelve a su calabaza— bromeó ella, pero le dio el número—. Ya veremos.

Su primera cita real fue en «Azahar». Luego vinieron paseos bajo la lluvia, charlas hasta el amanecer, risas que cicatrizaban heridas. Claudia, con su fe en lo sencillo, le devolvió la luz.

Un día, se toparon con Lucía. Iba del brazo de un hombre importante, trajeado, con reloj de oro. Al ver a Javier con Claudia, se quedó paralizada. En sus ojos brilló algo parecido al arrepentimiento.

—¡Qué rápido me reemplazaste!— escupió con acidez.

Javier apretó la mano de Claudia y respondió:

—No es un reemplazo. Es lo real.

Claro, hubo discusiones. Ambos temían volver a confiar. Pero tenían tiempo. El destino les dio una segunda oportunidad, y se aferraron a ella como a un faro en la tormenta.

Nunca confesó a sus padres que Claudia empezó siendo una «novia prestada». Ya no importaba. Lucía era el pasado, y aquel café, el símbolo de un nuevo comienzo: donde lo perdido se convirtió en amor verdadero.

Rate article
MagistrUm
Sombras de traición