La Sombra de las Sospechas en el Horizonte de la Casa de Campo
Valentina, sentada en su acogedora casa en las afueras de Toledo, hojeaba un viejo cuaderno en busca del número de su vecina de la urbanización, Irene. Al fin, encontró los ansiados dígitos y marcó. «Irene, ¡hola, cariño! —comenzó con calidez—. Soy Valeria, tu vecina de la urbanización. Quería preguntarte cómo cultivas los rábanos. Los tuyos siempre están tan jugosos, y a mí no me salen». «Nada complicado —respondió Irene con un dejo de cansancio—. Remojo las semillas un día o dos antes de sembrarlas. Iré en unos días a plantarlos. Ahora estoy en la ciudad». «¿En la ciudad? —exclamó Valentina, su voz tembló de sorpresa—. Entonces, ¿con quién ha venido Víctor a la casa de campo?». Irene se quedó paralizada, su respiración se tornó pesada. Sin decir palabra, colgó, llamó a un taxi y se dirigió a toda prisa hacia la urbanización. Al entrar en la casa, se quedó helada por lo que vio.
Irene Martínez estaba fuera de sí, su rostro ardía y sus ojos lanzaban chispas. Si su marido Víctor, quien supuestamente estaba trabajando, la hubiera visto en ese momento, no habría reconocido a su dulce Irene, quien esa mañana, al despedirlo, le había arreglado con cariño el cuello de la camisa y le dio un beso en la mejilla. Pero Víctor no veía nada de esto. Estaba de excelente humor, anticipando la cena del viernes: unas deliciosas albóndigas con puré de patatas, que Irene preparaba tan bien, encurtidos caseros y tomates recién cogidos del huerto, acompañados de una botella fría del frigorífico, pues al día siguiente era sábado y no había que madrugar. Víctor no sospechaba la tormenta que se cernía sobre su cabeza.
Todo comenzó con aquella llamada de Valentina, la vecina de la casa de campo. Valentina, una jubilada, vivía en un piso amplio con su hija, su yerno y sus nietos. Pero en cuanto llegaba la primavera, la trasladaban a la casa de campo, donde pasaba los días hasta finales del otoño. Sus familiares solo la visitaban los fines de semana para hacer una barbacoa, y entre semana, Valentina se aburría sola, matando el tiempo frente al televisor. Por eso, cualquier indicio de novedad en la urbanización despertaba su más vivo interés.
Esa mañana, alrededor de las diez, Valentina salió al porche de su casa, recorrió con la mirada los alrededores y, de repente, vio cómo se abría la puerta de la casa vecina y entraba un coche. Valentina no entendía de marcas, pero estaba segura: era el coche de Víctor, el marido de Irene. Sin embargo, en lugar de aparcar cerca de la entrada, el vehículo avanzó hasta esconderse tras unos espesos arbustos de frambuesas. «Ya entiendo —pensó Valentina, entrecerrando los ojos—. No quiere que lo vean. ¡Qué astuto es este Víctor!».
La distrajo una llamada de una amiga, y no vio cómo salían del coche dos personas —un hombre y una mujer—, a quienes Valentina no tardó en bautizar mentalmente como “la amante”. Al volver al porche, reanudó su vigilancia. Media hora después, su paciencia dio fruto: una joven salió de la casa vestida con un chándal verde brillante. Abrió los brazos y exclamó: «¡Tenías razón, aquí es maravilloso! ¡El aire es tan puro y hace tanto calor!». No era Irene, desde luego. Una desconocida de unos veintisiete años, delgada y morena, de pelo largo. «¡Qué pillo es este Víctor! —susurró Valentina para sus adentros—. Casi cincuenta años y se busca a una belleza así». La voz de un hombre la llamó, y la joven desapareció dentro de la casa.
Sin perder tiempo, Valentina agarró el teléfono y marcó el número de Irene. «Irene Martínez, ¡hola, cariño! —comenzó con falsa naturalidad—. Soy Valeria, de la urbanización. Quería preguntarte lo de los rábanos, ¿cómo los siembras? Los tuyos siempre están perfectos». «Nada especial —respondió Irene—. Remojo las semillas y luego las planto. Iré en mayo. Ahora estoy en la ciudad». «¿En la ciudad? —Valentina hizo una pausa dramática—. Entonces, ¿con quién ha venido Víctor a la casa?». «¿Cuándo ha venido? —la voz de Irene tembló—. Hace como hora y media. Y escondió el coche tras las frambuesas —solo veo el techo desde el porche». «Vale, Valeria, hablamos luego —cortó Irene y colgó».
Se quedó inmóvil, sintiendo la sangre golpearle las sienes. Marcó el número de su marido y preguntó: «Víctor, ¿dónde estás?». «En el trabajo, ¿por? —respondió él con tranquilidad—. Solo quería saber a qué hora llegas. ¿No te retrasarás?». «Como siempre, incluso antes —es viernes—», contestó Víctor alegremente. Irene apretó el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. «Bueno, ahora veremos qué tal es tu viernes», pensó y pidió un taxi.
El trayecto hasta la urbanización duró menos de una hora —la temporada no había empezado y no había tráfico—. Tras pagar al taxista, Irene se encaminó resuelta hacia la casa. El coche de Víctor estaba, efectivamente, escondido tras los arbustos, el blanco de la carrocería brillando bajo el sol. Su corazón latía como un tambor. Subió sigilosamente al porche, abrió la puerta con cuidado y entró. Sobre la mesa de la cocina había platos con embutidos, quesos, encurtidos, tomates y una caja de bombones abierta. Junto a ellos, una botella de champán medio vacía y dos copas. «Así que así planeaba Víctor abrir el apetito antes de la cena —pensó Irene, amargada—. Pues ahora le voy a dar unas albóndigas que no olvidará».
Irrumpió en el dormitorio y se detuvo en seco. Bajo la manta, se adivinaban dos siluetas. Un grito ahogado sonó, y Irene tiró de la manta, pero alguien la sujetaba con fuerza. «¡Irene, ¿qué haces?!», exclamó una voz conocida. Ante ella, confundido, estaba… el sobrino de Víctor, Adrián, acompañado de una chica que Irene no había visto nunca. «Tía Irene, ¡¿qué haces aquí?! —musitó Adrián, ruborizándose—. Vine en taxi —respondió ella secamente—. Esta, por cierto, es mi casa. ¿Y tú qué haces aquí? Aunque mejor no quiero saberlo». «Le pedí a tío Víctor las llaves para el fin de semana —confesó Adrián, avergonzado—. Dijo que no vendríais hasta junio». «No pensaba hacerlo —replicó Irene, fría—. Pero la vecina avisó de que alguien había entrado en la casa. Bueno, disfrutad. Solo que ya no tengo taxi, y no sé cómo volver».
Adrián respondió al instante: «¡Yo te llevo! Mientras Marta prepara la cena, voy y vuelvo rápido». La joven, que al parecer se llamaba Marta, asintió con prisa. Irene salió al porche para darles tiempo a recoger sus cosas, y minutos después partían hacia la ciudad. Guardó silencio, intentando digerir lo ocurrido y sus precipitadas sospechas, que casi destruyeron su confianza en Víctor.
Cuando este llegó a casa, encontró la mesa puesta y a su esposa sonriente. Comió con gusto, elogiando la cena, e IreneMientras miraban una serie esa noche, Irene tomó la mano de Víctor y pensó en lo afortunada que era por no haber dejado que los celos arruinaran lo que tanto amaban.