**Sombras de Preocupación: El drama de Ana y su familia**
Ana yacía en una habitación de hospital en un pequeño centro sanitario de Sevilla, su rostro estaba pálido, pero sus ojos brillaban con alivio. Su amiga Esperanza entró en la habitación con una bolsa de frutas en la mano.
—¡Vaya susto nos has dado, Anita!— exclamó Esperanza, sentándose junto a la cama—. ¿Cómo pudiste aguantar tanto? ¿Y si no llegabas a tiempo?
Ana esbozó una sonrisa débil, su voz era apenas un susurro.
—Lo siento, Esperancita. Todo pasó tan rápido, ni siquiera pensé que fuera grave. Creí que sería algo pasajero. Gracias a Dios, ya ha pasado. ¿Y mi abuela? ¿Cómo lleva Antonio la situación con ella? Últimamente está tan quisquillosa…
—Tranquila, Ana, no te preocupes— la calmó Esperanza—. La abuela está bien, alimentada y cuidada. Solo gruñe, como siempre.
—Gracias, Esperanza, por ayudar con ella— Ana apretó la mano de su amiga—. Te lo debo.
—¡Ja, que me lo debe!— se rio Esperanza, aunque una chispa brilló en sus ojos—. ¿Gracias a mí? Cuando llegué corriendo con una olla de cocido, pensando que la pobre abuela estaría hambrienta… ¡y me encuentro con todo un espectáculo!
—¿Qué espectáculo?— Ana frunció el ceño, confundida.
—¡Imagínate cómo sufrimos por ti!— continuó Esperanza, su voz temblaba de emoción—. ¿Qué se te pasó por la cabeza, Ana? Aguardar, callar… ¡Casi llegas a algo peor!
Ana, aún débil después de la operación, se arropó con la fina sábana del hospital y sonrió apenas.
—Perdona, Esperanza, no lo esperaba. El dolor apareció de repente, creí que pasaría. Casi me despido de este mundo. Pero todo está bien, pronto me darán el alta. En casa está la abuela, no puedo quedarme aquí. Antonio está solo con ella, y ahora está tan exigente…
—No te preocupes, en casa todo está bajo control— dijo Esperanza con dulzura—. La abuela está bien: comida, limpia, gruñendo… pero eso no es nada nuevo.
—Esperanza, eres un ángel— Ana miró a su amiga con gratitud—. No sé qué haríamos sin ti.
—¡Ay, por favor!— Esperanza agitó la mano, pero una sonrisa pícara iluminó su rostro—. No me des las gracias a mí, sino a tu Antonio. ¡No es un marido, es un tesoro! Siempre supe que era bueno, pero ahora me ha ganado. Imagínate, llego corriendo con el cocido, pensando en salvar a la abuela… ¡y me encuentro con eso!
—¿Con qué?— Ana se tensó, sintiendo un pellizco en el corazón.
—¡Con esto!— Esperanza se animó—. Abro la puerta y el piso huele a potaje recién hecho. La abuela está limpia, alimentada, feliz como una reina. Entro diciendo: «Voy a lavarme las manos, cambiaré a la abuela, la alimentaré». Y Antonio, tranquilamente: «No te preocupes, Esperanza, todo bajo control. La comida está lista, la he cambiado y alimentado». ¡Casi se me cae la olla!
—¿Él solo?— Ana abrió los ojos, asombrada.
—¡Solo, Ana, solo!— Esperanza asintió entusiasmada—. Al principio no lo creía. Le pregunté: «¿Cómo la cambiaste? ¡Si solo deja que tú o yo la toquemos!». Y él, muy sereno: «La abuela y yo llegamos a un acuerdo». Entré y vi que estaba limpia, arreglada, incluso sonreía. Claro, por ti lloraba. La tranquilicé, le dije que estabas bien.
Ana cerró los ojos, sintiendo cómo el rubor le quemaba las mejillas. ¡Qué vergüenza ante Antonio! Lo había dejado solo con la abuela y él, sin quejarse, lo había asumido todo. ¡Y ni siquiera lo mencionó cuando llamó! Ella le había preguntado: «¿Ha pasado Esperanza? Dijo que vendría a ayudar». Y él solo contestó: «Sí, pasó, todo bien, no te preocupes». Incluso la abuela, cuando Ana habló con ella, no dijo nada, solo lloró y preguntó por su salud.
Ana había vivido con su abuela desde los diez años en un piso antiguo en las afueras de Sevilla. Al principio, claro, estaban sus padres, pero un día decidieron que su matrimonio había sido un error. Su padre, tras el divorcio, se fue al extranjero, se casó de nuevo. Mandaba dinero, al principio visitaba, pero pronto olvidó que su hija necesitaba más que apoyo económico: necesitaba su amor. De su madre, con quien vivía Ana, tampoco se acordó. Su madre no tardó en recomponerse: encontró otro marido, tuvo dos hijos varones, y Ana quedó relegada.
Cuando sus padres se separaron, no hubo lugar para Ana en sus nuevas familias. Su madre y su padrastro decidieron mudarse a otra ciudad, y la niña se quedó con la abuela. Esta le dijo claro:
—Te guste o no, esto es lo que hay. Ahora vivimos nosotras solas. Y una cosa: nos ayudamos, porque no hay nadie más. Tus padres siguieron su vida, y nosotras no tenemos adónde ir.
Ana no quería ir a ningún lado. Con su abuela se sentía segura. Era estricta, pero justa. Solo discutía cuando era necesario, y siempre por algo concreto, llamándola por su nombre completo: «Ana, ¡así no se hacen las cosas!».
Su madre recordó a su hija cuando sus hijos crecieron. Empezó a llamar, a invitarla: «Ven, Ana, recoge tus documentos, estudiarás aquí, hay más oportunidades». Ana terminaba el instituto y decidía qué hacer. Casi cae en la trampa, pero su abuela la detuvo:
—Claro, Ana, ¡corre, ahora que tu madre se acordó! Pero piensa: ¿cuántos años llevan allí? ¿Y solo ahora se acuerdan de ti? ¿O es que necesitan una niña gratis? Acaba el instituto, haz los exámenes, y luego vete. Pero por ahora, quédate quieta.
Ana obedeció y se quedó. Su madre se enfadó, colgó el teléfono. Cuando Ana terminó los exámenes y quiso ir, su madre cortó en seco: «Demasiado tarde, Ana. No viniste cuando te necesitábamos, ahora no hace falta. Quédate, cuida a tu abuela».
Y Ana se quedó. Estudió en la universidad, consiguió trabajo. Allí conoció a Antonio, y pronto se casaron. No fue un matrimonio por compromiso, como murmuraron algunos, sino porque Ana supo que era el hombre de su vida. La boda fue modesta, pero el vestido, espectacular. Sus padres asistieron, aplazando sus ocupaciones, y hasta parecieron felices.
Llevaban menos de un año casados. Alquilaron un piso para no molestar a la abuela, aunque esta refunfuñaba: «¡No me molestáis en absoluto!». Pero en el fondo, estaba orgullosa de que vivieran solos. Cuando la abuela sufrió un derrame cerebral, Ana y Antonio volvieron a vivir con ella. Necesitaba cuidados constantes, pero se negó a tener una cuidadora: «¿Qué? ¿Que me bañe una extraña? ¡Prefiero morir!».
Así vivían. La abuela se volvió más exigente, refunfuñaba, sobre todo cuando Ana la lavaba: «¡Que mi nieta tenga que limpiarme!». A Antonio ni lo dejaba acercarse. Una vez, intentó ayudarla con la comida, y ella gritó: «¡Un hombre metiéndose conmigo! ¡Largo de aquí!». Antonio se defendió, pero la abuela apretó los labios: «Vete antes de que sea peor. Basta con que Ana lo veAl volver a casa, Ana encontró a la abuela sentada en el sofá, con una sonrisa cálida y un “Bienvenida, cariño” que le confirmó que todo, al fin, iba a estar bien.






