Víctor Martínez entró en el piso tras un largo día de trabajo en la oficina, en las afueras de Málaga.
—¡Hola, ya estoy en casa! —gritó al entrar en la cocina, donde ya flotaba el aroma de la comida.
—¿Qué celebración hay? —se sorprendió al ver la mesa llena de platos cuidadosamente dispuestos.
—Ninguna —respondió su esposa Lucía, pero en su voz había un tono extraño—. Solo pereza de cocinar, pedí sushi.
—¡El sushi me encanta! —se animó Víctor, quitándose la chaqueta.
—Pues siéntate, cenaremos —dijo Lucía, pero en seguida salió de la cocina.
Un minuto después, regresó con un papel en la mano y se lo tendió a su marido en silencio.
—¿Qué es esto? —preguntó Víctor, pero al mirar el papel, se quedó petrificado, como si un rayo lo hubiera golpeado.
***
—Buenas tardes, soy el repartidor —sonó una voz en el interfono, y en la pantalla apareció un joven con un uniforme llamativo—. El pago del pedido de ayer no se completó.
—Se equivoca —respondió Lucía con calma—. Yo no pedí nada.
—Disculpe, aquí tiene el ticket, mire —el chico acercó un trozo de papel arrugado a la cámara, señalando la dirección—. Ayer mismo traje el pedido. Dirección: Calle Luna, 12. Un hombre pagó con tarjeta, pero la transacción falló. Tengo una copia del recibo, por favor, mírelo.
El repartidor parecía desconcertado, disculpándose casi tras cada palabra. Era evidente que era nuevo, no solo en repartos, sino en cualquier trabajo. Lucía entrecerró los ojos con escepticismo, abrió la puerta y lo miró. En sus hombros delgados colgaba una enorme mochila térmica, dándole el aspecto de un gorrión cargando un peso desmesurado. Lucía contuvo una sonrisa, pero el recibo la distrajo.
En el papel decía: «Código de error: 55. PIN incorrecto».
—Ya le dije que se equivoca —repitió—. Ayer no había nadie en casa y no hicimos ningún pedido.
—Perdone —el repartidor enrojeció—. La persona que aceptó el pago era otra… otra mujer.
—Menos aún —rió Lucía—. Definitivamente no fui yo.
El repartidor le mostró un segundo recibo con la dirección y los detalles del pedido. Lucía lo leyó rápidamente: comida japonesa, cubiertos para dos, pago con tarjeta. Nada extraño, excepto por un detalle: Víctor odiaba el sushi. Abajo figuraba el nombre del cliente: Víctor.
Lucía sintió cómo la sangre le subía a las sienes. En aquel piso solo vivía un hombre: su marido. ¿Pero mujeres? A sus 43 años, ella ya no encajaba en esa descripción. Quizá el repartidor usaba ese término por educación. Pero algo no cuadraba.
—Yo pagaré —dijo de pronto—. ¿Dónde está su terminal?
El chico la miró sorprendido. Esperaba lágrimas o gritos, como hacía su madre cuando descubrió la infidelidad de su padre. Pero Lucía estaba serena, como si fuera de acero. Al despedir al repartidor, de pronto se rio. La risa se convirtió en un ataque de histeria y las lágrimas brotaron. Respiró hondo, se secó el rostro y cogió el teléfono.
—Víctor, hola, ¿hasta qué hora trabajas hoy? —preguntó, forzando un tono despreocupado.
—Hola. Hasta las siete, a menos que el jefe convoque su reunión interminable —respondió él—. ¿Por?
—Quiero cenar contigo.
—¿Se te cancelaron tus planes?
—Sí, estaré en casa. Pensé que sería bonito pasar la noche juntos.
—Me parece bien, pero aún no sé a qué hora saldré.
—No importa, lo decidimos más tarde. No tengo ganas de cocinar, ¿pedimos algo?
—De acuerdo.
Lucía colgó y abrió el armario. Su mirada se posó en un vestido negro con destellos dorados, el mismo que llevó en la última cena de empresa. «Si es una celebración, que lo sea», pensó con ironía.
De vuelta en el recibidor, miró el recibo, cogió el móvil y pidió el mismo sushi de ayer, con la nota: «cubiertos para dos».
Esa misma tarde, el mismo repartidor, aún más turbado, entregó el pedido. Al confirmar el pago, se marchó rápido, convencido de que aquella familia guardaba secretos demasiado extraños.
Una hora después, llegó Víctor. Lucía lo recibió con una sonrisa, pero sus ojos delataban tensión. Notó cómo intentaba ser el marido perfecto, como siempre hacía tras sus «retrasos» o viajes repentinos.
—¿Sushi? —Víctor miró la mesa, desconcertado.
—Sí, ayer vi un anuncio de este sitio —respondió Lucía con naturalidad—. Me apeteció. Sé que no te gusta, pero para ti preparé pollo al horno.
—Bueno, probaré —dijo él—. Una vez lo pedimos en la oficina, no estaba mal.
—Los cambios son buenos, ¿verdad, Víctor? —preguntó ella con una sonrisa leve—. Lávate las manos, tengo hambre.
Víctor se puso alerta. Su calma, el sushi, el mismo restaurante… no creía en coincidencias. ¿Pero cómo podía ella saber lo de la noche anterior con otra mujer?
Se sentó a la mesa, lanzándole una mirada sombría. Lucía, contra todo pronóstico, no gritó ni lo culpó. En cambio, preguntó:
—¿Cómo se llama? —su voz era tranquila, casi indiferente, mientras pinchaba un rollo con el tenedor.
Víctor se atragantó. Negarlo era inútil.
—Elena —balbuceó.
—Bonito nombre —respondió Lucía con igual serenidad—. ¿Hace mucho que están juntos?
—Lucía… —empezó él, sin saber qué decir.
—Víctor, sin excusas —lo interrumpió—. Háblame de ella. Quiero saber si es algo serio o pasajero.
—¿Serio? —se confundió—. ¿Estás bromeando? ¿Por qué estás tan calmada? ¿Qué tramas?
—No tramo nada —se rio, pero su risa escondía amargura—. Vamos, dime. ¿Quién es?
—Tiene treinta años —confesó Víctor—. No creo que dure mucho…
—¿Por qué? ¿Es frívola? ¿Se dejó impresionar por un hombre con estabilidad? —Lucía lo miraba fijamente.
Su rostro se ensombreció, reflejando dolor.
—No, ella… es buena persona —murmuró Víctor.
Hablar de su amante con su esposa, además elogiándola, era absurdo.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —insistió Lucía.
—¿De qué hablas?
—Te gusta, lo noto en cómo hablas de ella. Así no se habla de algo pasajero. Te daré el divorcio, sin dramas. Podemos acordar ahora cómo repartir las cosas.
—Lucía, ¿estás bien? —Víctor la miró preocupado.
Su tranquilidad lo asustaba. Esperaba gritos, reproches, amenazas… como antes. Pero ella era impenetrable.
—Víctor, ya no te quiero —dijo de pronto—. Hace tres años que no. Y no sabes qué fácil es decirlo en voz alta. Cada vez que volvías, te aceptaba. Deberíamos habernos divorciado entonces. Pero no te fuiste, por tus principios. Déjame ir. Yo también te—Y ahora, mientras firmamos estos papeles, recuerda que a veces el amor no termina con gritos, sino con el silencio de dos manos que se separan sin luchar.