Sombra de traición en el hogar

La Sombra de la Traición en el Hogar

María del Carmen Gutiérrez estaba frente a la cocina, removiendo con cuidado un guiso de lentejas con chorizo en su cazuela de barro, la perfecta para ese plato. Su hijo, Diego, su orgullo y única esperanza, estaba por llegar. Imaginaba su alegría al encontrar la comida caliente, preparada con tanto cariño. Envolvió la cazuela en un paño para mantener el calor y la guardó en una bolsa antes de dirigirse al piso de su hijo, en el edificio de al lado. Tenía una llave, por si acaso.

Hacía poco había hablado con Diego por teléfono. Él, como siempre, llamó desde el móvil, pero ella, fiel a las costumbres de antes, le devolvió la llamada al fijo. Contestó su esposa, Lucía, diciendo que Diego estaba en el trabajo. ¡Pero si él mismo había mencionado que ahora trabajaba desde casa! Alguien mentía, y María del Carmen estaba segura de que no era su hijo.

Lucía había llegado como un torbellino a sus vidas. Una chica de un pueblo remoto, sin estudios, sin trabajo, sin un lugar propio. ¿Cómo pudo Diego, un muchacho brillante y con futuro, dejarse cegar así por el amor? Insistió en casarse, a pesar de que sus padres le aconsejaron esperar. Se casaron, y Lucía se instaló en el acogedor piso que los padres de Diego les regalaron. Por suerte, estaba a nombre de él.

Lucía no trabajaba, dedicando su tiempo a “encontrarse a sí misma”. Diego, en cambio, se mataba trabajando para mantenerla. Hace poco alquiló otro piso, supuestamente para trabajar, porque a Lucía no paraban de visitarla familiares de su pueblo. Sobre todo un “primo segundo” llamado Javier, con quien, según ella, tenía una relación muy cercana desde la infancia. María del Carmen no se metía, pero su instinto materno le advertía que algo andaba mal.

Aquella tarde decidió sorprender a Diego con su plato favorito. Al entrar al piso, no encendió la luz del recibidor para no llamar la atención. Desde la habitación se escuchaba una música alegre, pero vulgar. María del Carmen asomó la cabeza y se quedó paralizada. La bolsa con la cazuela se le resbaló de las manos y cayó al suelo con estrépito. En la habitación, abrazados, bailaban Lucía y un hombre que, desde luego, no parecía su primo.

La música cesó. Lucía, pálida, salió al pasillo. «¡María del Carmen! —exclamó con una sonrisa forzada—. ¡No esperaba verla!»

—Ya veo —respondió su suegra con frialdad, conteniéndose.

—¿Quiere pasar? Tenemos pastel —ofreció Lucía, claramente esperando una negativa.

María del Carmen esbozó una sonrisa. «Traje la cena para Diego, su favorita. Ojalá no se haya enfriado», dijo, entregando la bolsa. Lucía, aliviada de evitar el conflicto, prometió envolver la cazuela en un trapo.

María del Carmen salió a la calle y se dejó caer en un banco del parque infantil. A esa hora, el lugar estaba vacío, los niños ya dormían. Meciéndose suavemente, intentó ordenar sus ideas. Había hecho bien en no armar un escándalo. Lucía habría inventado alguna excusa. Pero la caída de la cazuela fue un error. María del Carmen, enfermera de urgencias, estaba acostumbrada a actuar con calma en situaciones críticas. Salvar vidas, tomar decisiones en segundos, sin dejar caer nada. Pero esta vez había fallado. ¿Cómo mantener la serenidad cuando se trata de tu único hijo?

Decidió que aún no era el final. Lucía no cambiaría. Una semana después, volvió a intentarlo, esta vez con empanadas. Entró en silencio, como una sombra, y con su móvil grabó lo que ocurría. La música era la misma, pero el baile había dado paso a algo más íntimo. Terminada la grabación, llamó a la puerta. Lucía, despeinada y sonrojada, entreabrió la puerta. «Empanadas para Diego», dijo la suegra, entregándole la bolsa antes de marcharse.

En casa, sopesó sus opciones. Podría ir sin Diego, enseñarle las pruebas y echar a Lucía. Pero ella podría mentir después, decir que su suegra la había calumniado. Otra opción era decírselo todo a su hijo. Pero Diego, educado y confiado, podría creer en un “malentendido” o en que fue “solo un beso”. No, debía actuar con seguridad.

El sábado, María del Carmen y su marido fueron a visitar a Diego y Lucía. Llevó más empanadas. Después del primer café, miró a Lucía y preguntó: «Bueno, ¿ya te encontraste?»

Diego la miró sorprendido; jamás usaba ese tono. Lucía, intuyendo el peligro, murmuró: «Todavía no».

—Pues yo puedo ayudarte —dijo María del Carmen, dejando el móvil con el vídeo sobre la mesa.

—¿Qué es esto? —Diego pasó de la pantalla, donde su esposa y el supuesto primo demostraban claramente más que un vínculo familiar, a Lucía y de nuevo al teléfono. Ella callaba, evitando su mirada.

—¿Buena película, hijo? —preguntó su madre, conteniendo el enojo.

—¿Me estás engañando? ¿Y él no es tu primo? —la voz de Diego tembló—. Lucía, dime algo.

—¿Y qué va a decir? —intervino su madre—. ¿Cómo puedes ser tan inocente?

Lucía se levantó, con el rostro encendido. «No, no es mi primo —confesó—. Vinimos juntos, sin dinero, sin papeles. Y aquí estabas tú, un niño bien con un piso y una madre que te hace empanadas. Pensamos en quedarnos un tiempo, ya veríamos».

—Dijiste que me querías —susurró Diego.

—¿Y qué importa lo que dijera? —se burló Lucía—. No se puede ser tan crédulo.

Entró a la habitación, probablemente a recoger sus cosas. Diego permaneció inmóvil, como petrificado. Su padre callaba, confiando en su esposa. María del Carmen rezó en silencio: «Dios mío, no dejes que corra tras ella».

Cuando la puerta se cerró tras Lucía, Diego miró a su madre. En sus ojos se leía: «¿Qué hago ahora?» Su mundo se había derrumbado: familia, amor, esperanzas. La primera gran traición le destrozaba el corazón.

—Vamos a tomar café —propuso María del Carmen, sabiendo que, como en una crisis, un momento de calma era necesario.

Diego cogió dos empanadas. Su madre, lista y fuerte, siempre encontraba una salida. Y ahora lo sabía: el tiempo y su amor ayudarían a su hijo a empezar de nuevo.

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