Sombra de Sospechas en el Horizonte Rural

**Sospechas en el Horizonte de la Casa de Campo**

Hoy, sentada en mi acogedora casa en las afueras de Toledo, hojeé un viejo cuaderno buscando el número de mi vecina del pueblo, Irene. Al fin encontré los dígitos y marqué. *«Irene, ¡hola, cariño! Soy Valeria, tu vecina de la urbanización. Quería preguntarte cómo cultivas los rábanos. Los tuyos siempre están jugosos, pero a mí no me salen bien»*. *«No es nada complicado—respondió Irene con cansancio en la voz—. Remojo las semillas un par de días y luego las siembro. Iré pronto a plantarlos. Ahora estoy en la ciudad»*. *«¿En la ciudad?—exclamé, temblando de sorpresa—. Entonces, ¿con quién ha venido tu Víctor a la casa de campo?»*. Irene se quedó en silencio, su respiración se volvió pesada. Sin decir una palabra, colgó, pidió un taxi y partió hacia la urbanización. Al entrar en casa, se quedó petrificada por lo que vio.

Irene Martínez ardía de furia. Tenía el rostro encendido y los ojos lanzaban chispas. Si su marido, Víctor, que según ella estaba en el trabajo, la viera en ese momento, no reconocería a su dulce Irene, quien esa mañana le había arreglado el cuello de la camisa y le dio un beso en la mejilla antes de despedirlo. Pero Víctor no veía nada. Estaba de buen humor, imaginando la cena del viernes: deliciosas albóndigas con puré de patata—especialidad de Irene—, encurtidos caseros y tomates recién cogidos del huerto, además de una botella fresca del frigorífico. Al fin y al cabo, mañana era sábado y no había que madrugar. Víctor no sospechaba la tormenta que se avecinaba.

Todo empezó con mi llamada. Yo, Valeria, jubilada, vivo en un piso amplio con mi hija, su marido y mis nietos. Pero en cuanto llega la primavera, me trasladan a la casa de campo, donde paso los días hasta finales del otoño. Mis familiares solo vienen los fines de semana para hacer una barbacoa, así que entre semana me aburro, matando las horas frente al televisor. Cualquier movimiento en el pueblo despierta mi curiosidad.

Esa mañana, sobre las diez, salí al porche y escruté los alrededores. De pronto, vi cómo se abrían las puertas de la casa vecina y entraba un coche. No sé de marcas, pero estaba segura de que era el de Víctor, el marido de Irene. Sin embargo, en vez de aparcar frente a la entrada, el coche se escondió tras unos arbustos de frambuesas. *«Ajá—pensé entre dientes—. No quiere que lo vean. Qué listillo es este Víctor»*.

Me distrajo una llamada de una amiga, así que no vi bajar a los ocupantes del coche: un hombre y una mujer, a quienes mentalmente etiqueté como «la amante». Al volver al porche, seguí vigilando. Media hora después, mi paciencia dio fruto: salió una joven con un chándal verde chillón. Estirando los brazos, exclamó: *«¡Tenías razón, es increíble aquí! ¡El aire es tan puro y hace tanto sol!»*. No era Irene—una desconocida de unos veintisiete años, delgada y morena de melena larga. *«Madre mía—pensé—. Víctor debe rondar los cincuenta, ¡y se ha ligado a una belleza así!»*. Un hombre la llamó, y ella volvió a entrar.

No perdí tiempo. Agarré el cuaderno y llamé a Irene. *«Irene, ¡hola, cielo! Soy Valeria, de la urbanización. Quería preguntarte lo de los rábanos. Los tuyos siempre salen perfectos»*. *«No tiene misterio—dijo ella—. Remojo las semillas y las planto. Iré en mayo. Ahora estoy en la ciudad»*. *«¿En la ciudad?—hice una pausa dramática—. Entonces, ¿con quién ha venido Víctor a la casa de campo?»*. *«¿Cuándo ha venido?»—su voz tembló*. *«Hace hora y media. Y escondió el coche tras las frambuesas; desde el porche solo se ve el techo»*. *«Vale, Valeria, luego hablamos»—colgó de golpe*.

Quedó paralizada, sintiendo la sangre golpearle las sienes. Marcó el número de su marido. *«Víctor, ¿dónde estás?»*. *«En el trabajo, ¿por?»—respondió él, despreocupado*. *«Nada, solo saber a qué hora llegas. ¿No te retrasarás?»*. *«Hoy salgo temprano—es viernes»—contestó alegre*. Irene apretó el teléfono hasta que los nudillos se le pusieron blancos. *«Veremos qué tal es tu viernes»—pensó, y pidió un taxi*.

El trayecto duró menos de una hora—la temporada aún no había comenzado, no había atasco. Tras pagar al taxista, Irene marchó decidida hacia la casa. El coche de Víctor estaba ahí, brillando bajo el sol. Su corazón latía como un tambor. Subió al porche en silencio, abrió la puerta con cuidado y entró. Sobre la mesa había embutidos, quesos, encurtidos y una caja de bombones abierta. Junto a ellos, una botella de cava y dos copas. *«Así que Víctor decidió abrir el apetito antes de cenar—pensó con amargura—. Pues ahora le serviré yo las albóndigas»*.

Entró de golpe en el dormitorio y se detuvo. Bajo la manta se adivinaban dos figuras. Un grito ahogado, y ella tiró del cubrecama, pero alguien lo sujetaba con fuerza. *«¡Irene, ¿qué haces?!»*. Ante ella, confundido, estaba… el sobrino de Víctor, Adrián, acompañado de una chica que no conocía. *«Tía Irene, ¿qué haces aquí?»—balbuceó él, rojo como un tomate*. *«En taxi—espetó ella—. Esta, por cierto, es mi casa. ¿Y tú qué haces aquí? Mejor no preguntar»*. *«Le pedí a tío Víctor las llaves para el fin de semana—se justificó—. Dijo que no vendríais hasta junio»*. *«No era mi plan—contestó fría—. Pero una vecina me avisó de intrusos. Bueno, quedaos. El taxi se ha ido, así que no sé cómo volveré»*.

Adrián se ofreció al instante. *«¡Te llevo! Lucía puede preparar la cena, y yo voy y vuelvo rápido»*. La chica, al parecer Lucía, asintió rápidamente. Irene salió al porche para darles tiempo a recoger sus cosas, y minutos después partieron hacia la ciudad. En silencio, aún digiriendo sus sospechas, que casi destruyeron su confianza en Víctor.

Cuando Víctor llegó a casa, encontró la mesa puesta y a su mujer sonriente. Comió con apetito, elogiando la cena, cuando Irene, como al descuido, comentó: *«Hoy me llamó Valeria. Dice que llevaste a una chica a la casa de campo»*. *«¿Y tú qué le dijiste?»—preguntó él, alerta pero sin pánico*. *«Que no te creía—sonrió ella—. Que mi marido es fiel y honrado»*. *«Bien hecho—asintió él—. Valeria está majareta. Le presté las llaves a Adrián, tenía la misma furgoneta blanca, por eso se confundió»*. Internamente, pensó: *«Qué pesada es esta Valeria»*.

Después de cenar, se acomodaron frente al televisor con una nueva serie. Irene observaba a la protagonista sufrir por una infidelidad y reflexionó: *«Qué su**Final de la Historia:**

Mientras miraba la tele, Irene sonrió al darse cuenta de que, a veces, las mayores tormentas solo eran nubes pasajeras que no merecían arruinar la paz de su hogar.

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