**La sombra de las esperanzas perdidas**
María se sentía en una cafetería acogedora en el centro de Madrid, frente a su amiga Lucía. Esta, mientras removía su café, la observaba con curiosidad, como si intentase descifrar un misterio.
—Hoy estás rara—dijo Lucía entrecerrando los ojos—. Venga, cuéntame, ¿qué pasa?
—Alejandro me ha pedido que me case con él—respondió María en voz baja, pero su sonrisa escondía amargura.
—¿En serio? ¡Por fin!—exclamó Lucía, animándose antes de fruncir el ceño—. Pero entonces… ¿dónde está tu alegría? ¡Llevabas años esperando esto!
—Le he dicho que no—su voz tembló y desvió la mirada.
—¿¡Qué!?—Lucía casi derrama el café—. ¡Pero si era tu sueño! Alejandro ha estado siempre a tu lado, y tú… ¿Por qué?
—Después de lo que hizo, no podía responder otra cosa—contestó María con oscuridad en la mirada.
—¿Qué hizo?—se inclinó hacia adelante, incapaz de disimular su intriga.
María respiró hondo, ordenando sus pensamientos, y comenzó a relatar la historia. Lucía escuchaba sin respirar, incrédula.
María siempre había imaginado el amor como las escenas de una película romántica: ramos de flores, confesiones apasionadas, sacrificios por el ser amado. Se veía como la protagonista de una vida llena de emociones intensas. Esos ideales, inspirados en libros y películas, se convirtieron en su único guion del amor.
Pero la realidad era más complicada. La joven María, llena de ilusiones, aprendió del amor a través de errores, enamorándose y desenamorándose. Su naturaleza dramática, arraigada en su alma, convertía cada historia en una tragedia.
Su primer amor duró cuatro años. Tenía apenas dieciocho cuando lo conoció. Inocente y apasionada, se sumergió en una relación que la enseñó a construir vínculos. Pero su ardor chocó con su frialdad. Sus ideas eran distintas, y la intimidad que ella anhelaba jamás llegó.
Decidió marcharse, pero no de cualquier modo; necesitaba un final digno de cine. Le dijo que debía irse sola a la costa, para “encontrarse a sí misma”. Él no se opuso; al fin y al cabo, no vivían juntos.
En la estación, él la acompañó, ignorante de sus planes. Un minuto antes de que el tren partiese, desde la puerta del vagón, ella soltó:
—Termino contigo.
—¿Cómo? ¿Por qué?—se quedó paralizado.
—Es lo mejor—dijo, y desapareció dentro del tren.
El vagón arrancó. Él corrió tras ella, gritando:
—¡María! ¡Te quiero! ¡Vuélvete!
Ella asomó la cabeza y respondió con frialdad:
—Jamás.
Así, con el dramatismo de una película, terminó su primer amor.
Un año después, conoció a Antonio, un ingeniero. Era caballeroso, como los protagonistas de sus películas favoritas: flores, regalos, escapadas. Con él, se sentía protegida, y creía que los desconocidos la envidiaban. Antonio la presentó a su familia, la llevó de vacaciones, la colmó de detalles. Todo apuntaba a una boda, y ella ya se veía como su esposa.
Hasta que un día, Antonio le anunció un traslado a otra ciudad. Y añadió con una sonrisa soñadora:
—Nos casaremos. Estarás en casa con nuestros hijos, cocinando mi puchero favorito…
María se heló. Esa imagen rutinaria nada tenía que ver con su fantasía de romance eterno.
—No cuentes con ello—respondió bruscamente—. Odio el puchero.
Giró sobre sus tacones y se alejó casi corriendo, imaginando su pañuelo ondeando al viento mientras él la miraba, desolado.
Tras él, tuvo varios pretendientes, pero ninguno duró… hasta Alejandro. Su historia pasó rápidamente a convivencia. Tuvieron un hijo, y María estaba segura de querer casarse. Alejandro era responsable, la cuidaba… pero carecía de romanticismo.
Ella esperó un anillo, pero los años pasaron y él no se decidía. Cinco años juntos, un hijo, y ningún compromiso. La frustración crecía dentro de ella. Dejó de ser la soñadora para convertirse en una mujer dispuesta a luchar.
Intentó de todo: dulzura, manipulación, provocaciones… pero Alejandro parecía no darse cuenta. Hasta que un día lo vio con otros ojos: él no la valoraba, solo fingía quererla. ¡El amor verdadero debía ser pasión, no indiferencia!
El rencor se convirtió en venganza. No solo irse, sino hacerle sentir su dolor. Su plan sería frío y calculado.
El momento llegó al cumplirse cinco años. Alejandro la invitó a un restaurante.
—¿Por qué?—preguntó, aunque su corazón latió con presentimiento.
—Quiero hablar—respondió evasivo.
—De acuerdo—asintió, ocultando su júbilo.
Todo era como en sus sueños: flores, luz tenue… Tras la copa de vino, él habló:
—María, llevamos años juntos. Tenemos un hijo… Es hora de formalizar.
Ella calló, clavando sus ojos en los suyos. Él continuó:
—Además, me ofrecen un trabajo en el extranjero. Pero solo contratan a casados.
—¿Casados?—ella esbozó una sonrisa fría—. ¿Eso te conviene? ¿Y a mí?
—¿Qué?—él se desconcertó, esperando felicidad.
—¿Acaso me conviene a mí?—su voz gélida cortó el aire—. No me importa. No me casaré contigo.
El silencio fue denso.
—Explícate—forzó él.
—No lo has entendido en diez años. No lo harás ahora—se levantó—. Termino contigo.
Salió del restaurante sintiéndose protagonista de un drama. «Como en una película», pensó mientras caminaba bajo las luces de la ciudad.
—¡No te entiendo, María!—Lucía alzó la voz en la cafetería—. ¡Soñabas con esto! ¡Tienen un hijo! ¿Estás loca?
—Soñé demasiado tiempo—respondió con amargura—. Llegó tarde.
—¿Tarde a qué?
—A demostrar que me quería de verdad.
—¿Y eso hay que demostrarlo?
—¡Claro!—María ardió—. ¡Necesito pasión, no rutina! Él convirtió mi vida en gris. Su propuesta fue un trámite. ¡Que se vaya a hacer puñetas!
—Te arrepentirás—suspiró Lucía.
—Ya me arrepiento—reconoció María—. Pero me alegra haberle hecho sentir lo que es no ser valorada.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Veremos…
Al volver a casa, descubrió que las cosas de Alejandro habían desaparecido. «Bueno, ya veremos cuánto dura esto», pensó.
Pasó un mes. Alejandro no dio señales de vida. La añoranza comenzó. Su “obra maestra” se alargaba, y la duda la corroía. Otro mes después, no pudo más y marcó su número. Fuera de cobertura. Llamó a su trabajo.
—¿Puedo hablar con Alejandro?—preguntó, forzando calma.
—No está—respondió una voz femenina—. Se fue al extranjero tras casarse. Con su esposa. ¿De parte de quién?
María colgó, sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies.