**La Sombra de la Felicidad**
En un pueblecito tranquilo al pie de las colinas, donde las mañanas se vestían de niebla, Lucía y sus amigas celebraban con bullicio su despedida de soltera. Al día siguiente, se convertiría en la esposa de su prometido, Alejandro. La fiesta estaba en su apogeo: tintineo de copas, risas, música… Hasta que un golpe en la puerta lo interrumpió todo. Lucía, ajustándose el vestido, fue a abrir.
—Buenas noches —dijo una anciana con un tono entre tímido y culpable. Su rostro surcado de arrugas le resultaba vagamente familiar.
—Buenas… —respondió Lucía mientras el silencio se volvía denso. Aguardó a que la desconocida siguiera hablando.
—Vine a advertirte: no te cases con Alejandro —soltó la mujer de golpe, clavando en Lucía una mirada como brasas.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Lucía, desconcertada, sin entender qué ocurría.
—
La noche anterior a la boda, sus amigas, como era tradición, le habían organizado una despedida de soltera. Lucía vivía en una casita modesta en las afueras del pueblo, heredada de su abuela. Aunque humilde, era acogedora, con suelos de madera y ventanas que enmarcaban viejos olmos. Aunque el trayecto al trabajo le llevaba una hora, nunca se quejó. Allí, el aire olía a tomillo, a peras maduras y a rocío mañanero. Por las mañanas, susurraban las hojas; por las noches, cantaban los grillos. Aquella vida sencilla le llenaba el alma de paz, algo que la ciudad nunca le había dado.
Sus amigas propusieron celebrar la despedida en un club de moda o un restaurante, pero Lucía insistió en hacerlo en su casa. No era solo despedirse de la soltería, sino también de su refugio, de ese rincón de calma.
Alejandro, su prometido, se negaba en redondo a vivir fuera de la ciudad. «Quizá de jubilados nos dé por las macetas —decía—, pero ahora no pienso perder medio día en desplazamientos. ¿Qué tiene de bueno este pueblecito? ¡Aburrimiento total!».
Lucía asentía en silencio. La casa seguiría ahí; iría los fines de semana. Pero sus visiones de la vida chocaban a menudo. Discutían por tonterías, pero también por cosas serias: cómo gastar el dinero, dónde vacacionar, cómo educar a sus futuros hijos. Alejandro siempre era el primero en pedir perdón: le traía flores, la llevaba a cafeterías, le juraba amor eterno. Sus sentimientos eran intensos, impetuosos, como un chaparrón de verano.
¿Amaba Lucía a Alejandro? Apartaba esos pensamientos. Cuando se permitía reflexionar, en lugar de mariposas en el estómago, sentía un vacío frío, un abismo que se tragaba todo lo que amaba: sus libros viejos de portadas gastadas, el té de menta en su taza favorita de margaritas, incluso su gato, que ronroneaba en su regazo. Era como si algo oscuro acechara. Claro, solo eran imaginaciones… pero tan vívidas que le erizaban la piel.
Lucía no amaba a Alejandro. Pero iba a casarse con él. Era diez años mayor, exitoso, seguro de sí mismo. «Con él no te faltará nada», susurraban sus amigas. Lucía asentía, ocultando sus dudas. Y así, el día de la boda llegó. El vestido blanco colgaba en el armario, tan hermoso como aterrador. Aquella noche: champán, fresas, risas… y al día siguiente, los votos ante el altar.
Entre el jaleo, Lucía apenas oyó el golpe en la puerta. Al principio creyó habérselo imaginado, pero se repitió. No esperaban a nadie más. Se apresuró a abrir.
—Buenas noches —saludó la anciana. Tenía aspecto de maestra de pueblo: pelo gris recogido en un moño, jersey oscuro sobre una blusa, falda larga y zapatos gastados. Pero sus ojos—grises, penetrantes—parecían verle el alma.
—Buenas… —contestó Lucía, esperando una explicación.
—Llámame Doña Carmen. Soy la madre de Javier Méndez —se presentó.
—¿Le ha pasado algo a Javier? ¿O a Pablo? —preguntó Lucía, alarmada. Javier era su vecino; Pablo, su hijo. La esposa de Javier lo había dejado años atrás, dejándolo con el niño y deudas hasta el cuello. Pero Javier no se rindió: trabajó duro y crió a Pablo con mano firme pero justa. Lucía le ayudaba como buen vecino: le llevaba bizcochos, libros de la biblioteca para Pablo, plantaba margaritas y claveles bajo sus ventanas. Él correspondía arreglando su valla o montando estantes. Pablo la invitaba a pasear; juntos recolectaban moras para hacer mermelada, que luego compartían. Sabía que Javier tenía madre, pero vivía en otro pueblo y apenas visitaba.
—No, están bien —tranquilizó Doña Carmen, alzando sus manos huesudas—. Y en parte, gracias a ti, Lucía. Sé cómo les ayudas. Vine a ver a mi hijo y quise agradecértelo.
—No es para tanto —se ruborizó Lucía—. Cosas de vecinos…
—Por eso mismo, gracias —la interrumpió la anciana, con un tono que de pronto sonó tajante—. No te enfades, cariño. Soy vieja, pero veo claro. No te cases con Alejandro. Sus ojos oscurecieron, clavándose en ella.
—¿Perdón? —Lucía se quedó helada—. ¿Cómo sabe de Alejandro? ¿Por qué me dice esto? —De pronto, creyó entender—. ¡Ah! No es que… yo no quiero a su Javier, solo somos amigos —se rio nerviosa.
—Eso ya lo sé —respondió Doña Carmen con calma—. Pero estás cometiendo un error. Alejandro no es tu destino. No serás feliz con él. Espera un poco… encontrarás a otro. Se llama Adrián.
Lucía se balanceó sobre sus pies, mirando hacia el crepúsculo para evitar aquella mirada. Tras ella, sus amigas reían, alguien cantaba fuera de tono… pero en el umbral, el tiempo parecía detenerse.
—No lo entiendo —musitó Lucía.
—Hice las cartas —susurró la anciana—. No mienten. No vayas mañana al altar. Es mi modo de agradecerte. Dio media vuelta y se alejó hacia la casa de al lado.
«Vaya bruja…», pensó Lucía. La siguió con la mirada, sacudió la cabeza y volvió con sus amigas.
La boda fue espléndida. Los invitados festejaron, pero la felicidad no llegó. Alejandro se volvió irritable, llegaba tarde, oliendo a alcohol. Lucía discutía, callaba, probaba de todo… nada cambiaba. Cada vez desaparecía más. Tras tres años, se cansó. Hizo las maletas, cogió a su gato y regresó a la casa de su abuela. La recibió el aroma a hierbas y silencio.
Sobre la puerta colgaban ramitos de romero atados con un hilo. «Contra las malas energías», explicó Javier, sonriente. Su casa ahora resonaba con la risa de su nueva esposa y el correteo de su hijito. Lucía saludó y entró en su hogar.
Esa noche, con su taza de té, recordó aquella despedida y las palabras de Doña Carmen. Por entonces las había ignorado… pero ahora no podía evitar pensar. De pronto, su móvil parpadeó: un mensaje en redes. Hacía siglos que no entraba.
—¡Hola! Por fin te encontré. Cambiaste el apellido, me costó —decía Adrián López.
Lucía abrióLucía abrió su perfil y sonrió al instante, reconociendo en Adrián al mismo compañero de travesuras que, de niños, había compartido con ella tardes enteras entre huertos y risas, y supo que Doña Carmen, como siempre, tenía razón.