En el pueblo todos conocían y evitaban a Prudencio por su carácter insoportable. Estaba casado con Lucía, una mujer tranquila pero con sus problemas: no podía darle hijos. Llevaban doce años juntos y nada.
De pronto, como un rayo en cielo despejado, Lucía murió. Su madre sabía que algo no iba bien con su salud, pero la hija nunca se quejaba.
—Hija, últimamente no tienes buena cara —le decía la madre cuando Lucía iba a visitarla.
—No es nada, mamá. Un poco de debilidad, mareos… ya se me pasará. No te preocupes —respondía Lucía, restándole importancia.
Nunca se quejaba, sobre todo delante de Prudencio, que no soportaba ni un dolor de cabeza.
—No finjas, ya sé cómo sois las mujeres, siempre con algún achaque. Lo que pasa es que no queréis trabajar —le espetaba él—. Aquí nadie te va a compadecer.
Tras el funeral, pasó un año. Prudencio vivía solo, pero la idea de volver a casarse no lo abandonaba. Estar solo era duro, aunque llevaba años viviendo como un lobo. Empezó a mirar a las mujeres del pueblo.
—Tiene que ser sin hijos —pensaba—. No quiero criar ajenos. Aunque las de mi edad ya vienen con mochila… Tendré que buscar más joven, pero ¿quién va a querer a un tipo como yo?
Sabía que su fama de cascarrabias no ayudaba. No tenía amigos, y menos pretendientes. Hasta que fijó sus ojos en Leticia, una chica callada, trabajadora y sin pretensiones.
Un día la esperó a propósito:
—Leticia, ven acá —la llamó cuando pasaba frente a su casa.
Ella levantó la vista, vio a Prudencio en la verja y se acercó con timidez.
—Buenos días.
—Oye —dijo él, brusco—. Mira, llevo tiempo observándote. ¿Qué te parece casarte conmigo? Tengo tierras, casa… Vivirás bien. Y tendremos hijos, que no tengo herederos.
—Ay, no sé… —se ruborizó Leticia—. Tengo que hablar con mi madre.
—Habla, pues. Esta noche paso por vuestra casa.
Al llegar, soltó la noticia:
—Mamá, creo que me voy a casar.
—¿Cómo? ¿Con quién? Si no tienes novio.
—Prudencio viene esta noche a pedir mi mano…
—¡Hija! Ese hombre te lleva años. Y ese genio… Dicen que mató a Lucía a base de maltrato. ¿Estás segura?
—Mamá, no tengo pretendientes. Y los años pasan. Además, quizá son habladurías…
Leticia se casó. El pueblo no paró de comentarlo. Unos la compadecían:
—Pobre chica, con ese ogro…
Otros decían:
—Al menos tendrá estabilidad. Calladita y obediente, como le gusta a él.
Y así fue. Prudencio seguía siendo un gruñón insufrible. A su suegra la odiaba y apenas dejaba a Leticia visitarla.
—Es un tirano —susurraba la madre cuando Leticia lograba escaparse—. No sé cómo lo aguantas.
—No es para tanto. Rezo por paciencia y callo. Él grita, pero yo me hago la sorda.
—Dios mío, tendrás que rezar toda la vida —decía la madre, secándose las lágrimas.
Con los años, Leticia tuvo dos hijos. Prudencio no era cariñoso, los regañaba por todo. Ella les advertía:
—Alejaos de vuestro padre cuando esté de malhumor.
Los niños aprendieron pronto a pasar el día fuera de casa. Pero Prudencio seguía quejándose:
—¿Dónde andarán esos vagos? ¡Aquí hay trabajo! ¡Tú los has malcriado!
Leticia ya ni se inmutaba. Aunque era más joven, tenía más sabiduría. Y mientras él se emborrachaba y armaba escándalos, ella llevaba la casa.
El pueblo murmuraba:
—¿Cómo aguanta esa mujer?
Los hijos crecieron, se fueron a la ciudad a estudiar y apenas volvían.
—Mamá, no es personal —le decían—. Pero con padre es imposible. Solo gritos.
El mayor prometió:
—Cuando me case, te llevo conmigo.
—No, hijo. Aquí nací y aquí me quedo.
Prudencio, cada vez más amargo, rugía:
—¡Todos me habéis abandonado! ¡Solo soy un saco de euros para vosotros!
A veces Leticia replicaba:
—Tú querías familia. ¿Ahora qué te quejas?
Pero era peor.
—¡Cállate! ¡Ni se te ocurra contarme los gastos!
Hasta que un día, tras una de sus típicas quejas —”ojalá pudiera estar acostado todo el día sin que nadie me molestara”—, amaneció tirado en el suelo. El médico diagnosticó un ictus.
El ogro gritón se convirtió en un inválido silencioso.
—Ahora tienes tu deseo —le susurró Leticia al acostarlo—. Todo el día en cama, sin hacer nada.
Su madre, al verlo, se santiguó:
—Cuidado con lo que deseas…
—No importa, mamá. Lo cuidaré. Al menos ahora hay paz.
Prudencio murió al año y medio. Los hijos volvieron, uno se instaló con su familia. Leticia, ya mayor, se mudó con su madre.
Nadie lloró a Prudencio. Pero Leticia sonreía al ver que sus hijos no habían heredado su carácter. Los nietos llenaban su vida de alegría. Al fin, la tranquilidad que nunca tuvo.