**Solo somos amigos**
La llamada interrumpió a Sofía mientras cenaba. Cocinar para ella sola era algo raro. Por las mañanas se conformaba con un café, almorzaba en el trabajo en algún bar, y por la noche tomaba un vaso de leche con galletas o, si tenía mucha hambre, se hacía un par de huevos fritos. Los fines de semana iba a casa de sus padres. Su madre siempre le insistía en llevarse tuppers con comida, y rechazarlos era como declarar una guerra.
Sofía terminaba su vaso de leche cuando desde el dormitorio sonó el insistente tono de su móvil. Pensó que ya era hora de cambiarlo por algo más tranquilo. Aquella melodía le ponía los nervios de punta, se le clavaba en el cerebro. Finalmente, dejó el vaso y fue a contestar. El número era desconocido, pero si alguien insistía tanto, sería importante.
—Hola. Ya ni esperaba que contestaras —dijo una voz que le resultó demasiado familiar. Años habían pasado, pero la reconoció al instante. *¡Cuelga!*, le ordenó su voz interior.
—Por favor, no cortes. Necesito hablar contigo —suplicó su antigua amiga, como si adivinara sus pensamientos.
Sofía guardó silencio y esperó.
—No tengo a nadie más. Solo tú puedes ayudarme. Dime tu dirección, iré ahora. Créeme, es importante —añadió Lucía tras una pausa.
Algo grave había pasado; Lucía no llamaría así por gusto. En otro tiempo, habían sido inseparables. En otra vida.
—Vale. Te la mando por mensaje —dijo Sofía antes de colgar.
El corazón le golpeaba con fuerza. ¿Por qué ahora? Mecanografió su dirección con dedos temblorosos. Lucía respondió al instante: *Espera.*
Volvió a la cocina, lavó el vaso y se sentó.
Había pasado años apartando cualquier recuerdo de su antigua amiga. Creía haber perdonado, olvidado, superado. Pero aquella llamada desató una avalancha de memorias que la arrasaron.
***
A su madre le encantaba la película *Marcelino, pan y vino*. El país había cambiado, pero la película seguía vigente, tan relevante como siempre. Por eso la llamó Sofía, como el protagonista. Cuando la gente escuchaba su nombre, siempre recordaba la cinta.
En contraste con el actor, Sofía no destacaba por su belleza. Pelo rubio claro, pestañas casi invisibles, ojos pequeños y grises. Tampoco su figura le satisfacía, especialmente su pecho, pequeño. «Todavía crecerá», la consolaba su madre.
En cambio, Lucía tenía un pecho alto y bonito, que llevaba con orgullo. Las miradas de los chicos se clavaban en él sin remedio.
Cada verano, Sofía pasaba las vacaciones en el pueblo, en casa de su abuela. El lugar ya no era lo que fue; solo cuatro casas permanecían habitadas en invierno: la de su abuela, la de la vecina doña Carmen, y otras dos familias de ancianos. A doña Carmen le visitaba su nieto en verano, y con él compartía Sofía los días estivales.
Hasta que un año todo cambió. Sofía vio ante ella no al chiquillo de siempre, sino a un adolescente atractivo, y sintió vergüenza de abalanzarse como antes. Pero Daniel la recibió con alegría, como si nada hubiera cambiado, invitándola al río como siempre.
Caminaron charlando, pero al llegar a la orilla, Sofía dudó en quitarse el vestido delante de él. Esperó a que entrara al agua, y entonces, de espaldas, se despojó rápidamente de la ropa y se zambulló antes de que pudiera notar lo pequeño que era su pecho. Pero nunca creció, como prometió su madre.
En agosto, todos regresaban a sus ciudades. Nunca se les ocurrió intercambiar direcciones o teléfonos, como si existiera una regla no escrita: la vida del pueblo y la de la ciudad eran mundos aparte.
El último verano antes del instituto, Daniel no apareció. Doña Carmen mencionó que se había ido al sur con su madre. Aburrida, Sofía le escribió a Lucía y le propuso visitar el pueblo. Su amiga aceptó encantada; no tenía abuelos ni pueblo propio. Un fin de semana, sus padres la llevaron con ellos.
Y dos semanas después, Daniel llegó de improviso. Más alto, más ancho de hombros. Pestañas oscuras que enmarcaban unos ojos marrones, la envidia de Sofía. Se había convertido en un auténtico guapo. Y entonces lamentó haber invitado a Lucía. Porque en cuanto lo vio, esta no tardó en acercarse a conocerlo.
Por la noche, susurrando, Lucía le preguntó si alguna vez se habían besado.
—¿Qué dices? Solo somos amigos de la infancia —se defendió Sofía.
Pero pronto lamentaría sus palabras.
Ahora los tres iban a todas partes juntos. Sofía se sentía de más. Por primera vez, le alegraba que las vacaciones terminaran.
Daniel quedó en el olvido por un año, pero con Lucía siguieron siendo amigas. Tras acabar el instituto, Sofía dejó de ir al pueblo. Su abuela murió ese invierno. ¿Realmente nunca volvería a ver a Daniel? Se arrepintió de no haber intercambiado contactos, pero no iba a pedirle a sus padres el número de doña Carmen.
Con Lucía también se veían menos. Estudiaban en universidades distintas y, además, esta se había distanciado. Cuando se encontraban, las conversaciones eran cortas, apresuradas.
Hasta que un día, Lucía la invitó a su boda.
—¿Cómo? ¿En primero de carrera? ¿No es pronto? ¿Y tu madre lo acepta? —preguntó Sofía, intrigada.
—¿Qué iba a hacer? Pronto será abuela —sonrió Lucía, satisfecha—. ¿Serás mi testigo?
La boda fue en Nochevieja. Sofía contuvo la respiración al ver a Daniel en el umbral de su casa. Quería despertar de aquella pesadilla, escapar, esconderse, morir antes que ver cómo se miraban. Pero era la testigo, no podía fallar. Aunque Lucía podría haber avisado, así ni siquiera habría ido.
En todas las fotos de la boda, Sofía salió horrible. La única que no sonreía, perdida. A mitad de la celebración, se marchó.
Lucía nunca se sintió culpable. Al fin y al cabo, Sofía misma dijo que solo eran amigos. Durante un tiempo, Lucía llamó de vez en cuando, hasta que nació su hijo y sus caminos se separaron. Sofía prohibió pensar en ellos.
Pero con los chicos nunca funcionaba. Todos los comparaba con Daniel…
***
¿Cuántos años habían pasado? ¿Diez? Su madre mencionó que doña Carmen había muerto, que la casa del pueblo se vendió a un extraño. Y ahora, de pronto, aquella llamada. Su antigua amiga llegaría en cualquier momento. *¿De qué voy a hablar con ella? ¿Por qué dije que sí?*, se reprochó.
Al abrir la puerta, contuvo un grito al no reconocer a Lucía. ¿En diez años una persona podía cambiar tanto? Aquella mujer no tenía nada que ver con la chica hermosa del pasado. Demasiado delgada, el pecho caído, ojeras profundas bajo unos ojos apagados.
—Hola. ¿Tan cambiada estoy? ¿Puedo pasar? —su voz sonaba igual, pero reseca.
—Pasa a la cocina —dijo Sofía—. ¿Quieres té?
Encendió el fogón sin esperar respuesta. Guardó silencio, aguardando.
—Tú no has cambiado nada. Yo me estoy muriendo —declaró Lucía con frialdad—. Me ofrecen operarme, pero sé que no sobreviviré.
—¿Cáncer? —preguntó Sofía con cautela.
—Sí. Esperé que no fuera grave, pero… Cuida de mi hijo cuando yo no esté.
—Lucía, no—No digas tonterías, te recuperarás… —empezó a decir Sofía, pero sus palabras sonaron huecas.
—Déjalo. Alejandro tiene nueve años. Daniel no podrá solo.
—¿Y tus padres?
—Su madre se ha vuelto a casar. Y la mía, ya sabes cómo es, no se puede confiar en ella. Sofía, por favor, no tengo a nadie más.
—Pero yo… No tengo hijos, no sé cómo tratarlos, no puedo…
El hervidor silbó, y Sofía se levantó aliviada para apartar la mirada de Lucía, ocultando las lágrimas que asomaban.
—¿El piso es tuyo? —preguntó Lucía.
—Sí. Un compañero de trabajo de mi padre se iba al extranjero y lo vendió rápido y barato. Él lo compró para mí. Creían que así me casaría antes —explicó Sofía mientras servía el té sin mirarla.
—Sabía que Daniel te gustaba. Tienes derecho a estar enfadada. Pero ayúdame, por favor. Mañana entro en el hospital. No vengas a verme. Les daré tu número para que te llamen cuando… —Lucía se levantó, y Sofía se estremeció al ver su delgadez.
—¿No vas a tomar el té? —preguntó Sofía, viendo la taza intacta, pero Lucía no respondió y se dirigió a la puerta.
—Te acompaño —ofreció Sofía, siguiéndola.
—No me compadezcas —cortó Lucía con una mirada fría antes de salir.
Cuando la puerta se cerró, Sofía volvió a la cocina, aturdida. No podía creer que una mujer joven y hermosa pudiera morir así, de repente.
Pasaron semanas sin noticias. Sofía estuvo a punto de llamar al hospital mil veces, pero recordó la expresión de Lucía y se contuvo. *Si no llaman, será porque la operación salió bien*, se repetía.
Hasta que una noche, Daniel la llamó para decirle que Lucía había muerto. Sofía fue de inmediato. Él estaba destrozado, sentado en el sofá, con la mirada perdida. Alejandro veía la televisión en el suelo. El aire en la casa olía a dolor.
—Daniel, Lucía me pidió… ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Sofía.
—Llévate a Alejandro unos días, hasta después del entierro —masculló él entre dientes.
—¡No me voy! —gritó el niño, levantándose—. ¡Ya soy mayor! —sollozó.
—Si ya lo sabe, ¿para qué? Déjale despedirse —insistió Sofía.
Daniel calló, y Alejandro le dirigió una mirada agradecida.
—¿Habéis comido? —preguntó Sofía al ver el vacío en la nevera.
Encontró patatas bajo el fregadero y pepinillos en vinagre. Alejandro devoró la comida, pero Daniel apenas probó bocado.
—Tienes que ser fuerte, por tu hijo —intentó Sofía, pero él solo murmuró:
—La quería tanto…
Esa noche, Sofía volvió a casa con el corazón encogido. Al día siguiente, encontró a Daniel borracho. Lo empapó con agua fría, le dio café y lo obligó a vestirse. Juntos organizaron el funeral.
Los meses siguientes, Sofía los pasó yendo y viniendo de su casa. Daniel se hundió en el alcohol, y Alejandro pasaba cada vez más tiempo con ella. Un día, el niño le dijo:
—Hay un vecino nuevo en el pueblo, le gustas.
—No digas tonterías —respondió Sofía, sonrojada.
Pero cuando ese mismo vecino, Javier, le propuso matrimonio tiempo después, Sofía aceptó.
Un año más tarde, Daniel murió intoxicado por alcohol adulterado. La gente asumió que Sofía era familiar de Lucía, y nadie preguntó cuando Alejandro se mudó para siempre con ella y Javier.
El dolor y el rencor se desvanecieron con los años, hasta que Sofía solo sintió gratitud hacia Lucía, porque si no hubiera sido por ella, nunca habría conocido a Javier.