— Solo sígueme el juego, respondió ella, dejando a su esposo sin palabras.

—Simplemente cumple con tu parte —la voz de Adrián sonaba indiferente. Ni siquiera levantó la vista del móvil—. Tu trabajo es crear un hogar. Yo sostengo a la familia, tú te encargas de la casa. Es justo.

Me quedé inmóvil, con el plato en las manos. En veintitrés años de matrimonio había escuchado de todo, pero esa frase…

Natalia, mi mejor amiga, sentada frente a mí, soltó una risa ahogada en su copa de vino:
—¿Y qué tiene de malo lo que ha dicho? Muchas matarían por estar en tu lugar, Lucía.

Mi mirada se desvió hacia mi hijo. Alejandro tenía la cabeza agachada. Su móvil vibró.
—Adrián —dejé el plato sobre la mesa—. ¿Nunca has pensado que puedo ser algo más que una criada?
—Ahí vamos —puso los ojos en blanco—. Lo hablamos cuando dejaste tu trabajo.
—¿O me convenciste de que era lo mejor para todos?

Algo en mi tono lo obligó a apartar los ojos de la pantalla. Nuestras miradas se cruzaron, y en la suya vi un destello de miedo. ¿De verdad creía que no notaría sus miradas furtivas, sus casuales contactos?

Alejandro se levantó de repente:
—¿Puedo irme? Tengo un proyecto de programación.
—Claro, vete —respondí sin apartar los ojos de mi marido.

El portazo resonó en el piso. Natalia huyó. Adrián recogía los platos en silencio.
—Déjalos. Siéntate.
—¿A qué viene esto? —se detuvo frente al fregadero.
—A que no soy tu esclava. ¿Recuerdas quién era antes de que decidieras que “los hijos necesitan a su madre en casa”?
—Otra vez con lo mismo.
—No. Tú lo decidiste. Como siempre.

El móvil de Adrián vibró. Un mensaje.
—¿No vas a contestar? ¿Es de Natalia?
—Basta. Estás siendo irracional.
—¿Irracional? Hablemos de racionalidad. Cuéntame de ese proyecto con mi mejor amiga.

Un sonido seco cortó el aire. Pero no fue Adrián quien me abofeteó. Fui yo quien le dio la bofetada a él.
—¿Mamá? —la voz de Alejandro desde el pasillo nos hizo saltar—. ¿Puedo ir a casa de Pablo?
—Sí, cielo.

A las tres de la madrugada, me despertó el ruido de la puerta. ¿Alejandro?
—¿Dónde estabas? —me quedé petrificada en el umbral de la cocina.

Mi hijo se sobresaltó, escondiendo algo en el bolsillo.
—Ale, ¿qué pasa?
—Yo… dejé la universidad. Hace dos meses. ¡No quiero ser programador! Es el sueño de papá, no el mío.
—¿Y el dinero? ¿A quién le debes?
—Pedí un préstamo. Tres mil euros. Para un curso de fotografía. Ahora me amenazan con contárselo a papá.
—Mañana solucionaremos lo del dinero —dije.

No pude terminar. La llave giró en la cerradura. Adrián.
—¿No podéis dormir? —su voz sonaba ronca. Olía a whisky.
—Papá, puedo explicarlo —Alejandro se interpuso entre nosotros.
—¿El qué? ¿Que mi hijo es un mentiroso? Natalia me lo contó todo. Sobre la universidad.

Me quedé helada:
—¿Natalia?
—Sí, imagínate. Al menos alguien en esta casa tiene el valor de decirme la verdad.
—Basta —le dije a Adrián.
—¿”Basta”? ¿Así lo has criado? —se volvió hacia mí—. Ah, y hablando de engaños… ¿qué tal está Natalia? ¿No se cansa de vuestras “reuniones de trabajo”?

Adrián apretó los dientes:
—Cállate.
—¿O qué? ¿Me vas a pegar? ¿Delante de nuestro hijo?

Entonces, Alejandro dio un paso hacia la puerta:
—Me voy. Los dos… os merecéis.

Otro portazo.
—¿Contenta? —la voz de Adrián temblaba.

Y en ese momento, llamaron a la puerta.

Era Natalia. Despeinada, con el rímel corrido.
—Tenemos que hablar.
—¿Qué haces aquí? —rugió Adrián.
—Lo de siempre —pasó junto a él y se sentó a la mesa—. Arruinar vidas. Sabes, Lucía, él también me prometió divorciarse. Decía que yo era especial. Hasta que supe de la chica de contabilidad. Y de la del gimnasio.
—¡Cállate! —Adrián golpeó la mesa con fuerza.
—No. Si vamos con la verdad, hasta el final. Lo de la universidad de tu hijo… se lo conté a su novia. La convencí de que la dejaría. Y ella le chantajeó.
—¿Por qué? —logré preguntar al fin.
—No lo sé. Quizá quería que sintierais lo mismo que yo. Vacío.

Se dirigió a la puerta, pero se dio la vuelta:
—¿Sabes lo más gracioso? Realmente creía que eras mi mejor amiga.

La puerta se cerró de golpe.

—Lucía… —Adrián dio un paso hacia mí.
—No. Vete.
—Hablemos.
—¿De qué? Son las cuatro de la mañana. Nuestro hijo se ha ido. Tu amante lo ha confesado todo. Y yo… solo estoy cansada de servir. Deja las llaves en la mesita.

Asintió. Sacó el lento y las dejó sobre el mueble. Dudó en la puerta:
—Perdóname.

Otro portazo. Me quedé sola. El móvil vibró. Un mensaje de Alejandro: *”Mamá, estoy bien. No me busques. Déjame ir.”*

Respondí: *”Cuídate. Te quiero.”*

Después abrí la lista de contactos. Natalia. ¿Borrar?

Mi dedo se detuvo. Al fin y al cabo, ella hizo lo que yo no tuve valor de hacer: destrozar esa mentira perfecta. Pulsé “eliminar” y, por primera vez en mucho tiempo, sonreí.

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MagistrUm
— Solo sígueme el juego, respondió ella, dejando a su esposo sin palabras.