Solo quería ser feliz

María solo quería ser feliz. María apartó la manta, le dio la vuelta a la almohada húmeda y se tumbó de nuevo. La frescura ayudó un poco, pero dormir seguía siendo imposible. El ruido de los coches que pasaban por la calle y, sobre todo, sus propios pensamientos no la dejaban descansar. «¿A dónde irá ese conductor tan tarde? ¿A casa? ¿O quizá huye de algo, adentrándose en la noche? ¿Quién esperará al viajero apresurado?… Maldito calor…»

María suspiró y se levantó. Conocía cada rincón del piso, así que no encendió la luz. En la cocina, se acercó a la ventana. Al otro lado de la calle, dos ventanas permanecían iluminadas. «¿Alguien espera a su viajero o llora su partida?»

Las hojas jóvenes de los árboles impedían ver si alguien se asomaba en aquellas ventanas. María encendió la lamparita y llenó un vaso con agua del grifo. Apagó la luz y miró de nuevo. Una de las ventanas se había oscurecido. Bebió a pequeños sorbos, sintiendo cómo el frescor del agua se extendía por su cuerpo. El linóleo del suelo refrescaba sus pies descalzos.

Dejó el vaso vacío en el alféizar y volvió al dormitorio. Pero no quiso acostarse en aquellas sábanas revueltas y húmedas. Se dirigió a la otra habitación y se tumbó en el sofá estrecho y duro, apoyando la cabeza en una almohada pequeña y tiesa, rellena de quién sabe qué.

Y de pronto, empezó a hundirse en el sueño…

***

—¡Que se besen! ¡Que se besen! —gritaban los invitados, levantando sus copas de cava.

Javier se levantó y tomó de la mano a María. Con los tacones de sus zapatos de novia, casi alcanzaba su altura, podía mirarle a los ojos sin tener que alzar la vista, como solía hacer. Él la miraba con admiración, amor y deseo. María se inclinó hacia adelante, dejando que el velo ocultara su perfil de los demás.

—Uno, dos, tres… —contaban los invitados entre risas.

Su madre le había enseñado que en el matrimonio todo dependía de la mujer, que debía llevar la casa y ser el apoyo de su marido. Y María se esforzó heroicamente por construir su felicidad familiar.

Al principio, todo lo hacían juntos: iban al supermercado, cocinaban la cena entre risas y besos. Hasta que un día, demasiado distraídos, dejaron las patatas en la sartén y casi se queman. Se amaban. Parecía que siempre sería así, que serían jóvenes y felices para siempre.

Dos años después, María dio a luz a su hija Lucía. Su madre la ayudó al principio.

—Estoy agotada… —se quejaba María de que Javier no colaboraba.

—Tu marido trabaja, está cansado. Es el destino de la mujer: llevar la casa y cuidar del niño —decía su madre—. Puedes dormir cuando Lucía duerma. Pero si él no descansa, ¿qué clase de trabajador será?

María se acostumbró a dormir a ratos, incluso a quedarse dormida unos minutos en el banco del parque mientras paseaba el carrito. Cuando Lucía cumplió dos años, la llevó a la guardería y María volvió al trabajo.

—En cinco años me jubilo, Lucía vendrá a vivir con nosotros, y vosotros podéis tener otro hijo —fantaseaba su madre.

Pero al retomar su profesión, María no quiso ni pensar en otro hijo. Tampoco Javier insistió. Así que no hubo más hermanos.

—¿Por qué los hombres engañan? Porque la amante siempre está arreglada y elegante, mientras que la esposa anda por casa despeinada y en bata —le advertía su madre.

María se esforzó para que su marido siempre la viera impecable. Se levantaba temprano para arreglarse antes de que él despertara.

Pero no fue suficiente para salvar su matrimonio. Lucía creció, se independizó, y María notó que Javier cada vez llevaba más vaqueros y sudaderas, en lugar de trajes. Empezó a salir a correr por las mañanas, aunque ya estaba en forma.

—Es lo que se lleva —decía—. Hay que estar al día.

Cuando descubrió rastros de pintalabios en su camisa, lo enfrentó directamente. Sorprendido, Javier balbuceó antes de confesar y pedirle que lo dejara ir.

—¿Acaso te retengo? Vete. Pero no vuelvas.

Ella misma le preparó la maleta, sin derramar una lágrima. Javier se vistió despacio en el recibidor, como esperando que ella se aferrara a él, que le suplicara quedarse.

María se quedó en la puerta, con los brazos cruzados. «Ni lo sueñes», decía su mirada.

Él se fue, y ella volvió al sofá, hundió la cara en aquella almohada dura y lloró como una loba herida. La vida había perdido su sentido. Lloró toda la noche. A la mañana siguiente, decidió tomarse un puñado de pastillas. Incluso tenía el frasco en la mano. Pero antes quiso despedirse de una amiga y la llamó.

Ella intuyó el peligro y acudió.

—No se te ocurra hacer ninguna tontería. Imagínate cómo se sentiría si mueres por él. Todos pensarían que es un hombre tan especial que las mujeres se vuelven locas por él. ¡No le hagas ese favor!

María no tomó las pastillas. Poco a poco, fue recuperándose, aprendiendo a vivir sola. Descubrió las ventajas de la soledad: dormir hasta tarde, ir por casa en pijama, no maquillarse los fines de semana, cocinar menos. Adelgazó, se rejuveneció. Con lo que ahorraba, se compraba ropa nueva. El shopping, como se sabe, es la mejor terapia para una mujer.

Después, Lucía le dio un nieto, David, y con él, un nuevo propósito. A María le encantó ser abuela. Le cantaba nanas, le leía cuentos, hacían castillos de arena juntos.

A veces fantaseaba con que Javier la viera por casualidad y entendiera lo que había perdido. Se imaginaba a él con su nueva esposa. ¿Le haría desayuno o solo le daría un bocadillo? ¿O quizá él le llevaría café a la cama? Su mente le mostraba imágenes de él con un delantal de flores, cocinando o yendo al supermercado.

El dolor era insoportable. Parecía que él también era feliz sin ella.

Un día, mientras paseaba a David por el parque, se sentó a su lado un hombre de su edad.

—Qué buen día, ¿eh? Parece verano, y todavía es abril. Los niños juegan tan bien en el arenero. ¿Es su nieto? Se le parece. La niña de ahí es mi nieta Sofía. ¿Verdad que es preciosa?

No esperaba respuesta. Solo le gustaba que alguien lo escuchara.

—Cuando nacieron mis hijos, mi mujer no me dejaba acercarme, tenía miedo de que hiciera algo mal. Y yo, la verdad, ni me preocupé. No me di cuenta de cómo crecían, no sé cuándo dijeron su primera palabra. No recuerdo nada. Su vida pasó de largo.

Pero cuando mi hijo me dio una nieta, entendí todo lo que me había perdido. No hay nada más bonito que verla crecer. Sé más de ella que sus padres. —Suspiró—.

—Si pudiera volver atrás, todo sería diferente. Nunca ayudé a mi mujer. Y ella nunca se quejó. Murió mi Rosita. Soy viudo.

María pensó en Javier. «¿Y si él también tiene un hijo ahora? ¿Si está haciendo lo que no hizo con Lucía?» El resentimiento le ardía.

Al día siguiente, volvió a encontrarse con aquel hombre en el parque. Esta vez, María le habló sinMaría lo miró con una sonrisa triste, tomó la mano de David y se alejó hacia el arenero, decidida a disfrutar del presente sin mirar atrás.

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