Ayer me pasó algo que aún me tiene las manos temblando. Decidí hacer un pastel para la familia, algo que hacía tiempo no preparaba. El día estaba agradable, tenía buen humor y mi nieta jugaba en la habitación de al lado. Todo estaba listo, solo faltaban los huevos. Abrí la nevera y… ¡vacío! Hace un par de horas estaban ahí. Los había apartado para que nadie los tocara, pero desaparecieron.
Fui a preguntarle a mi nuera, por si los había movido de sitio. Y entonces estalló todo. Me gritó: «¿Es que le niegas los huevos a tu nieta? ¡Esta mañana se comió una tortilla!» Me quedé muda, el corazón me latía de rabia. Le dije: «Eres una tonta…» Sí, me dejé llevar. Fue grosero, pero ¿cómo responder cuando te acusan de egoísta por unos huevos que tú misma compraste?
Y entonces ella soltó: «Voy a comprar mi propia nevera, y así cada uno comerá lo suyo.» ¿Se imaginan? Vivir bajo el mismo techo, en el mismo piso, pero con neveras separadas. Ya no es una familia, es una pensión. ¿Y todo por qué? Porque una madre y abuela se atrevió a preguntar dónde estaban los huevos que había guardado.
No soy joven. Vivo con lo justo, sin lujos. Este piso es lo único que tengo, conseguido con esfuerzo y casi por suerte. Mi pensión apenas alcanza, compro en el mercado buscando ofertas. «Los jóvenes no tienen tiempo», dicen ellos. Mi hijo trabaja de sol a sol para sacar adelante a su familia. No pueden mudarse; el alquiler es caro y la hipoteca imposible. Así que vivimos juntos en un piso de dos habitaciones: mi hijo, mi nuera, la pequeña Laura y yo. Intento no entrometerme, incluso me alegro de tener compañía.
Pero convivir no es solo compartir cocina y baño. Es respeto. Es entender que una persona mayor también tiene sus necesidades, sus costumbres y, por Dios santo, su derecho a hacer un pastel. Y aquí estamos, peleando por dos huevos. No es la primera vez. A veces es la sartén mal puesta, la olla que desaparece o la comida que se come antes de que yo la prepare. Callo, aguanto. Pero esta vez me harté. Porque no son los huevos, ni la nevera, ni el pastel.
Es el trato. Es ese dolor que sientes cuando toda tu vida has cuidado, dado, alimentado, criado… y luego te llaman «egoísta». Y eso que los invité a vivir conmigo, compartí mi casa, juntamos todo lo que teníamos. Ahora me piden que coma aparte, que viva aparte, que no me meta.
Entiendo que somos de generaciones distintas. Ellos tienen su forma de ver las cosas, yo la mía. Pero la familia no son neveras separadas. No es quién comió qué. Es respeto, cuidado y gratitud. No pido reverencias, pero que me acusen de avaricia… duele. Duele mucho.
Ahora pienso: no me volveré a meter. Si se comen algo, pues qué le vamos a hacer. Si no queda, me cocinaré unos garbanzos. ¿Comer juntos? Que coman aparte. Solo que lo sepan: no es porque esté resentida o sea tacaña. Es porque ustedes lo decidieron. Ustedes lo quisieron. Y yo… lo recordaré. Y sacaré mis conclusiones.