Era yo así, solo probando
—No nos incluyáis en el presupuesto común. Nosotros traeremos lo nuestro —escribió Irene en el chat del grupo. —Total, estamos a dieta, comemos como pajaritos…
Y aquello fue la primera señal.
Ana iba en el autobús, con el móvil en una mano. Con la otra, sujetaba una bolsa voluminosa. Releyó el mensaje dos veces. ¿Habría entendido mal? El tono era educado, pero… como si alguien ya estuviese buscando resquicios para escaquearse.
El chat sobre la escapada de mayo no paraba de parpadear en las notificaciones. Hacía poco se habían unido personas nuevas. Esteban e Irene eran amigos de Salvador, un tío respetado y de confianza, veterano en el grupo, así que nadie puso pegas.
El ambiente era cercano y alegre. Todos rondaban los treinta, adultos responsables pero con sentido del humor. Se conocían desde hacía años, así que había muchas reglas no escritas. Y cada uno tenía su papel.
Salvador solía traer a los nuevos. Ana se encargaba de organizar las quedadas y excursiones. Ya había hecho la lista, propuesto la ruta y reservado unas cabañas cerca del bosque, con terraza, merendero y hasta ducha decente. Todos aceptaron y empezaron a hablar de la compra: salchichas, champiñones, carbón, kétchup, vino…
Y entonces, aquello:
—Esteban y yo nos apañamos solos —dijo Irene—. Estamos a dieta, nos preparamos nuestra comida aparte. No necesitamos nada.
Ana respondió con neutralidad: «Vale, como queráis». Y dejó el móvil.
En principio, no era un problema. Vale, alguien come sano, otro sigue la dieta keto. Mientras no beban agua cargada bajo la luna… En el grupo ya había un chico que nunca ponía para la carne porque era vegetariano. Pero siempre traía más verduras de las que podía comer y hacía unos pinchos a la brasa que quitaban el sentido.
Así que las rarezas eran normales. Lo importante era la buena fe. Pero aquel «no nos contéis» le provocó un escalofrío. Había algo… resbaladizo. Pero decidió no sacar conclusiones.
El día de la excursión amaneció de ensueño. Cálido, fresco, con una brisa suave. Todos llegaron a tiempo, trajeron lo acordado, ni siquiera hubo que volver por los pinchos o el sacacorchos. El aroma a pino y el aire puro levantaron el ánimo al instante.
Se instalaron en las cabañas y alguien fue a montar la barbacoa. Irene y Esteban llegaron al atardecer, cuando ya estaba todo listo. Su «provisión» era un paquete con un trozo de queso, unos tomates, pan de arroz y dos cervezas. Ana echó un vistazo y pensó: «Para la cena, quizá. Pero ¿para tres días?».
Se sentaron aparte al principio. Comieron su queso, brindaron, se hicieron fotos al atardecer. Luego se acercaron poco a poco. Media hora después, Esteban ya estaba junto a la barbacoa.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Churrascos? Qué olor…
—Ay, con esta dieta no se puede estar cerca de vosotros —se rio Irene, acercándose más.
Ana miró a Marta, sentada a su lado. Esta se encogió levemente de hombros. Vamos, no íbamos a echarlos, ¿no? En el grupo no se estilaba humillar a nadie, menos a los nuevos.
Para la noche, Irene y Esteban ya comían y bebían como uno más. Reían, contaban chistes, cantaban con la guitarra. Hay que reconocerlo: eran divertidos, simpáticos, nada engreídos. No daban mala espina. Pero a Ana le quedó la sensación de que los habían usado.
Se fue a dormir con esa inquietud. No era enfado. Solo una semilla de irritación. Sus padres siempre le decían: «Si quieres ser parte del grupo, juega limpio y muestra tus cartas». Pero Esteban e Irene habían entrado en el juego guardándose sus fichas. Y luego repartían ganancias.
Aquella primera noche, Ana pensó: «Si se repite, habrá que actuar». Y eso le incomodó, porque no iba a ponerse a educar a adultos. Pero intentó quitárselo de la cabeza. Habían ido a relajarse, no a vigilar platos ajenos. De momento, era solo un detalle raro.
Pero, como demostraron las siguientes salidas, no era un detalle. Era un sistema.
—¿Otra vez hay que poner? Pues nosotros, como siempre. Con nuestras ensaladitas —dijo Irene en un audio, riéndose como si hablase de decorar una fiesta escolar.
Ana lo escuchó yendo al supermercado a por arroz y gas para el hornillo. Calculaba quién pondría el coche, quién pagaría la gasolina, quién llevaría carne, vajilla, café… Y otra vez ese «nosotros, como siempre».
En el último año, hubo cinco «como siempre». Barbacoas en verano en la casa de Marta. Una salida en septiembre a un albergue. Hasta un picnic en el parque con bocadillos. Esteban e Irene siempre aparecían con una bolsita ridícula: dos plátanos, una ensalada de col y un vino barato de oferta.
Y eso sí: nunca compartían, pero nunca se iban con hambre.
—¿Qué tal el vino? —preguntaba Esteban, sirviéndose de la botella que había traído Jorge.
—Intentamos comer solo verduras. Caro, pero sano. Antes tenía la piel seca… Aunque esto solo lo pruebo —murmuraba Irene, haciendo un bocadillo con el jamón de otro.
Al principio, provocaba sonrisas incómodas. Bah, una pareY al final, como siempre, la justicia poética llegó cuando nadie los invitó a la próxima quedada, dejándolos con sus miserias y sus migajas de dignidad.