—Esto lo hago solo para probar —escribió Irene en el grupo de WhatsApp—. No nos incluyáis en el presupuesto común. Nosotros traeremos lo nuestro. Además, estamos a dieta, comemos como pajaritos…
Esa fue la primera señal.
Ana iba en el autobús, sosteniendo el móvil con una mano mientras con la otra apretaba una bolsa voluminosa. Releyó el mensaje dos veces. ¿Sería solo una impresión suya? El tono era educado, pero… parecía que alguien ya estaba buscando resquicios para aprovecharse.
El chat sobre la escapada de mayo no paraba de parpadear en las notificaciones. Hacía poco que se habían unido nuevas personas. Pablo e Irene eran amigos de Miguel, y él era alguien respetado y de confianza dentro del grupo, así que nadie puso objeciones.
El ambiente siempre había sido cálido y cercano. Todos rondaban los treinta y tantos, adultos responsables, organizados, pero con humor. Llevaban años juntos, así que había muchas reglas no escritas, y cada uno tenía su papel.
Miguel solía traer gente nueva. Ana se encargaba de organizar las quedadas y los viajes. Ya había hecho la lista de participantes, propuesto la ruta y reservado unos chalets cerca del bosque, con terrazas, barbacoa y hasta duchas decentes. Todos aceptaron y empezaron a planear la compra: salchichas, champiñones, carbón, kétchup, vino…
Y entonces apareció aquello:
—Pablo y yo no contéis con nosotros —escribió Irene—. Estamos a dieta, nos llevamos nuestra propia comida. No necesitamos nada.
Ana respondió con neutralidad: «Vale, como queráis». Y dejó el móvil a un lado.
No era un problema, en teoría. Cada uno con sus dietas: keto, ayuno intermitente, lo que fuera. Ya tenían a un chico que nunca ponía dinero para la carne porque era vegetariano, pero siempre llevaba tantas verduras que compartía con todos y hacía unos pinchos a la parrilla que quitaban el sentido.
Las rarezas eran normales. Lo importante era la buena voluntad y participar. Pero aquel «no nos contéis» le provocó un escalofrío. Había algo… escurridizo en esa frase. Aun así, decidió no sacar conclusiones precipitadas.
El día del viaje amaneció espectacular: soleado, fresco, con una brisa suave. Todos llegaron puntuales, con todo lo necesario. Ni siquiera tenían que volver por los pinchos, la tabla de cortar o el sacacorchos. El olor a pino y el aire puro levantaron el ánimo de todos.
Se instalaron en los chalets, sacaron sus cosas, y algunos fueron directos a montar la barbacoa.
Irene y Pablo llegaron al atardecer, cuando ya todo estaba organizado. Su «propio» alimento resultó ser un paquete con un trozo pequeño de queso, unos tomates, una caja de tortitas de arroz y dos botellas de cerveza. Ana echó un vistazo mientras lo sacaban y pensó: «Para esta noche quizá…, pero ¿para tres días?».
Se sentaron al principio en un banco, apartados. Comieron su queso, brindaron con sus cervezas y se fotografiaron con el atardecer de fondo. Luego, poco a poco, se fueron acercando al grupo. A la media hora, Pablo ya estaba junto a la parrilla.
—¿Qué estáis asando? ¿Pinchitos? Vaya olorcito…
—Con vosotros no se puede estar a dieta —rio Irene, acercándose más.
Ana miró a Marta, que estaba sentada a su lado. Ella se encogió levemente de hombros, como diciendo: «Bueno, no vamos a echarlos, ¿no?». En el grupo no se solía dejar a nadie en evidencia, menos a los recién llegados.
Para la medianoche, Irene y Pablo ya comían y bebían como uno más. Reían, contaban historias, cantaban con la guitarra. Había que reconocerlo: eran divertidos, cercanos, nada arrogantes. No daban mala impresión… pero en Ana quedó la sensación de que los habían utilizado.
Se fue a dormir con ese malestar. No era enfado, sino la primera semilla de irritación. Sus padres siempre le habían enseñado: si quieres ser parte del grupo, juega limpio y sé transparente. Pero Pablo e Irene habían entrado en el juego guardándose sus cartas… mientras repartían las ganancias.
Esa noche, Ana pensó: «Si se repite, tendré que actuar». La idea la inquietó, porque no le gustaba llamar la atención a adultos como si fueran niños. Pero decidió apartar el malestar. Habían venido a disfrutar, no a fiscalizar los platos ajenos. Era solo una rareza.
Pero, como demostraron los siguientes viajes, no era una rareza. Era una estrategia.
—¿Otra vez hay que poner dinero? Bueno, nosotras como siempre, con nuestras ensaladitas —reía Irene en un mensaje de voz, como si hablara de decorar una fiesta, no de compartir gastos.
Ana lo escuchó justo al entrar en el supermercado, pensando en quién llevaría el gas para la cocinilla, la carne, el café… Y otra vez ese «como siempre».
En el último año, esos «como siempre» se habían repetido cinco veces: barbacoas de verano en la casa de Marta, una escapada en septiembre, incluso un picnic en el parque. Pablo e Irene siempre aparecían con una bolsita ridícula, con su «ración personal»: unos plátanos, ensalada y una botella de vino de oferta.
Pero nunca compartían… y nunca se iban con hambre.
—¿Qué tal el vino? —preguntaba Pablo, sirviéndose de la botella que había llevado Jorge.
—Nosotros nos cuidamos con vegetales, aunque salen caros. Pero mi piel ha mejorado… Bueno, solo probaré un poquito —susurraba Irene, preparándose un bocadillo con el jamón de los demás.
Al principio provocaba risas incómodas. «Vaya pareja…». Quizá tenían problemas económicos, quién sabía.
Luego empezaron los comentarios entre dientes.
—¿Viste cuánto se comieron? —murmuró Marta mientras recogía.
—Pablo fue tres veces a la parrilla. Y se zampó casi toda la ensalada de gambas —respondió Ana, guardando la carne con gesto seco.
Jorge bromeó preguntando cómo medio kilo de carne entraba en su dieta. Marta comentó con sarcasmo que el apetito crece con la abstinencia. Pero Pablo solo se reía. Irene fingía no oír.
A Ana no le gustaban los conflictos, menos aún discutir por comida. Pero cuando Marta le envió una foto del coche nuevo de Pablo e Irene («¡Por fin! ¡Lo conseguimos!»), algo le dio un vuelco. Un SUV blanco, recién salido del concesionario.
Así que dinero sí tenían. Solo que otras prioridades.
Llegó la primavera, y el grupo habló de otro viaje. Esta vez Ana empezó el chat con otro tono:
—Chicos, sin ofender: banquete común, billetera común. —escribió—. Somos adultos. Quién no participa, no come.
Casi nadie respondió. La mayoría dio like, entendiendo el mensaje. Marta envió un sticker con un pulgar arriba.
Solo Pablo no dijo nada. Una hora después, Irene le escribió en privado:
—Creo que esta vez no iremos. Tenemos otros planes. ¡Que lo paséis bien!
Todos lo entendieron.
Ana cerró WhatsApp y respiró aliviada. Al fin, las cosas eran justas. Sin gorrones pegados al grupo.
El ambiente en esa quedada fue distinto. Nadie vigilaba el cuenco de ensalada que antes devoraban los «dietistas». Nadie escondía patatas o frutos secos.
No eran tacaños. Solo sabían cuándo la confianza se convertía en abuso.
—Oye —dijo Jorge, chocando su vaso con el de Ana—. Hoy se respira otro aire.
—No es el aire. Es que ya no hay nadie escondiéndose con lo suyo para coger lo nuestro —respondió ella conEsa noche, mientras el fuego crepitaba y las risas llenaban el aire, Ana supo que algunas personas nunca cambian, pero al menos ahora habían aprendido a cerrar la puerta a quienes solo querían entrar para servirse.