Solo eres útil. Hasta que te necesiten, serás olvidado.

**Diario de Iván**

Hoy fui a buscar a mi mujer a casa de su madre después de otra “pequeña discusión”. Aparé el coche frente a ese edificio antiguo de nueve plantas en Lavapiés, me ajusté el cuello de la camisa y me dirigí al portal. Estaba a punto de tocar el timbre cuando algo llamó mi atención en la ventana del primer piso. El corazón me dio un vuelco.

—¿Mamá? ¿Qué haces aquí? —pregunté, reconociendo a mi madre entre las sombras.

—Baja la voz —susurró Olga Estefanía—, acércate.

—¿Qué pasa? —fruncí el ceño.

—Escúchalo tú mismo —dijo señalando la ventana entreabierta.

Desde el interior llegaban las voces de mi suegra y de mi esposa, Ana. Hablaban sin filtro, como si nada pudiera importarles menos.

—Mamá, deberías haber visto sus caras. Especialmente esa de los ojos llorosos: “¡Fue culpa mía, no cuidé bien al nieto!” —Ana soltó una carcajada—. Todo salió perfecto. Y mi Ivancito es un auténtico regalo: corre a ayudarme como un perrito fiel. Hasta me llevó al hospital. Sabía que si no le presionaba con este “embarazo”, nunca me pediría matrimonio.

—Ana, esto es ruin —objetó su madre con poca convicción.

—No entiendes nada, mamá. Lo importante ahora es conseguir ese piso de tres habitaciones en el centro. Ya les dije que teníamos que vivir juntos, con el “bebé” en camino. Luego, ya encontraremos la forma de sacar a los viejos. Lo bueno es que Iván se traga todo. No es de los que protestan. Se deja llevar… como a mí.

Me quedé clavado, como si me hubieran arrancado el corazón. Cada palabra me quemaba, pero no podía moverme. A mi lado, mamá me apretó la mano con fuerza.

—¿Lo has oído? —preguntó en voz baja.

Asentí. Mi rostro debía estar pálido como la ceniza.

—Vámonos.

Subimos al piso. Toqué el timbre con brusquedad. Ana abrió la puerta, radiante, como si aún saboreara su propia maldad.

—¡Cariño! ¿Tan pronto? —dijo con una sonrisa forzada.

—No digas más. Mañana presento los papeles del divorcio —respondí con calma helada.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Por qué?

—Porque lo he oído todo. Lo del embarazo, lo del piso, lo de que soy tu títere. Gracias por quitarme la venda tan rápido.

Ana intentó hablar, pero las palabras se le atragantaron.

Olga Estefanía solo le lanzó una mirada a su antigua nuera:

—Yo me culpaba. Pensaba que no te había aceptado, que no supe conectar contigo. Pero el corazón de una madre siempre sabe. Solo que no quería verlo.

Nos fuimos. No miré atrás. Sentí un alivio extraño, como si me hubieran quitado un peso de encima. Caminé en silencio, mientras mamá, por primera vez en años, no dijo nada. Solo me apretó la mano. Una compañía muda que valía más que mil palabras.

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