Solo anhelaba descansar.

Todo el pueblo conocía y despreciaba a Jacinto por su carácter insufrible. Estaba casado con Lola, una mujer tranquila pero con un problema: no podía darle hijos. Llevaban doce años juntos y aún no llegaba el deseado heredero.

De repente, como un rayo en cielo despejado, Lola murió. Su madre sabía que su hija arrastraba algún malestar, pero Lola nunca se quejaba.

—Hija, no tienes buena cara últimamente— le decía su madre cuando la visitaba.

—No es nada, mamá. Solo un poco de cansancio, ya se me pasará—contestaba Lola, evitando preocuparla.

Nunca se quejaba, menos ante su marido, que odiaba escuchar cualquier dolencia.

—No finjas, ya conozco a las mujeres. Siempre tenéis algo, solo buscáis escusas para no trabajar— gruñía Jacinto.

Tras el funeral, pasó un año. Jacinto vivía solo, pero la idea de volver a casarse no lo abandonaba. Se fijó en Alba, una joven callada, trabajadora y sin pretensiones. Un día, la interceptó cerca de su casa.

—Alba, ven aquí— la llamó con brusquedad.

Ella, sorprendida, se acercó.

—Buenos días— murmuró.

—Oye, me he fijado en ti. ¿Te casarías conmigo? Tengo una buena casa, no nos faltará de nada— dijo él sin rodeos.

—No sé… debo hablarlo con mi madre— balbuceó Alba, ruborizada.

Al llegar a casa, lo contó:

—Mamá, creo que me voy a casar.

—¿Con quién? ¿Con Jacinto? ¡Es mayor que tú y de mal genio! Dicen que mató a Lola a puro trabajo…

—Quizá son habladurías. No tengo pretendientes, y los años pasan…

Al final, Alba se casó con Jacinto. El pueblo no dejaba de hablar: unos la compadecían; otros decían que Jacinto había tenido suerte con una mujer sumisa.

Y así fue. Jacinto seguía siendo hosco, incluso con la suegra, a quien prohibía visitas frecuentes.

—¡Es un tirano!— lamentaba la madre de Alba cuando esta iba a escondidas a verla.

—No te preocupes, mamá. Rezo por paciencia—decía Alba.

Con los años, Alba dio a luz a dos hijos. Jacinto no los maltrataba, pero les gritaba constantemente. Los niños aprendieron a evitarlo.

—Es mejor no estar cerca cuando está de mal humor— les aconsejaba Alba.

Con el tiempo, los hijos se fueron a la ciudad a estudiar y trabajar. Jacinto, borracho y amargado, maldecía a todos.

—¡Me tenéis harto! ¡Nadie me respeta!— gritaba.

Alba ya ni respondía. Lo soportaba en silencio.

Un día, al volver de ordeñar las vacas, encontró a Jacinto en el suelo, paralizado. El médico dijo:

—Es un derrame cerebral. Necesitará cuidados.

De hombre violento, pasó a ser un inválido. Alba lo cuidó sin quejarse, aunque su madre le decía:

—Hija, antes pudiste irte… ahora es una carga.

—Es mi cruz, mamá— respondía Alba.

Jacinto murió al año y medio. Los hijos, ya casados, volvieron para quedarse con Alba, quien al final se mudó con su madre, anciana y enferma.

Nadie recordaba a Jacinto. Alba veía con alivio que sus hijos no habían heredado su carácter. Los nietos le daban alegría, y su vida, por fin, encontró paz.

Moraleja: La paciencia y el amor silencioso pueden vencer hasta la más oscura amargura.

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MagistrUm
Solo anhelaba descansar.