Hace mucho tiempo, en un pequeño banco de la plaza de Lavapiés, aquel lugar solía estar lleno de vida en verano. Los jóvenes comían helados, reían y discutían sobre películas y juegos. En otoño, los obreros con chalecos anaranjados y polvorientos venían a descansar, a hablar de quién se había casado, quién había dejado el trabajo o quién estaba agotado. Pero ahora era febrero. Gris, helado, silencioso. El banco estaba vacío, salvo por Lucía. Envuelta en su bufanda como en un capullo, escondida del mundo.
El viento arrancaba las últimas hojas secas de los árboles, silbaba en los oídos y se colaba hasta los huesos. Pero ella no se movía. Se quedaba sentada, mirando fijamente el suelo, como si bajo el hielo y la sal estuviera la respuesta. Un sentido. O al menos una pausa.
A su lado había una bolsa de plástico, de esas que traen los yogures. Su desayuno, tragado sin pensar, sin sabor, sin ganas. Faltaban cuarenta minutos para la consulta del médico. No quería ir. Tampoco deseaba volver a casa. En realidad, no tenía adónde ir. Solo quería quedarse allí, sin que nadie la tocara, sin preguntas, sin miradas.
El día anterior, en el ambulatorio, le habían dicho: *«Nada grave. Estrés. Cansancio. Descansa un poco»*. El médico habló con esa indiferencia rutinaria. La enfermera revolvía papeles. Y ella asentía, como siempre. Como en casa, como en el trabajo. Salió sin saber adónde ir. Ya no se sentía dentro de la vida, sino al otro lado, como detrás de un cristal: veía, pero no podía tocar.
Cada mañana despertaba con un nudo en la garganta y el deseo de desaparecer. No morir. Solo volverse invisible: en la calle, en el metro, en los pasillos del instituto. Que nadie le preguntara: *«¿Dónde estabas?»*, *«¿Por qué no llamas?»*, *«¿Qué te pasa que estás tan callada?»*
En casa, su hijo adolescente apenas hablaba. Sus conversaciones se resumían en: *«¿Has comido?»* —*«Sí»*. Su marido apenas decía nada. Un silencio que crecía como un muro, grueso, sordo, impenetrable. Ni siquiera las miradas lo atravesaban. No discutían. Simplemente, se habían dejado de querer, como si el amor se hubiera evaporado, dejando solo vacío.
Y el trabajo: la contabilidad de un colegio. Nadie la molestaba. En teoría, un alivio. Pero en ese silencio, a veces quería gritar. A pleno pulmón. Hasta quedarse ronca. Hasta que le doliera.
Alguien se sentó a su lado. Un anciano. No preguntó. Solo ocupó su lugar. Llevaba un abrigo arrugado y un gorro de lana. En las manos, un periódico viejo, doblado como los guantes al final del invierno. Lo desplegó con un gruñido, como si luchara contra el viento. Aclaró la voz:
—Hoy corre un aire que cala hasta los huesos.
Ella asintió levemente, sin mirarle. El frío era intenso, pero no era eso lo que la helaba.
Pasaron unos minutos.
—¿Y usted por qué está tan…? —hizo una pausa— como si no estuviera aquí del todo.
Lucía esbozó una sonrisa. La primera en dos días.
—Estoy aquí. Solo que no tengo con quién hablar.
—Ajá —asintió él—. Lo entiendo. Después de que murió mi mujer, así me sentía. Todo sigue igual, pero nadie está. Luego pasó. No sé si fue acostumbrarme al perro, o si el alma se secó. O tal vez aprendí a hablar solo. Aquí, en el banco, es más fácil.
Ella giró la cabeza hacia él.
—¿Y cuánto hace que está solo?
—Ocho años. Al principio contaba los días. Luego dejé de hacerlo. Solo recuerdo su cumpleaños. El mío ya ni lo celebro.
Lo miró bien. Un rostro común, arrugas junto a los ojos. Una mirada cálida, discreta, viva. Como una manta vieja: sencilla, pero familiar.
—¿Y usted a quién espera aquí?
El hombre sonrió, casi con ironía.
—A nadie. Aquí las paredes no aprietan. En casa sí. Pero aquí… hay aire, gente que pasa, alguno pasea al gato, otro come pipas. A veces alguien se sienta. Hablamos. O callamos. También es una conversación, si se calla bien.
Quedaron en silencio, pero ya no era un silencio vacío. Estaban juntos. Pasaron unos diez minutos sin moverse. Los árboles crujían, alguien pasó corriendo, un perro ladró a lo lejos. Y entonces Lucía lo sintió: algo se movió dentro de ella. No era dolor. Ni alivio. Solo vida. Una pequeña grieta, invisible hasta que la notas.
—He pensado —dijo en voz baja— que a veces no hace falta un médico. Basta con alguien. Alguien que se siente a tu lado. Que no pregunte. Que no exija explicaciones. Que simplemente esté.
El viejo no contestó. Solo posó el periódico sobre sus rodillas y lo alisó con la palma de la mano, lentamente, como si acunara algo. En su silencio no había indiferencia, sino aceptación.
Al final, no fue a su cita. Se quedó allí, hasta que llegó el autobús. Entonces él se levantó, hizo un leve gesto de despedida y se alejó sin mirar atrás, con esa leve curvatura en la espalda. Y ella se quedó.
Pero ya no era la misma.
A veces, lo único que necesitamos es alguien. No un ser querido. No un amor eterno. Solo alguien que se siente a tu lado y no te deje desaparecer en tu propio silencio. Alguien que te vea, sin juzgar, sin preguntas. Que simplemente esté ahí.
A veces, eso es suficiente.