**A la tercera va la vencida**
¿Cuánta amargura hay que probar, cuántas pérdidas sufrir, para al fin encontrar la felicidad verdadera?
Eso se preguntaba a menudo Ana. A sus cuarenta y ocho años, seguía aguardando algo bueno, sin perder la esperanza. Su vida no había sido fácil, pero nunca se dejó vencer por el desánimo. Sin embargo, aquella noche, la desgracia llamó a su puerta. De pie, intentando no pestañear, miraba las llamas que devoraban su hogar. Las chispas volaban hacia el cielo oscuro, iluminando a los vecinos que se habían congregado. Ya llegaban los bomberos con su camión rojo.
**Pérdida total**
Los bomberos desenrollaron rápidamente la manguera, y un potente chorro de agua se enfrentó al fuego. El humo se espesó, y Ana, cubriéndose la nariz con un pañuelo, contemplaba con horror los restos de su vida. Todo se había reducido a cenizas: los muebles, la cocina, los recuerdos. No hubo tiempo de salvar nada. La casa donde había vivido más de veinticinco años ya no existía.
—Ana, ven conmigo. Tu Sebastián ya está en mi patio con mi marido —la animaba Valentina, su vecina y amiga de tantos años, tirándole suavemente del brazo.
—Ahí sentado, como si nada, cuando por su culpa nos hemos quedado sin nada. Por suerte lo desperté a tiempo, pero apenas… —susurraba Ana mientras las lágrimas le caían por las mejillas—. Ay, Vale, solo ahora me doy cuenta de lo apegada que estaba a todo lo que había allí —dijo señalando los escombros—. Las fotos, los recuerdos…
—Tranquila, Ana. Aún no tienes cincuenta, eres joven —intentaba consolarla su vecina.
Entraron al patio de Valentina, donde Sebastián, el marido de Ana, y Juan, el dueño de la casa, estaban sentados. Sebastián, aún aturdido por la noche anterior, parecía haber reaccionado ante el susto del incendio.
—Ana, ¿qué pasó? —preguntó confundido—. ¿Cómo empezó el fuego?
—¿Cómo? Pues porque te quedaste dormido con el cigarrillo en la boca. Cayó bajo la cama, y cuando te desperté, ya salían llamas —respondió ella entre lágrimas—. ¡Cuántas veces te lo advertí! Y ahora esto…
Sebastián, cabizbajo, también lloraba. Sus ojos vidriosos miraban hacia lo que quedaba de su hogar, la casa que él mismo había levantado años atrás.
—Ana, perdóname, por lo que más quieras. No volveré a beber, te lo juro —dijo, persignándose—. Iremos a la casa de mis padres. No es gran cosa, pero la arreglaremos. Te lo prometo.
Sus padres, antiguos bebedores, habían fallecido años atrás, dejando la casa abandonada. Ana y Sebastián buscaron algo entre los escombros, pero no encontraron nada. Él cumplió su palabra. Desde ese día, no volvió a tocar el alcohol, como si el trauma lo hubiera cambiado.
**Solo quedaban recuerdos**
Ana, de vuelta del mercado, se detuvo frente a los restos de su hogar. Los recuerdos la invadieron, y se sentó en el banco que milagrosamente había resistido al fuego. Veinticinco años de vida con Sebastián en aquella casa. Recordó la alegría de estrenarla, de elegir papeles pintados, muebles, pintura. Cada Navidad, Sebastián traía un enorme abeto, y todos lo decoraban entre risas. ¡Cómo disfrutaban sus hijas! El primer día del año corrían a ver qué les había dejado el Tío de Nadal bajo el árbol.
—Cuántos secretos infantiles y risas guardaron estas paredes —pensó Ana—. ¿Y los míos? Aquí crecieron mis hijas, hasta que volaron hacia sus propias vidas.
**Matrimonios fallidos**
Ana tuvo dos hijas, casi de la misma edad, de su primer matrimonio. Se casó joven con Enrique, cuando aún no entendía bien la vida. Pronto descubrió que eran muy diferentes, incapaces de construir una vida en común. Él era irresponsable, inmaduro. Ana quedó embarazada rápidamente, mientras él seguía saliendo de fiesta. Aun así, tuvo dos niñas, esperando que él cambiara. Vivían en un pueblo pequeño, donde Enrique era bien conocido por sus juergas.
—¿Cambiar? ¡Ja! —murmuró Ana en voz alta, sin darse cuenta—. Debí escuchar a mi madre.
Enrique tenía una moto. Una noche, volviendo de casa de sus padres, chocaron. Él murió al instante; ella pasó meses en el hospital. Por suerte, se recuperó. No quería que sus hijas quedaran huérfanas.
Eran los noventa, y Ana perdió su trabajo. Decidió mudarse al pueblo con su madre. Cerca vivía Sebastián, cuyos padres bebían demasiado, y a veces él también.
Un día, al verla con sus hijas, se enamoró de ella. Era guapa, jovial. Se acercó y le pidió salir a pasear.
—Ana, ¿vamos a dar una vuelta? Tengo muchas cosas que decirte.
Caminaron, hablaron, pero no duró mucho.
—Cásate conmigo —le dijo—. Te quiero mucho, y a tus hijas las trataré como mías. Ya estoy construyendo una casa para nosotras.
Y ella aceptó. No lo amaba, pero quería un hogar para sus hijas. Sebastián era trabajador, cariñoso. Pero sus padres lo arrastraban a la bebida, y poco a poco él también cayó. Ana sufrió mucho, quizás él buscaba olvidar que ella no lo amaba.
—¿Por qué la vida me trata así? —pensó Ana, sentada en el banco—. ¿Cuándo seré feliz? Al menos mis hijas son buenas personas, y tienen su vida hecha.
**Otra desgracia**
Pero el destino aún no había terminado con ella. Después del incendio, Sebastián dejó de beber, arreglaron la vieja casa de sus padres. La vida parecía mejorar. Hasta que, de pronto, algo falló en su cuerpo. Un derrame cerebral, y poco después, Ana lo enterró.
Los días grises volvieron: trabajo, casa, soledad. Solo la visita de sus hijas y nietos la alegraba.
Un día, antes de Navidad, fue a la ciudad a comprar regalos. Cargada con bolsas, iba hacia la parada del autobús cuando vio un taxi. El conductor, un hombre amable y bien parecido, habló con ella durante el trayecto. Al llegar, le dio su tarjeta.
—Por si necesita un taxi otra vez —dijo sonriendo—. Me llamo Mateo.
Ana la guardó y la olvidó. En Navidad, sus hijas y nietos llegaron. Fue una noche feliz, con risas, luces y fuegos artificiales.
Al marcharse, su yerno entró preocupado:
—¡El coche no arranca! Con los niños, no podemos ir en autobús… ¿Llamamos un taxi?
Ana recordó a Mateo. Él contestó enseguida y accedió a llevarlos.
—Ana, ¿por qué no viene usted también? —propuso él—. La traeré de vuelta.
Aceptó. Durante el viaje, Mateo bromeaba, incluso su nieto pequeño se rió con él.
—Mamá, qué hombre tan agradable —le susurró su hija al oído—. Fíjate bien.
Mateo, observándolos, sintió envidia de su cariño. Ocho años atrás, le habían comunicado que su esposa e hija murieron en un accidente de autobús. Desde entonces, ninguna mujer había entrado en su corazón.
Hasta que vio a Ana. Se parecía a su difunta esposa: cabello castaño ondulado, rasgosY así, entre risas y lágrimas, Ana y Mateo encontraron en sus heridas pasadas la fuerza para construir juntos un nuevo amor, demostrando que incluso después del invierno más largo, la primavera siempre llega.