Soledad
Dame el anillo, el caballero está listo para casarse y ella lo rechazó. Mejor una sola que un servicio gratuito de años sin fin.
¿Qué, una y otra, Crisanta? le decía su madre. Un hombre no debería estar solo; la mujer siempre tiene que estar al lado del marido. De lo contrario, todo está torcido. Y si nadie lo mira, la soledad se vuelve pesada, ¿sabes?
¿Cuál? replicó burlona Crisanta, harta de sus propias quejas, que cansaban a su familia.
La soledad es una cargale contestó con una sonrisa melancólica su hermana Marta, sin percatarse del remordimiento que se asomaba. Es como cuando quieres dar agua a alguien y el niño dice que su vaso está vacío.
¿Dónde?se rió Crisanta sin aliento.
¿Dónde, dónde? ¡En Cartagena!finalmente comprendió que su hermana se reía sin razón, y Marta le lanzó una reverencia. Todo te parece una tragedia y yo solo te cuido. Una sola es difícil, pero el alma se vuelve ligera con compañía. Hablemos, ¿vale? El hombre es bueno, pero quien no se mueve pronto, pronto se queda atrás
Crisanta llevaba ya diez años en la adolescencia. Su primo, llamado Damián, con quien había crecido, había desaparecido hacía una década y vuelto sin avisar. Una sola vez apareció, pero de forma esporádica. Cuando Crisanta se enteró, le ofreció a su esposo una habitación doble y luego, de paso, dos cuartos. El marido, aunque intentaba convencerla de que una vez basta y no hay nada extraño sin compañía, se frustraba con sus propias lágrimas masculinas, y Crisanta se sentía desolada. El divorcio había sido inevitable.
El marido se marchó cortésmente, dejando la casa a su exmujer y a sus dos hijos menores. Los niños crecieron y se fueron a sus torres. El hijo mayor se instaló y trabajó en Sevilla. La hija, pronto casada, se mudó al extranjero con su marido. Crisanta quedó sola en un pequeño piso céntrico de Madrid, muy cálido y acogedor.
Su vida solitaria no le molestaba. Consiguió un empleo como recepcionista, un buen sueldo y la posibilidad de vivir conforme a sus deseos, recibiendo a niños y a su hermana Marta de visita. Aún sin gran intelecto, siempre hallaba ocupaciones y vivía sin aburrimiento. Leía mucho, nadaba, asistía a clases de yoga, amaba viajar y, de vez en cuando, participaba en obras de teatro con amigos. En conjunto, vivía satisfecho.
Hasta que su hermana Marta, sin decidir su destino, le propuso una solución
Escucha, Crisanta. Un buen hombre, aunque todavía joven, tiene sesenta y uno años. Lleva siete años sin pareja. Una casa grande, buena, con huertos, gallinas, cerdos, ovejas y vacas, nada de falta. ¡Es una alimentación sana! Leche, huevo, carne. Vivirás cien años y no te faltará nada. Además, el hombre es simpático, educado y habla como de libro Crisanta, al menos inténtalo. ¿Nos conocemos? dijo Marta al llegar, mientras Crisanta se resistía.
Vale, Marta, conoceré a mi vecino, el granjero. Pero no prometo nada.
Los asuntos del campo no cambian, como dice el refrán. Así Marta no intentó guardar el negocio en una caja larga, sino que organizó rápidamente una reunión con el caballero.
Ese caballero resultó bastante atractivo. Fuerte, musculoso, bien vestido y de aspecto robusto. Tenía manos de labrador, uñas cuidadas. Se presentó pulcro, aunque algo serio, y con un humor seco. Su nombre, típico y fiable, era Iván.
Al segundo encuentro, Marta se fijó en Iván Katriñán. Pensó que tal vez la hermana tendría razón y necesitaba un alma compañera. Iván parecía dispuesto a hacer la unión, pero él también quería que la vida se organizara con una granja. Tenía dos trabajadores, dos rostros de origen asiático, y su negocio prosperaba. Sólo faltaba que la llamada al teléfono respondiera con carne, leche o huevos. Al final, parecía que Crisanta también era parte del negocio de Iván
Mira, Katia, cuántas cosas tengo. Necesito una esposa que ayude. Los trabajadores son buenos. Pero como dicen, si quieres hacerlo bien, hazlo tú mismo. Tú serás la esposa, no perderás nada, lo controlarás todo. Necesitas manos femeninas para ordeñar vacas, cuidar cabras, recolectar huevos. La casa sin esposa es un desastre. Yo sé lo que hago, pero la vista masculina será mejor. dijo Iván.
Crisanta volvió a casa pensativa. ¿Para qué todo eso? Tenía una granja preciosa en la ciudad, un trabajo rentable, una pequeña casa de campo donde quería cultivar verduras y descansar en el porche, y la granja era suya. Había comprado un coche hace ocho años. ¿A dónde iría, qué cosecharía, para qué limpiar los corrales y alimentar a los gansos sin luz ni calor?
Mientras tanto, debía preparar la comida para su marido, hacer la compra, pagar la factura, y mantener la casa limpia. Claro, los ingresos del negocio eran buenos, pero aún vivía con cierta dificultad. La pensión le alcanzaba, aunque necesitaba algunos ahorros. Todo eso era necesario para una vida cómoda.
Al fin, escuchó a su hermana Marta, que la llamaba por teléfono:
Marta, no me ofendas. Prefiero rechazar la propuesta de Iván. No necesito a ese hombre trabajador; él solo busca fuerza, no cariño. No voy a casarme por obligación.
Marta, algo triste, respondió:
Entiendo, Crisanta. No quiero que sufras. Prefiero quedarme sola. A veces el agua que se ofrece no es para todos
Crisanta escribió a Iván un mensaje de texto, explicándole que no buscaba más encuentros y que sus intenciones habían cambiado. Iván, tras varios intentos, dejó de responder. Al día siguiente, Crisanta se levantó a las ocho de la mañana, se arregló, tomó un café con su perro y miró por la ventana. Pensó que hacía mucho que no veía a sus hijos; debía visitar al hijo y a la hija para el día del cumpleaños. También necesitaba comprar una bolsa para el abrigo de invierno y llamar a su vecina Leonor para organizar una reunión.
Y mientras reflexionaba, comprendió que todo estaba bien cuando cada uno vive según sus posibilidades y no intenta ser el héroe egoísta de su propia historia. El verdadero egoísmo, a veces, es necesario para cuidar de uno mismo.
Al final, Crisanta entendió que la soledad no es una condena, sino una oportunidad para conocerse, valorar la compañía auténtica y decidir con libertad. La lección quedó clara: mejor estar solo y feliz que acompañado pero infeliz.







