**Diario de Valentina García**
Hoy cumplí setenta años. La mesa del salón está puesta con el mantel de hilo, el que solo saco en ocasiones especiales, y la vajilla buena. Todo el día cociné los platos favoritos de mis hijos: la tortilla de patatas para Miguel, las croquetas para Irene y el pastel de chocolate para Carlos. Pero al final, solo vino Luisa, mi hija pequeña, y ni siquiera levantó la vista del móvil mientras comía.
—Mamá, no te pongas así —dijo impaciente—. Tienen cosas que hacer. Carlos está en Málaga por trabajo, Irene tiene problemas en la oficina y bueno, ya sabes cómo es.
—¿Qué cosas son más importantes que tu madre? —pregunté, apretando la servilleta entre los dedos.
Luisa se encogió de hombros.
—La vida, mamá. No es que lo hagan a propósito.
Cuando se marchó, me quedé sola con el silencio de la casa, roto solo por el tictac del reloj de pared. El mismo que me regaló mi marido, Javier, hace cuarenta años. Cuántas celebraciones habíamos vivido en esta casa: bautizos, comuniones, navidades… Ahora, ni siquiera se acuerdan de mi cumpleaños.
Al día siguiente, vino mi vecina Carmen con un ramo de claveles.
—Feliz cumpleaños atrasado, Valen —me dijo—. Perdona que no viniera ayer, es que los nietos tienen partido de fútbol.
Le sirví té y corté un trozo del pastel que nadie había probado.
—¿Vinieron tus hijos al final? —preguntó, aunque ya lo sabía solo con mirarme.
—Cosas de ellos —respondí.
Carmen dejó la taza y me miró seria.
—Diles lo que sientes. Si no se lo dices, no lo entenderán nunca.
¿Para qué? Son mayores, deberían saberlo sin que yo tenga que explicarlo. Pero Carmen tiene razón: no lo saben. O no quieren saberlo.
Por la tarde, llamó Irene.
—Mamá, perdona lo de ayer. Es que los niños están con fiebre y no podíamos dejar solos.
—No pasa nada, cariño —mentí.
Al colgar, me senté junto a la ventana y miré a los niños jugando en la plaza. Riendo, corriendo, sin pensar en nada más. Qué fácil era todo antes.
Hoy, Carlos apareció en mi puerta con regalos: un juego de café, un albornoz y una caja de turrón.
—¿Te enfadaste por lo del cumple? —preguntó, incómodo.
—No me enfadé. Me entristeció.
Me miró confundido.
—¿Por qué?
—Porque pasáis años sin preguntarme cómo estoy. Solo llamáis cuando necesitáis algo: que cuide a los nietos, que os ayude con la compra… ¿Alguna vez pensáis en mí como algo más que vuestra madre?
Carlos se quedó callado. No tenía respuesta.
Al día siguiente, fui al centro cultural del barrio. Taller de pintura, baile, costura… La chica de recepción me sonrió.
—¿Qué le gustaría probar?
—No lo sé —confesé—. Hace tanto que no hago nada solo por mí…
Empecé con pintura. Los trazos eran torpes, pero me sentí viva. Allí conocí a Rosario, otra abuela como yo, olvidada entre recados y nietos.
—Mis hijos creen que con llamar el día de mi santo ya cumplen —me dijo mientras tomábamos café—. Como si el cariño se midiera en minutos.
Esa noche, Luisa me llamó alarmada.
—Carlos me contó lo que hablasteis. ¿Estás enfadada con nosotros?
—No. Solo cansada de ser invisible.
Hubo un silencio.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Que me veáis. No solo cuando os convenga.
Hoy he comprado un billete de tren a Valencia. Iré sola, por primera vez en mi vida. Por fin, viviré para mí. No sé si mis hijos lo entenderán. Pero ya no importa. La soledad duele menos cuando aprendes a llenarla con cosas que te pertenecen.