**Sola entre los suyos**
—Mamá, ¡pero qué tanto te preocupas! —exclamó Lucía con fastidio, sin levantar la vista del móvil—. Qué más da que no vinieran a tu cumpleaños. La gente tiene sus cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Valentina en voz baja, apretando una servilleta entre sus manos—. Sofía prometió venir con los niños, Jorge también dijo que se libraría. Y hasta Miguel aseguró que ya había comprado el regalo.
—¿Y qué? —Lucía apartó por fin la mirada de la pantalla—. Sofía está con los niños enfermos, Jorge tiene problemas en el trabajo y Miguel se quedó atrapado en un viaje. Nadie lo ha hecho adrede.
Valentina continuó poniendo la mesa en el salón en silencio. El mantel más bonito, la vajilla buena, la que solo sacaba en ocasiones especiales. Setenta años… ¿acaso no era una ocasión especial? Había estado toda la semana comprando ingredientes, cocinando desde primera hora los platos favoritos de sus hijos. Ensaladilla rusa para Sofía, patatas con setas para Jorge, el pastel de milhojas para Miguel.
—Lucía, ¿y si les llamamos otra vez? —rogó—. Quizá aún puedan venir.
—Mamá, ¡basta ya! —Lucía se levantó de la mesa—. Tengo que irme. Alejandro está solo con los niños, se cansará.
—Pero si ni siquiera hemos comido bien…
—¿Y qué hay? Unos cuantos entrantes. Ya comeré bien en casa.
Valentina observó cómo su hija pequeña recogía el bolso. Rápida, con prisa, como si temiera llegar tarde a algo importante.
—Bueno, mamá, no te pongas triste. La próxima vez se juntarán todos, ya verás.
Un beso en la mejilla, el portazo. Valentina se quedó sola ante la mesa puesta para seis.
Permaneció sentada mucho rato, mirando los platos vacíos. En el piso solo se escuchaba el tictac del reloj de pared. El mismo que su difunto marido le regaló al cumplir treinta. ¡Cuántas celebraciones habían compartido en esa mesa! Cumpleaños, Nochebuena, graduaciones, bodas…
Se levantó y empezó a recoger. Guardó la ensaladilla en un táper —mañana se la daría a su vecina Carmen—. Las patatas con setas también al frigorífico. Cortó el pastel en trozos y lo guardó. Demasiados trozos.
Cuando terminó, se sentó en el sillón favorito de su marido y sacó el móvil. En la pantalla brillaban mensajes sin leer.
*«Mamá, ¡feliz cumpleaños! Perdona que no haya podido ir. Los niños están malos, con fiebre alta. Nos vemos el finde. Besos.»* De Sofía.
*«Feliz cumple, mamá. Problemas en el trabajo, me pueden echar, no me distraigo. El regalo te lo lleva Lucía. Cuídate.»* Jorge, como siempre, escueto.
*«Mamita, ¡feliz aniversario! Me quedé en Bilbao, cancelaron el vuelo. Lo compensaré cuando nos veamos. Te quiero.»* Miguel, el pequeño.
Todos se disculpaban, todos la querían, todos vendrían… después. Valentina guardó el teléfono y cerró los ojos. El cansancio la abrumó de repente, pesado y pegajoso.
Al día siguiente, la despertó el timbre. En la puerta estaba Carmen, su vecina, con un ramo de claveles.
—Valentina, ¡feliz cumple! —sonrió—. Perdona por no venir ayer, fue el torneo de fútbol de mi nieto.
—Gracias, Carmencita —aceptó las flores—. Pasa, tomaremos algo.
—¿Y qué tal la fiesta? ¿Vinieron tus hijos?
Valentina puso la tetera y calló. Carmen lo entendió sin palabras.
—¿Otra vez no pudieron?
—Cosas de ellos —contestó Valentina en voz baja—. El trabajo, los niños enfermos…
—Valentina, ¿les dijiste lo importante que era para ti?
—¿Para qué? Ya no son niños, deberían entenderlo solos.
Carmen negó con la cabeza.
—Deberían, pero no lo hacen. Los míos son igual. Hasta que no les hablas claro, no se enteran.
Bebieron té con los restos del pastel de milhojas. Carmen lo elogió, pidió la receta, habló de sus nietos. Valentina escuchaba y pensaba que con su vecina hablaba más fácil que con sus propios hijos.
—Oye, ¿por qué no buscamos algún taller? —propuso Carmen—. O apuntarnos al centro de jubilados. Hay baile, coro…
—¿Yo? No estoy para eso.
—¿Y para qué estás? Tus hijos ya son mayores, viven su vida. ¿Por qué no vives la tuya?
Después de que Carmen se fuera, Valentina reflexionó sobre sus palabras. ¿Vivir para sí misma? ¿Cómo se hacía eso? Toda su vida había sido para otros. Primero sus padres, luego su marido, luego sus hijos. Incluso después de enviudar, seguía viviendo para ellos. Cuidaba a los nietos, cocinaba, lavaba la ropa que le dejaban…
Por la noche llamó Sofía.
—Mamá, ¿qué tal? ¿Cómo fue tu cumple?
—Bien —respondió Valentina.
—Lucía me dijo que estuvisteis solas. Ya te expliqué, aquí es un caos. Lucas con fiebre, Martina tosiendo. Llamamos al médico.
—Lo entiendo, hija. Los niños son lo primero.
—Mamá, no digas eso. Sabes que te quiero. Solo fue mala suerte.
—Lo sé.
—Oye, ¿podrías venir el sábado? A quedarte un rato con ellos. Tengo cita médica y no me dejan ir con niños enfermos.
Valentina guardó silencio un instante.
—Sí, iré.
—¡Gracias, mamá! ¡Eres la mejor!
Tras colgar, Valentina se sentó junto a la ventana y miró el patio. Los niños jugaban en el arenero, las madres charlaban en los bancos. Una escena cotidiana, pero hoy le parecía ajena, lejana.
El sábado fue a casa de Sofía. Los niños seguían enfermos, aunque mejorando. Lucas estaba irritable, demandando atención. Martina se aferraba a su abuela, pidiéndole cuentos.
—Abu, ¿por qué no vienes todos los días? —preguntó Martina, acomodándose en su regazo.
—¿Para qué todos los días?
—Para estar juntas. Mamá siempre está ocupada, papá en el trabajo. Contigo es divertido.
Valentina abrazó a su nieta con fuerza. Al menos alguien la necesitaba.
Sofía volvió al cabo de tres horas.
—¡Mamá, mil gracias! —parecía exhausta—. El médico dijo que no es nada, un simple resfriado.
—Me alegro.
—Oye, ¿podrías venir mañana también? Tengo que trabajar, y Sergio sale de viaje.
—Mañana es domingo.
—Sí. ¿Y?
Valentina quiso decir que también quería descansar. Que ella también necesitaba tiempo. Pero miró el rostro cansado de su hija y asintió.
—Vale, iré.
En el autobús de vuelta, recordó las palabras de Martina. *«¿Por qué no vienes todos los días?»* ¿Y por qué no? ¿Qué la retenía en casa? Un piso vacío, la tele, las llamadas esporádicas de sus hijos…
En casa le esperaba una sorpresa. En la puerta estaba Jorge, su hijo, con una bolsa de regalos.
—¡Hola, mamá! —la abrazó—. Perdona lo de ayer. Ando hasta arriba.
—No importa, hijo. Pasa.
Jorge entró en la cocina y dejó laJorge la miró con ojos húmedos mientras le entregaba una llave, susurrando: “Mamá, he reservado un viaje para ti a Mallorca, porque aunque no lo digamos, todos necesitamos aprender a quererte como mereces, no como nos conviene”.