Sofía corría de una habitación a otra, intentando meter en la maleta las cosas más necesarias. Sus movimientos eran frenéticos y agitados, como si alguien la persiguiera.

Araceli corría de una habitación a otra intentando meter en la maleta lo indispensable. Sus movimientos eran frenéticos, como si alguien la persiguiera. El aire salía con un silbido de sus pulmones y sus dedos no lograban cerrar la cremallera de la bolsa repleta. Hace una hora recibió una llamada del centro de salud: la voz sorprendida del director del Hospital Universitario La Paz intentaba comprender el motivo del despido repentino. La liberaron sin preguntas, pero quedó una ola de incomprensión en el aire, y Araceli no tenía fuerzas ni ganas de responder.

No quiso explicar nada. Decir en voz alta lo que había ocurrido le resultaba insoportable.

En su recuerdo surgía la historia de su encuentro con Carlos, pintada con colores vivos pero ahora amargos. Se conocieron cuando Araceli aún hacía prácticas en el Hospital La Paz. La chispa que surgió entre ellos se encendió en un fuego arrebatador. No tardaron en celebrar una boda sencilla pero sincera. Después Araceli ingresó al centro de salud y ambos decidieron ponerse de pie primero, construir una carrera y, después, pensar en hijos. Primero: estabilidad. El resto, más adelante.

Pero el tiempo pasó y, sin aviso, todo se volvió no es momento.

Araceli a veces insinuaba con naturalidad a su marido que anhelaba escuchar risas infantiles en casa, pero él siempre la desechaba, hablando de inestabilidad y dificultades. Ahora, al rememorar esos momentos, sentía un nudo caliente y pesado en la garganta.

Su mundo lo arruinó su amiga Verónica, la misma en quien Araceli confiaba todos sus secretos y sueños. Ayer, con una crudeza dolorosa, comprendió que Verónica nunca había sido una verdadera amiga.

Cancelaron su turno nocturno en el último minuto y, al ver la oportunidad de preparar una pequeña sorpresa, decidió volver a casa mucho antes. Insertó la llave en la cerradura, abrió la puerta y quedó paralizada en el umbral, como si le hubieran dado un golpe en el pecho.

Desde el salón se oía una risa femenina aguda, conocida demasiado bien.

Me sorprendes cada vez, dijo Verónica con una dulzura que rozaba la ironía. ¡Ni siquiera sé qué inventarás la próxima vez!

Todo es por ti, mi alegría, respondió una voz masculina, familiar y antaño querida. Eres mi universo. Movería montañas para ver tu sonrisa

Lo que siguió resultó incomprensible. Cada palabra se clavaba en el corazón como una aguja. Araceli retrocedió lentamente, dejó la puerta abierta y, como sombra, descendió sin ruido por la escalera.

Aquella noche la pasó sin dormir, sentada en la guardia vacía, mirando un punto fijo. Los pensamientos le desgarraban el alma, pero al amanecer surgió una decisión fría y clara: se iría. Desaparecería.

Para todos los que la conocían. Para todo el mundo que le había causado tanto dolor.

Tenía un refugio al que nadie jamás podría encontrarla. Hace años, su abuela le dejó una pequeña pero robusta casita en un lejano pueblo de la Sierra de Gredos, casi desconocida. Tras la muerte de su madre, Araceli se mudó con su padre y el camino a aquel rincón quedó perdido en la memoria. Ahora ese olvido sería su salvación.

Era hora de recordarlo.

En unas horas la maleta quedó finalmente empaquetada. Recorría su apartamento que antes rebosaba luz y alegría y ahora parecía gris y deshabitado, como un lodazal que había absorbido toda su fe en la gente y el amor.

De mi alma ya no queda rastro, susurró al silencio, y esas palabras se volvieron sentencia.

Dos días después, Araceli ya estaba en el pueblo. En el trayecto tiró su antigua tarjeta SIM y compró una nueva, anónima, sin que nadie pudiera localizarla.

La casa la recibió con profundo silencio y aroma a madera vieja y hierbas secas. Al abrir los portones crujientes, sintió una ligereza inesperada, casi etérea.

Aquí nadie la dañará. Aquí comienza una nueva vida.

Pasaron dos semanas. Araceli se fue recuperando poco a poco. Los vecinos, gente sencilla y honesta, resultaron ser extraordinariamente amables. Ayudaban con lo que podían, sin preguntas. Juntos arreglaron el techo, quitaron la maleza del patio. La calidez de aquel entorno empezó a derretir el hielo de su corazón; el dolor retrocedía lentamente.

Pero el destino le reservó otra prueba, una que pondría a prueba su fortaleza.

Una mañana llegó corriendo a su puerta la vecina Valentina, pálida de miedo.

Araceli, perdona, hoy no puedo ayudar en el huerto; ¡una desgracia! Mi María tiene un dolor de vientre insoportable, no aguanta ni un sorbo de agua, y sus ojos parecen ajenos.

Necesita una vía intravenosa de urgencia, dijo Araceli al instante, como doctora. La niña sufre una grave deshidratación, es peligroso.

¿Vía? ¡Ni doctor tenemos! exclamó Valentina, casi llorando.

Afortunadamente, Araceli llevaba siempre consigo una pequeña pero completa bolsa de primeros auxilios. Le instaló la vía a María y en unas horas la niña empezó a mejorar. Al atardecer María apenas sonreía y pedía beber.

Al día siguiente todo el pueblo sabía que la nueva llegada, Araceli, no era solo una citadina, sino una verdadera médica. No pudo seguir ocultando su profesión.

Entonces comprendió que renunciar a su vocación era imposible. Solo al ayudar a los demás, entregando una parte de sí, sentía que la vida volvía a tener sentido, auténtico, y no un vacío sin rumbo.

Un mes después, ya trabajaba oficialmente en el centro de salud del pueblo, ese mismo puesto de enfermera que antes la gente evitaba. Para ella se había convertido en un refugio: la oportunidad de huir, esconderse y comenzar de nuevo, como una página en blanco.

El tiempo siguió su curso, meses fueron pasando.

Una madrugada, la llamaron por una niña con fiebre alta. Un hombre abrió la puerta del viejo pero cuidado caserío.

Buenos días, soy Damián, se presentó con evidente nerviosismo. Por favor, ayude a mi hija.

Araceli lo miró brevemente; sus profundos ojos y su voz segura quedaban grabados, pero descartó cualquier pensamiento superfluo. Después de lo vivido, ya no había espacio para hombres en su corazón; estaba bien cerrado.

Lléveme a ella, respondió concisamente, recuperando su profesionalismo.

La pequeña yacía bajo una manta áspera. Pálida, sudorosa, pero increíblemente confiada; sus enormes ojos azules la miraban directamente al alma.

Tiene fuertes sTiene fuertes sibilancias y necesita antibióticos, los cuales conseguiré mañana en la farmacia del pueblo.

Rate article
MagistrUm
Sofía corría de una habitación a otra, intentando meter en la maleta las cosas más necesarias. Sus movimientos eran frenéticos y agitados, como si alguien la persiguiera.