Sofía cerró la puerta de la habitación tras de sí con un gesto sereno pero firme

Sofía cerró la puerta de la habitación tras de sí con un gesto sereno, pero firme. Por primera vez en mucho tiempo, sentía una calma profunda. No era la calma de una casa vacía ni la de una tarde tranquila, sino una paz interior, la de una mujer que, al fin, había dicho lo que necesitaba decir.

Se sentó al borde de la cama y acercó el vestido hacia ella. Al deslizar los dedos por la tela fina, recordó el día en que lo vio por primera vez en el escaparate. Era un martes cualquiera, volvía cansada del trabajo, con la mente agotada por la rutina. Pero al divisarlo en el cristal de la tienda, se detuvo sin pensarlo. No era solo por el vestido. Era por la libertad de permitirse algo. Por darse permiso para sentir que lo merecía.

Años enteros se había prohibido esos gestos. No porque no pudiera permitírselos, sino porque la voz de Marcos, siempre presente en el fondo, le susurraba: «es un derroche», «no lo necesitas», «es un capricho». Y poco a poco, Sofía empezó a creer que sus deseos eran frívolos. Que no tenía derecho. Que debía ser «sensata», «modesta», «prudente».

Pero esa noche, al pronunciar su verdad en voz alta, sintió cómo se liberaba, paso a paso, de aquella capa de vergüenza y sumisión.

En la otra habitación, Marcos permanecía en la oscuridad, con el recibo arrugado en la mano. Las palabras de Sofía resonaban en su mente, una tras otra. No podía ignorarlas. Sentía su peso en el pecho.

Para él, todos esos años habían sido sobre control. Lo llamaba «responsabilidad», «cuidado», «equilibrio económico».

Había justificado cada prohibición, cada reproche. Se decía a sí mismo que actuaba por el bien común. Pero, ¿qué bien común era aquel en el que solo él decidía qué era «necesario» y qué era «capricho»?

Cuando Sofía le mostró sus propios gastos, anotados con paciencia en una libreta, sintió un vacío en el estómago. No solo porque ella tenía razón, sino porque se dio cuenta de que no la había visto de verdad en años.

¿La amaba? Sí. A su manera. Pero ¿la había respetado? No.

Por la mañana, Sofía ya estaba despierta. Se lavó la cara, se peinó y preparó su café favorito. El vestido colgaba del perchero, listo. Hoy lo llevaría puesto. No por Marcos. No por sus compañeros de trabajo. Por ella.

Marcos apareció en el umbral, con el pelo revuelto y los ojos rojos por la falta de sueño.

Buenos días murmuró con voz baja. ¿Podemos hablar?

Sofía lo miró unos segundos. Luego asintió levemente.

Dime.

Marcos respiró hondo.

Me equivoqué. Mucho. Durante años cargué todo sobre tus hombros y a cambio solo te pedí obediencia. No supe verte. Te pedí que fueras mi compañera, pero me comporté como un jefe. Y ahora no sé si podré arreglarlo.

Sofía guardó silencio. Sostenía la taza de café entre las manos.

Fui injusto continuó él. Traté mi dinero como «mío» y el tuyo como «de la familia». Compré lo que quise, cuando quise, sin pensar siquiera si estarías de acuerdo. Pero a ti te pedí cuentas por cada pequeño gasto.

Hizo una pausa.

No sé si quieres seguir conmigo. Pero si lo haces me gustaría aprender. Ser un hombre que no ordena, sino pregunta. Que no impone, sino escucha.

Sofía dejó la taza y se levantó.

Marcos, te agradezco por decir todo esto. Pero, verás el cambio no llega con una sola conversación. No puedo prometerte nada. Lo que sí puedo decirte es que, a partir de hoy, elijo por mí misma. Seguiré siendo cuidadosa, pero no porque tú me lo pidas. Sino porque así lo siento yo.

Te quiero, Sofía.

Y yo te quise. Pero el amor sin respeto duele. Y yo ya no quiero que me duela.

Tomó el vestido y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió:

Hoy me pongo este vestido por mí. No por ti, no por nadie. Es el primer día en el que me elijo a mí misma.

Salió, dejando atrás un piso en silencio y un hombre que, por primera vez, entendía que el amor verdadero no es posesión, sino libertad.

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