Sofá “Sueño

**El sofá “Sueño”**

Hoy escribo sobre algo que llevo tiempo pensando. Antonio y Carmen llevaban dos años juntos. Ella se quedaba a dormir en su casa cuando su madre se iba a la finca o a visitar a su amiga en Barcelona. Apreciaban cada momento fugaz juntos. Pero el verano terminó. Septiembre aún regalaba días cálidos, pero pronto llegarían las lluvias. Su madre ya no se iba los fines de semana a la finca. Solo quedaba esperar a que visitara a su amiga, pero eso no ocurría a menudo.

Se notaban desanimados.

—Antonio, ¿no me quieres? ¿No quieres estar conmigo en las buenas y en las malas? —Carmen dejó caer la indirecta: era hora de pensar en casarse.

Estaban frente a su portal, incapaces de separarse desde hacía media hora.

—¿Por qué dices eso? —Antonio la miró a los ojos—. Ahora mismo iría contigo al registro, pero ¿dónde viviríamos? No puedo permitirme un piso de alquiler, y tú tienes un año más de estudios. A no ser que quieras vivir con mi madre. Con tus padres tampoco sería fácil, el piso es pequeño. Esperemos un poco más. Cuando termines la carrera…

—Pero no soporto despedirme de ti cada día, esperar a que tu madre se vaya. Mis padres preguntan por qué no me pides matrimonio. —Carmen inspiró hondo, pero en lugar de un suspiro, le salió un sollozo.

—Carmencita, prometo que encontraré una solución. Te quiero muchísimo.

—Y yo a ti —respondió ella, débilmente.

—Vamos —dijo Antonio, tomándola de la mano con determinación.

—¿Adónde?

—A tu casa. A pedirle tu mano a tus padres. ¿O te has echado atrás?

—¡Vamos! —exclamó Carmen, alegre.

Entraron de la mano en el piso.

—Pasad, jóvenes —los recibió su madre, sonriente.

En la mesa de la cocina ya había cuatro tazas y una bandeja con galletas y turrones, como si los hubieran estado esperando.

—Os he visto desde la ventana. Media hora diciendo adiós —comentó la madre, al notar la mirada sorprendida de Carmen—. Basta ya de vagar por la calle. Se acerca el invierno. Sabemos lo vuestro. —Carmen bajó la cabeza, avergonzada—. Tu padre y yo no nos oponemos a que os caséis.

—No os pedimos que viváis aquí. Entendemos que no queráis estar con los padres. Un compañero del trabajo vende un pequeño piso. Pensé en vosotros —añadió el padre.

—¡Gracias, papá! —gritó Carmen.

—No te alegres todavía. Antonio parece incómodo.

Antonio miró directamente al padre de Carmen.

—No sois ricos. Me da vergüenza aceptar esto. Soy fuerte, puedo trabajar y comprar mi propio piso.

—¿Vergüenza? No lo robamos, lo compramos —respondió el padre, algo molesto—. ¿A quién vamos a ayudar si no es a nuestros hijos? Yo heredé este piso. Ahora nos toca ayudaros. Cuando tengáis más, compraréis algo más grande. Y no lo hago por ti, sino por ella, para que sea feliz. Contigo lo es.

Carmen apretó la mano de Antonio bajo la mesa, como pidiéndole que cediera.

—Gracias —dijo él, sin entusiasmo.

En menos de una semana llegó la boda. El vestido blanco listo, las invitaciones enviadas, el restaurante reservado.

—Antonio, en el piso no hay sofá. ¿Dónde vamos a dormir? ¿En el suelo? —se alarmó Carmen.

—Ni hablar. Compraremos uno.

—¿Y cuándo? —replicó ella, con razón.

Fueron a una tienda de muebles. Tras recorrer pasillos llenos de sofás de distintos tamaños y colores, Carmen se sentó en uno sencillo, cerró los ojos y suspiró.

—Excelente elección, jóvenes —dijo una vendedora, sonriente.

—Me encanta este —susurró Carmen a Antonio.

—Es el último que queda. ¿Quieren probarlo? —preguntó la vendedora.

Antonio se sentó a su lado. Carmen le rodeó el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Recién casados?

—No, pero nos casamos en una semana —respondió ella.

—Enhorabuena. Un sofá es un gran comienzo. ¿Les resulta cómodo?

—Mucho. ¿Cuánto cuesta?

La vendedora mostró el precio. Carmen abrió los ojos al ver la cifra.

—El sofá “Sueño” —leyó.

—Por los sueños siempre hay que pagar —dijo la mujer, filosóficamente.

—Antonio… —susurró Carmen.

—¿Te gusta?

—Es el más cómodo de todos.

—Pues nos lo llevamos —decidió él.

Al día siguiente, llegó a su nuevo hogar. Tras la partida de los repartidores, se sentaron y se besaron.

Carmen, con su vestido blanco, era deslumbrante. Antonio no apartaba los ojos de ella, incluso en la comida la tenía agarrada de la mano, como temiendo que se la llevaran.

—¿Qué le ves? Hay millones como ella, y mejores —comentó su amigo y padrino.

—No necesito mejor. Cuando te enamores, lo entenderás —replicó Antonio.

—Jamás. No nacerá la mujer que me haga renunciar a mi libertad.

Carmen se acercó y se lo llevó de allí.

Los invitados los felicitaban, todos querían abrazarla. Bailaron, rieron y se besaron entre gritos de “¡Que se besen!”. Carmen sonreía, aunque los tacones y el vestido la agotaban. Antonio solo ansiaba estar a solas con ella en su piso.

Finalmente, llegaron. Carmen se quitó los zapatos, y Antonio la llevó en brazos al sofá…

Pasaron tardes enteras allí, viendo la tele y compartiendo sus días. A Carmen le encantaba. Las peleas, las reconciliaciones, las decisiones importantes, todo ocurría en ese sofá. Fue testigo de su vida.

Llegó la primavera. Carmen preparaba sus exámenes finales, pero Antonio cada vez hablaba menos.

—Estoy cansado —decía, y se iba a la cocina.

Ella sabía que no era solo fatiga.

En su primer aniversario, entre invitados, la nueva novia del amigo de Antonio llamó su atención. Carmen los vio hablando en el sofá, ajenos a los demás. Su corazón se encogió.

Esa noche, se lo reprochó.

—Solo hablábamos. No había otro sitio donde sentarse —se defendió él.

Fue su primera pelea seria. Ni siquiera durmiendo abrazados se reconciliaron.

Al día siguiente, el silencio continuó. Carmen, destrozada, fue a buscarlo al trabajo, pero se encontró con su amigo, quien, sin querer, soltó que a Antonio siempre le gustaron mujeres más llamativas, como esa nueva compañera.

Carmen volvió a casa y se echó en el sofá, llorando. Su madre llegó, preocupada.

Días después, vio a Antonio por la calle. Estaba demacrado. Casi le toca, pero él no la vio.

Una noche, llamaron a la puerta.

Era él.

—Hola. ¿Puedo entrar?

Carmen lo dejó pasar.

—Extrañaba nuestro sofá —dijo él, sentándose—. Fui a buscarlo, pero ya no los hacen. Lo siento mucho. No pude vivir sin ti.

—¿O sin el sofá? —bromeó ella, débilmente.

Recordaron cómo lo eligieron, cómo la vendedora dijo que los sueños tienen precio.

Se miraron y rieron. La tensión se esfumó.

Se abrazaron.

“Nadie está libre de errores”, pensé. Pero el amor verdadero perdona.

Nueve meses despuésY así, años después, mientras su hijo jugaba sobre el mismo sofá, Carmen y Antonio supieron que algunas cosas, como el amor y los sueños, nunca se desgastan con el tiempo.

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