Sofá “Sueño

**El sofá «Sueño»**

Antonio y Laura llevaban dos años juntos. Ella se quedaba a dormir en su casa cuando su madre se iba de fin de semana a la casa rural o a visitar a su amiga en Barcelona. Aprovechaban y atesoraban esos momentos fugaces. Pero el verano terminó. Septiembre aún regalaba días cálidos y soleados, pero pronto llegarían las lluvias. Su madre ya no se iba todos los fines de semana al campo. Ahora solo quedaba esperar a que visitara a su amiga en Barcelona, aunque no ocurría con frecuencia.

Los enamorados se entristecieron.

—Antonio, ¿es que no me quieres? ¿No quieres estar conmigo en las buenas y en las malas? —Laura insinuó sutilmente que ya era hora de pensar en casarse.

Estaban frente a su portal, incapaces de despedirse desde hacía media hora.

—¿Por qué dices eso? —Antonio se apartó y la miró a los ojos—. Ahora mismo te llevaría al registro, pero ¿dónde viviríamos? No me puedo permitir un alquiler todavía, y a ti te queda un año de universidad. A menos que aceptes vivir con mi madre. O con tus padres, pero su piso es pequeño. Esperemos un poco más. Cuando termines la carrera…

—No soporto seguir despidiéndome de ti cada día, esperando a que tu madre se vaya. Mis padres preguntan por qué no me pides que me case contigo. —Laura inspiró hondo, pero en lugar de un suspiro, le salió un sollozo.

—Lauri, te prometo que encontraré una solución. Te quiero muchísimo.

—Yo también —repitió ella, como un eco.

—Bueno. Vamos —dijo Antonio, y tomó su mano con decisión.

—¿Adónde?

—A tu casa. Voy a pedir tu mano. ¿O te arrepientes?

—¡Vamos! —exclamó Laura, radiante de alegría.

Y así, de la mano, entraron al piso de Laura.

—Pasad, jóvenes —dijo su madre, recibiéndolos con una sonrisa.

En la mesa de la cocina ya había cuatro tazas y un plato con galletas y bombones, como si los hubieran estado esperando.

—Os he visto desde la ventana. Media hora despidiéndoos —comentó su madre, al notar la mirada sorprendida de Laura—. Basta ya de vagar por la calle. Se acerca el invierno. Sabemos que dormís juntos. —Ante sus palabras, Laura bajó la mirada—. Tu padre y yo no nos oponemos a que os caséis.

—No os pedimos que viváis aquí. Entendemos que no queráis compartir piso con nosotros. Un compañero del trabajo está vendiendo un estudio. Pensé en vosotros. Así que… —añadió su padre.

—¡Gracias, papá! —exclamó Laura.

—No cantes victoria todavía. Mira cómo se ha puesto Antonio.

Antonio miró directamente a los ojos del padre de Laura.

—No sois ricos. Me da vergüenza aceptar un regalo así. Soy un hombre fuerte, puedo ganarme mi propio piso —dijo con firmeza.

—¿Vergüenza? Lo compraremos, no lo robaremos —respondió su padre, algo decepcionado—. ¿A quién vamos a ayudar si no es a nuestros hijos? Yo heredé este piso de mis padres. Ahora nos toca apoyaros. Vergüenza… Cuando ganes más, compraréis uno más grande, pero por ahora, este os servirá. No lo compro por ti, sino por mi hija, para que sea feliz. Y ella lo es a tu lado. Mira qué conciencia tienes. —Su padre miró con cariño a Laura y luego con severidad a Antonio.

Ella apretó la mano de su novio bajo la mesa, como pidiéndole que cediera por ella.

—Gracias —musitó Antonio, sin entusiasmo.

Faltaba menos de una semana para la boda. El vestido blanco estaba comprado, las invitaciones enviadas y el restaurante reservado.

—Antonio, en el piso no hay sofá. —Laura ya lo llamaba «nuestro piso»—. ¿Dónde vamos a dormir? ¿En el suelo? —se alarmó de repente.

—Ni hablar. Compraremos uno.

—¿Cuándo? —preguntó con lógica.

Y se dirigieron a una tienda de muebles. Pasaron horas recorriendo pasillos llenos de sofás de distintos tamaños y colores. Laura se sentaba en ellos, evaluando su comodidad. Al final, eligió uno de aspecto sencillo. Se acomodó, cerró los ojos.

—Excelente elección, jóvenes —dijo una voz femenina cerca.

Laura abrió los ojos y vio a la vendedora, que les sonreía amablemente.

—Veo que os ha gustado. No os arrepentiréis —explicó las ventajas del modelo—. Es el último que queda. Prueba tú también —le dijo a Antonio.

Él se sentó junto a Laura, quien de inmediato le rodeó el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Sois recién casados? —preguntó la vendedora, aunque notó que no llevaban alianzas.

—No, pero nos casamos en una semana —contestó Laura.

—Enhorabuena. Qué bonito empezar la vida juntos con un sofá. ¿Os sentís cómodos?

—Mucho. No quiero levantarme —admitió Laura—. ¿Cuánto cuesta?

La vendedora les mostró la etiqueta en la mesita auxiliar.

—Sofá «Sueño» —leyó Laura, y sus ojos se abrieron al ver el precio.

—Por los sueños siempre hay que pagar —dijo con filosofía la vendedora.

—Pero… —empezó a protestar.

—¿Te gusta? —susurró Antonio al oído.

—¿En serio? Es el más cómodo de todos.

—Pues nos lo llevamos —decidió él.

—Buena elección. Venid a formalizar la compra.

Al día siguiente, el sofá llegó al piso. Cuando los repartidores se fueron, Antonio y Laura se sentaron y empezaron a besarse.

Con su vestido blanco, Laura estaba radiante. Antonio no podía apartar los ojos de ella, y en la mesa no soltaba su mano, como si temiera que se la robaran.

—¿Qué ves en ella? Es una chica normal. Hay otras más guapas —comentó su amigo y padrino, sin entender su elección.

—No necesito otra. Cuando te enamores, me entenderás —respondió Antonio.

—Ni hablar. No ha nacido la mujer por la que renuncie a mi libertad.

—¿De qué habláis? Antonio, ven —Laura se acercó y se llevó a su recién estupendo marido.

Los invitados los felicitaban, cada uno quería abrazar y besar a Laura. Participaron en juegos, bailaron y se besaron entre gritos de «¡Que se besen!». Ella sonreía, sin dejar traslucir el cansancio de los tacones y el voluminoso vestido. Antonio solo anhelaba estar a solas con su mujer en su nuevo hogar…

Cuando por fin llegaron, Laura se quitó los zapatos y pareció hacerse más pequeña. Antonio la levantó en brazos y la llevó al sofá…

Por las noches, se sentaban allí frente al televisor y compartían su día. Laura adoraba ese sofá, como si se adaptara a su cuerpo. Todas las discusiones y reconciliaciones ardientes ocurrieron allí. Era el testigo mudo de su vida en común.

Pasaron el otoño y el invierno. Llegó la primavera. Laura se preparaba para los exámenes finales. Cada vez más, Antonio guardaba silencio cuando ella preguntaba por su día.

—Todo normal. Perdona, estoy muy cansado —decía, y se iba a la cocina, dejándola confundida. Su instinto femenino le decía que no era solo cansancio.

A finales del verano, celebraron su primer aniversario. Vinieron sus padres y amigos. El amigo de Antonio llegó con una chica nueva, guapa yCon el tiempo, el sofá «Sueño» se convirtió en el lugar donde mecieron a su segundo hijo, donde celebraron décadas de amor y donde, ya canosos, seguían riendo de sus torpezías de juventud, recordando que incluso los sueños más frágiles pueden durar toda la vida.

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