Sobre las Delicias de la Carne Picada

**SOBRE LAS ALBÓNDIGAS**

No sé cómo será con otras mujeres solas, pero a mí siempre me llega la peor calaña. Ayer, tarde en la noche, por ejemplo, estaba tirada en la cama, suspirando. Me había hartado de ver noticias, me había atiborrado de albóndigas y, en fin, me ahogaba en mi propio drama.

De repente, escuché un gemido débil, lastimero, que venía del armario. Una vocecita fina, quejumbrosa.

—¿Pulgas? —pensé—. En París decían que había una plaga. ¿De verdad han llegado hasta Valladolid? Seguro están agotadas.

Pasaron unos diez minutos y las “pulgas” dejaron de gemir para empezar a rascar el suelo con algo.

—Ahora mismo me levanto y les parto la cara —mentí.

Imposible levantarme después de un plato de albóndigas. Si acaso me entra el sueño de madrugada, tendré que rodar hasta el baño.

—No me partas la cara —pidió educadamente la voz.

—Hablantes —pensé entre albóndigas—. Entonces no son pulgas. Es el vecino que se ha vuelto loco. Aunque, ¿quién no está loco hoy en día? Bueno, yo no. A mí ni siquiera me queda locura por perder, pero los demás sufren.

Las “pulgas” dejaron de rascar y, en la penumbra, algo peludo y alargado empezó a arrastrarse hacia mí. Mi vista no es gran cosa, así que entorné los ojos y me planteé tres cosas: ¿Será que las albóndigas son el somnífero perfecto y ya estoy dormida?

¿Son tres orejas o tres cuernos? ¿De dónde sale un vecino tan alto sin que lo haya registrado? Apunto a todos los altos en mi cuaderno, tengo una colección.

—¿Eres Felipe Javier? —intenté identificar al desconocido.

—Frío —contestó el espantapájaros, y al instante se estampó la frente contra la lámpara—. ¡Aaaay!

—Entonces, ¿quién eres?

—El Tío Pajote —soltó una risita el gigante, alargó hacia mí unas patas negras larguísimas y gruñó—: ¡Uuuuuuh!

—Yo también me pinté las uñas de negro en Halloween. ¿Eso es esmalte o son tuyas?

—Mías —se ofendió el largo.

—Debe ser incómodo hurgarse la nariz con esas garras.

—¡No lo entiendo! ¿No te da miedo?

Se acercó tanto que casi me rozó con su cara espeluznante, y entonces vi que, efectivamente, tenía tres orejas: dos a los lados y una extraña en la sien, más bien como un chichón enorme.

—Tengo que entregar un libro la semana que viene y solo llevo tres páginas. Además, la hipoteca y el divorcio. Soy mujer adulta, perdona. Asústame con ptosis o papada, lo que quieras.

—Los nuestros dicen que ni a los cinco años llorabas. Le diste con una maceta a uno y aún tiene la cabeza torcida.

—¿Y entonces pa’ qué viniste?

—Tu casa es acogedora.

—Es por las albóndigas. ¿Quieres?

—Sí.

—Pues ve tú, que yo no me levanto.

El visitante de rostro aterrador se lanzó como una sombra a la cocina y volvió con té (¡en mi taza favorita, nada menos!), albóndigas y bocadillos. En el hocico llevaba una manzana. Igual que yo, solo que con más pelo.

—¿Güeña? —me alargó un plato.

—¿Eh?

—Te pregunto si quieres. Come, he traído mucho.

—Con gusto, pero ya no me cabe.

—Y pareces tan espaciosa, como una boa con gafas.

—Gracias por el piropo. Échate aquí.

Me hice a un lado y estuvimos un rato juntos. Era agradable. La noche, el sonido de masticar, el olor de las albóndigas. ¿Qué más se necesita para calmar el alma?

—¿Por qué no bajas a casa de la vecina del tercero? Es mayor, no pide mucho.

—Ayer estuve con ella. Me tiró un taburete.

—Ah, por eso lo del chichón.

—Ajá.

Y seguimos ahí, media hora más, cada uno suspirando por lo suyo.

Igual me apunto con ellos. Qué bueno debe ser irrumpir en casas ajenas y comer albóndigas gratis. Aunque habría que llevar algo resistente en la cabeza. Una olla, por ejemplo…

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