Sobre felinos, hombres y flores exóticas…

—¡Imagínate, está lloviendo! —dijo Raquel, mirando por la ventana de la oficina.

—Pues claro, es primavera, ¿qué esperabas? —contestó Natalia, la más pragmática del grupo.

—Es verdad, hoy es primero de marzo. El invierno ya cansa. Lo único bueno eran las Navidades.

—Marzo es así, todavía puede nevar o helar —apuntó Victoria, la mayor de todas, con sus cuarenta y cinco años bien llevados.

—Esta mañana, de camino al coche, me caí. Tengo un moratón en el muslo que da miedo. ¿Queréis verlo? —Raquel se giró hacia ellas.

—¡No hace falta! —respondieron al unísono.

—Pero nuestra Lidia ni siquiera disfruta de la primavera. Mira cómo trabaja, como un robot.

—Raquel, déjala en paz —intervino Victoria.

—Bueno, bueno. Como si fuera el fin del mundo. A mí me han dado calabazas tres veces y aquí sigo, viva y coleando.

Raquel notó la mirada reprobatoria de Victoria y se apartó de la ventana.

—En serio, si un tío te deja, no es el fin del mundo. No se ha muerto, sigue vivo y feliz, hasta deberías alegrarte por él —insistió Raquel.

Lidia se levantó y salió de la oficina. Por mucho tiempo que pasara, no podía olvidarlo ni aceptarlo.

Al principio, Lidia se centró en los estudios. Los hombres no eran prioridad. Pensaba que ya tendría tiempo de sobra para salir y conocer a alguien. Pero el tiempo pasó, sus amigas se casaron, se divorciaron, volvieron a casarse… y ella seguía sin una relación seria.

Cuando conoció a Pablo, pensó que era el amor verdadero, el ideal con el que soñaba. Se enamoró tanto que no concebía la vida sin él. Qué feliz era cuando él le propuso matrimonio, radiante de alegría. Inscribieron la boda en el registro civil para que coincidiera con Nochevieja, con el árbol de Navidad brillando en todas las fotos. Incluso ya había elegido el vestido.

A principios de diciembre, Pablo desapareció sin avisar. Una semana sin respuesta a sus llamadas. Cuando volvió, parecía perdido y culpable. Lidia supo al instante que algo iba mal. Finalmente, Pablo se armó de valor y le contó la verdad.

Dos años y medio atrás, antes de conocerla, tuvo un romance fugaz con una chica durante un viaje de trabajo. Tal vez le prometió algo, no lo recordaba. Luego conoció a Lidia y la olvidó. Hasta que esa mujer lo llamó para decirle que tenía un hijo suyo, de año y medio.

—Es idéntico a mí —Pablo se agarraba la cabeza—. Al verlo, todo dio un vuelco dentro de mí. No es que la ame todavía, pero un niño lo cambia todo. Lo siento, Lidia. No sabía nada de él…

Al principio, Lidia no intentó retenerlo. Quiso creer que el amor lo superaría todo. Pero luego pensó que no era solo por el niño. A un hombre no se le retiene con un hijo. Si aún sentía algo por la madre…

Dos años felices juntos, amándose, haciendo planes, soñando con un futuro. Pero el pasado de Pablo reclamó lo suyo. Lidia supo que no podría vivir con eso, aunque él la eligiera a ella. ¿Por cuánto tiempo? El pasado volvería una y otra vez, exigiendo atención, regalos, dinero para el niño…

Así que lo dejó ir. Pero, ¿y ella? ¿Cómo seguir? Sus sueños se habían derrumbado, y sobre ruinas no se construye felicidad. Además, ¿cómo confiar en los hombres después de esto? Todos le parecían mentirosos y traidores.

De día se refugiaba en el trabajo, pero de noche los recuerdos la torturaban.

Por mucho que las mujeres luchen por la igualdad, sin amor y sin hijos, no son felices. El trabajo no sustituye a una familia. El sentido de la vida es dejar algo detrás, y no solo eso, sino criarlo con amor junto a un marido. Pero Pablo ya tenía su legado, un niño de año y medio. Y ella sobraba.

¿Por qué tan mala suerte? Treinta y dos años, soltera, sin haber vivido una relación seria.

Raquel ya iba por su segundo matrimonio. Victoria tenía una familia consolidada, su hijo mayor en la universidad. Hasta Natalia, siempre con sus kilos de más, se casó el año pasado. Solo Lidia seguía sola.

Sus amigas intentaron presentarle a amigos de sus maridos. Pero con ninguno cuajó. Uno era un buen profesional, pero el corazón no le latía por él. Otro solo buscaba un rollo pasajero, y el tercero ni siquiera estaba divorciado…

Y encima se acercaba el Día de la Mujer. ¿Por qué tanto alboroto con flores y regalos? Las flores pueden darse cualquier día, por puro deseo, no por una fecha en el calendario. Menos mal que era festivo, no tendría que salir a la calle y ver a hombres orgullosos con ramos de tulipanes y mimosa, esos tulipanes con gomas elásticas en los capullos para que no se abrieran antes de tiempo.

Mientras la esposa, en casa, espera al marido con su ramito, matándose en la cocina desde primera hora. Luego se arregla, se sienta a la mesa y mira con cansancio los tulipanes, que se marchitan al calor tan rápido como sus rizos recién hechos. El marido devora la carne que ella preparó, acompañada de su copita, mientras echa un ojo al partido. Y el hijo, picoteando la comida, se encierra en su habitación con el ordenador, su vida en las redes sociales…

Y aún así, Lidia envidiaba esa “felicidad”. Le encantaría tener algo así. Una familia en la mesa, un ramito de tulipanes ese único día del año…

Se miró en el espejo del baño. No era fea, todo en su sitio. ¿Entonces? Todos decían que era demasiado exigente. Simplemente, ya no tenía edad para tonterías. A los treinta y dos, no apetece empezar de cero. Y un hombre a esa edad ya no es un chiquillo. Si no tiene nada, ¿cómo va a ser cabeza de familia?

Abrió el grifo, mojó sus manos y se las apoyó en las mejillas. La rabia se calmó. Secó su rostro, se arregló el pelo y sonrió a su reflejo. Treinta y dos no son cincuenta, ¿no?

Al volver a la oficina, todas callaron. “Sí, hablando de mí.” Se sentó y retomó su trabajo.

—Lidia, el día 8 nos juntamos para un café y un pastel. Ponemos cinco euros cada una. ¿Te apuntas?

Lidia supo que solo hablarían del Día de la Mujer, los maridos y los regalos.

—Le prometí a mi madre ir a visitarla —mintió.

No iba a ir a ninguna parte. Su padre murió hace cuatro años, y su madre ahora tenía un novio. No era momento.

—Ya lo decía yo —dijo Raquel, triunfante.

—Chicas, a trabajar —cortó Victoria.

El día 8, la oficina era un hervidero de preparativos. Las mujeres llegaron arregladas como para una boda. Cortaban, limpiaban, colocaban en la mesa lo que habían traído de casa. ¿Trabajar? Imposible con tantos olores tentadores.

—Lidia, vete a casa —Victoria dejó una caja de bombones en su mesa.

—No hace falta…

—Tómalo. Tómate un café en paz. Te deseo mucha felicidad, de verdad. Todo llegará. Y no hagas caso a Raquel, con su segundo marido no va bien, por eso está tan amargada.

—Gracias. ¿Me voy ya?

No fue directa a casa. Entró en una tienda y compró una botella de vino. Era un día especial. También fruta, embutidos… ¿Para quién cocinaría?

En la tienda, seAl salir a la calle, el sol de primavera le dio en la cara, y por primera vez en meses, Lidia sintió que quizá, solo quizá, la vida aún tenía sorpresas buenas guardadas para ella—como encontrar un amor verdadero entre las cenizas de sus decepciones, o al menos aprender a ser feliz con su propio reflejo en el espejo y un gato ronroneando a sus pies.

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MagistrUm
Sobre felinos, hombres y flores exóticas…