Sin vuelta atrás: un error irreparable

Hace muchos años, en una cálida tarde de verano, Agustín miraba por la ventana de su nuevo piso en las afueras de Madrid. El aire parecía denso, como si el peso de su vida lo ahogara. Todo lo que antes creía sólido e inquebrantable se había desmoronado. Observaba el cielo plomizo y, por primera vez en mucho tiempo, entendió que no había vuelta atrás.

Antes, tuvo una familia. Lucía, su esposa, con quien compartió quince años de su vida. Una mujer serena, fiel, hacendosa. Dos hijas, un hogar acogedor, una casa en la sierra, un negocio familiar. Todo era correcto, estable… y dolorosamente predecible. Cada mañana, lo mismo. Charlas sobre el día a día, preocupaciones por la hipoteca y los colegios. Agustín sentía que estaba atrapado en su propia casa, como en una jaula, aunque dorada.

Hasta que un día llegó a su empresa de arquitectura una nueva empleada, Almudena. Joven, audaz, llena de fuego. Se reía de sus chistes, lo miraba con admiración, rozaba su brazo al pasar. Agustín notó cómo algo olvidado despertaba en él: la emoción, el interés, la sensación de ser joven otra vez. Empezó a llegar más tarde a casa, a quedarse en la oficina. Lucía no preguntaba, y él hasta le agradecía el silencio—menos reproches, menos conversaciones incómodas.

Pero nada de aquello fue casualidad. Almudena sabía lo que quería. Y quería a Agustín. Se quedaban solos cada vez más, salían juntos, compartían comidas, conversaciones, y luego… la cama. No supo cuándo aquel juego se volvió realidad. Hasta que un día, incapaz de soportar la culpa, recogió sus cosas y se marchó.

Lucía lo recibió con un silencio denso. Sin gritos, sin escenas. Solo lo miró fijamente y dijo:
—Recuerda este día, Agustín. Tú lo elegiste.

Al principio, la vida con Almudena fue una fiesta. Era cariñosa, risueña, apasionada. Él se sentía deseado, importante, vivo. Pero pronto la ilusión se desvaneció. Almudena se volvió exigente, irritable. Le reprochaba su falta de atención, que no ganaba suficiente, que pasaba las noches frente al ordenador. Fue entonces cuando, por primera vez, añoró volver… a lo que había abandonado.

La oportunidad llegó sola—Lucía lo llamó para que llevara a sus hijas a la casa de la sierra un par de días. Aceptó, deseando escapar aunque fuera brevemente de ese nuevo hogar que empezaba a asfixiarlo. Estuvo con las niñas tres días. Rieron, cocieron pasteles, montaron en bicicleta. Hasta él se sorprendió de lo fácil y feliz que era todo. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sintió un pinchazo en el pecho: la añoranza por lo que había perdido con tanta ligereza.

Llamó a Lucía. Quería hablar, explicarse, volver. Ella lo escuchó. Y después dijo:
—Las condiciones son claras. Cortas todo con Almudena. Te vas. Empezamos de cero. Pero sabes una cosa: la confianza no volverá. Será una vida nueva, no la de antes.

No respondió de inmediato. Todo le parecía demasiado duro. Demasiado definitivo. Entonces, Almudena anunció que estaba embarazada. Él guardó silencio. Y al fin, con voz ahogada, susurró: «Voy a ser padre…».

La alegría se mezcló con el pánico. No estaba seguro de amarla. No sabía si aquel bebé sería su salvación o su condena definitiva. Sentía que nada construido sobre una traición podía ser firme. Estaba desgarrado entre dos mundos: entre sus hijas y su futuro hijo, entre Lucía y Almudena, entre un pasado que había traicionado y un presente que lo aterraba.

Se encontraron en el parque. Le contó todo a Lucía, sin adornos, con crudeza. Le pidió perdón. Ella guardó silencio largo rato antes de decir:
—Ahora lo entiendo todo, Agustín. Y me siento más ligera, ¿sabes? Tú tendrás un hijo. Yo, una vida nueva. No hay marcha atrás. No porque te odie, sino porque me quiero a mí misma.

Agustín se levantó, la miró. Fuerte, serena, madura. Una mujer distinta. Y entonces lo comprendió: lo había perdido todo. Él solo. Por voluntad propia. Y ahora no tenía adónde ir. Solo le quedaba avanzar por el camino que había elegido, aunque no llevara a ninguna parte.

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