Sin vuelta atrás: el error irreversible

Carlos permanece junto a la ventana de su nuevo piso en las afueras de Madrid, y el aire le parece más espeso, como si se ahogara en su propia vida. Todo lo que antes era sólido e inquebrantable se había derrumbado. Mira el cielo gris y, por primera vez en mucho tiempo, entiende que no hay marcha atrás.

Antes tenía una familia. Lucía, su mujer, con quien compartió quince años. Fiel, serena, entregada al hogar. Dos hijas, una casa acogedora, una vivienda en la sierra y un negocio familiar. Todo era correcto, estable… y dolorosamente predecible. Cada mañana, lo mismo. Conversaciones sobre facturas, preocupaciones por las hipotecas y los colegios. Carlos sentía que estaba atrapado en su propia casa, como en una jaula, aunque fuera dorada.

Hasta que un día llegó a su estudio de arquitectura una nueva empleada: Valeria. Joven, audaz, llena de energía. Se reía de sus bromas, lo miraba con admiración, le rozaba el hombro con naturalidad. Carlos notó cómo despertaba en él algo olvidado: emoción, interés, la sensación de ser joven otra vez. Empezó a volver más tarde a casa, a quedarse en la oficina. Lucía no preguntaba, y él hasta le daba las gracias: menos preguntas, menos reproches.

Pero nada de eso fue casualidad. Valeria sabía lo que quería. Y quería a Carlos. Comenzaron a quedar solos, a coincidir fuera del trabajo, a compartir comidas, charlas y, después, la cama. Ni él mismo supo cómo aquello pasó de ser un capricho a una realidad. Hasta que un día, incapaz de soportar la presión, recogió sus cosas y se marchó.

Lucía lo recibió con un silencio sereno. Sin gritos, sin escenas. Solo lo miró a los ojos y dijo:
—Recuerda este día, Carlos. Tú lo has elegido.

Al principio, su vida con Valeria fue una fiesta. Ella era cariñosa, risueña, apasionada. Él se sentía deseado, importante, vivo. Pero pronto la ilusión se apagó. Valeria se volvió exigente, irritable, le reprochaba su falta de atención, que no ganaba suficiente, que pasaba las noches frente al ordenador. Entonces, por primera vez, quiso volver… al lugar que había abandonado.

La oportunidad llegó sola: Lucía lo llamó para que llevara a sus hijas a la casa de la sierra un par de días. Aceptó, con la esperanza de escapar de aquel nuevo hogar que empezaba a asfixiarlo. Pasó tres días con las niñas. Rieron, hicieron pasteles, montaron en bicicleta. Hasta él se sorprendió de lo sencillo y feliz que era todo. Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió un pinchazo en el pecho: nostalgia por lo que había perdido con tanta ligereza.

Llamó a Lucía. Quería hablar, explicarse, volver. Ella lo escuchó. Y entonces dijo:
—Las condiciones son claras. Cortas todo con Valeria. Te marchas. Empiezas de cero. Pero sabe una cosa: no habrá confianza. Esta será una vida nueva, no la de antes.

No respondió de inmediato. Todo le parecía demasiado duro. Demasiado definitivo. Hasta que Valeria le anunció que estaba embarazada. Se quedó mudo. Luego, con un hilo de voz, exhaló: «Voy a ser padre…».

La alegría se mezcló con el pánico. No estaba seguro de amarla. No sabía si aquel niño sería su salvación o su condena. Intuía que todo cimentado en una traición no podía durar. Se debatía entre dos mundos: sus hijas y su futuro hijo, Lucía y Valeria, el pasado que había traicionado y un presente que lo aterraba.

Se encontraron en el parque. Carlos le contó todo, sin adornos. Le pidió perdón. Lucía calló un largo rato. Después, dijo:
—Carlos, ahora todo está claro. ¿Sabes? Me siento más liviana. Tú tendrás un hijo. Yo, una vida nueva. No habrá vuelta atrás. No porque te odie. Sino porque me quiero a mí misma.

Él se levantó, la miró. Fuerte, serena, madura. Una mujer totalmente distinta. Y de repente lo comprendió: lo había perdido todo. Por su propia voluntad. Y ahora no le quedaba adónde ir. Solo avanzar por el camino que él mismo eligió… aunque no llevara a ninguna parte.

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