—¡Eres una tonta de capirote, niña! ¿Quién va a quererte ahora con un crío? ¡Y cómo piensas mantenerlo! No cuentes conmigo, ¿entendido? Te crié y ahora encima me endosas tu carga. ¡Lárgate de mi casa y no vuelvas!
Lucía agachó la cabeza, mordiéndose los labios mientras escuchaba los gritos. Su última esperanza de quedarse con su tía, al menos hasta encontrar trabajo, se desvanecía como humo.
—Si mamá viviera…
Nunca conoció a su padre, y su madre murió atropellada por un borracho quince años atrás. Cuando las autoridades iban a enviarla a un orfanato, apareció una prima lejana de su madre, una mujer de carácter fuerte que vivía en un pueblo fronterizo de Extremadura. Con casa propia y un sueldo estable, logró la custodia sin complicaciones.
La tía residía en las afueras de Cáceres, un lugar de veranos abrasadores e inviernos suaves. A Lucía nunca le faltó comida ni ropa limpia, y aprendió a ayudar en las tareas del hogar: la huerta, los animales, las conservas. Quizás echó en falta el cariño maternal, pero ¿a quién le importaba?
Estudiaba con dedicación. Tras terminar el instituto, ingresó en la Facultad de Educación. Los años universitarios pasaron volando, y al graduarse, regresó a su pueblo. Pero esta vez, el retorno no trajo alegrías.
—¡Fuera de aquí! —rugió la tía, congestionada—. ¡No quiero verte!
—Tía Tere, por favor…
—¡He dicho que te vayas!
La joven tomó su maleta y salió a la calle. Jamás imaginó volver así: humillada, abandonada y embarazada. Aunque era pronto, había confesado su estado. No podía ocultarlo.
Necesitaba un techo. Caminó absorta bajo el sol de agosto, que doraba los campos extremeños. En los huertos maduraban higos, granadas y melocotones; el aire olía a tomillo y tortillas recién hechas. Con la garganta seca, se acercó a una casa de techos bajos donde una mujer removía una olla en el patio.
—Señora, ¿me daría un poco de agua?
Pilar, una mujer robusta de unos cincuenta años, la observó con curiosidad.
—Pasa, si vienes en paz.
Le tendió un vaso de agua fresca. Lucía bebió con avidez y se sentó en un banco de madera.
—¿Puedo descansar aquí un momento? El calor aprieta.
—Descansa, hija. ¿De dónde eres? —preguntó Pilar, señalando la maleta.
—Acabo la carrera y busco trabajo en un colegio. Necesito alquilar una habitación… ¿sabe de algo?
La mujer escrutó a la joven: modesta, educada, pero con ojos entristecidos.
—Quédate en mi casa. No cobraré mucho, pero paga a tiempo. Si te parece, te enseño la habitación.
Lucía asintió, incrédula. La habitación era pequeña pero acogedora, con ventana al jardín. Acordaron el precio y esa misma tarde, la chica visitó la consejería de educación.
Los días se volvieron rutina: trabajo, casa, más trabajo. Pilar, viuda y con un hijo en Madrid, encontró en Lucía compañía para las veladas invernales. Por las tardes, compartían café con magdalenas en el porche, mientras la joven ayudaba en tareas domésticas.
El embarazo transcurrió sin complicaciones. Cuando confesó su historia, Pilar la abrazó:
—Has hecho bien, no matar a un inocente. La vida da vueltas, ya verás.
Pero Lucía no albergaba esperanzas respecto a Javier, el hijo de profesores universitarios con quien había tenido un romance durante la carrera. Tras enterarse del embarazo, sus padres le exigieron abortar y alejarse. Él dejó un sobre con dinero y desapareció.
En febrero, llegó el parto. Pilar la llevó al hospital público, donde Lucía dio a luz a un niño sano: Adrián. En la sala conoció a una recién nacida abandonada por su madre, una joven que huyó tras el alumbramiento.
—¿Alguien puede amamantarla? —pidió una enfermera.
Lucía, conmovida, tomó a la niña.
—Pobrecilla… te llamarás Manuela —susurró, acunándola.
Dos días después, apareció el padre de la pequeña: el capitán Álvaro Martínez, de la Guardia Civil. Alto, de mirada firme, se presentó con modales corteses.
El día del alta, un coche decorado con globos azules y rosas esperaba a Lucía. El capitán ayudó a subir a Pilar y a la joven, entregándole dos paquetes: uno azul, otro rosa.
—Así es la vida —murmuró Pilar mientras arrancaban—. Nunca sabes qué sorpresas te depara.
Y así, entre lágrimas y risas, comenzó un nuevo capítulo. A veces, el destino teje historias que ni los mejores guionistas imaginarían.





