Sin mí, no eres nadie —me dijo. Un año después, me pedía trabajo en mi empresa.

—Sin mí no eres nadie —me dijo aquel hombre. Pero un año después, me pedía trabajo en mi oficina.

Sus palabras resonaron como una sentencia en la penumbra del piso. Ana estaba en el marco de la puerta, apretando los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaban en sus palmas. No hablaba. No por miedo. No. Era como si estuviera paralizada, como un espectador ante un accidente —aterradora, pero incapaz de apartar la mirada—.

—¿Qué, no tienes nada que decir? —Ignacio se enderezó, lanzándole una mirada despectiva—. Diez años te he cargado. Diez años escondida tras mi espalda. ¿Y ahora qué? ¿Crees que podrás sola?

Ana alzó la mirada hacia él. En sus ojos no había lágrimas, solo el reflejo apagado de la lámpara y algo nuevo. Algo que Ignacio nunca había visto en ella.

—Ya lo estoy haciendo —dijo en voz baja.

Él soltó una risa. Aquella risa segura que antes le parecía atractiva, ahora solo sonaba falsa.

—Ya veremos —espetó, colgándose la mochila al hombro—. Un mes. Te doy un mes y volverás arrastrándote.

La puerta se cerró de golpe, tan fuerte que hizo caer un marco de la estantería. El cristal se rompió justo entre sus rostros.

Los primeros días fueron extraños. El silencio en el piso cortaba como un cuchillo —no era acogedor, sino tenso como una cuerda a punto de romperse—. Ana escuchaba cada ruido en el portal, el ascensor, las llaves en las cerraduras ajenas.

Para cenar, ponía dos cubiertos por inercia. Por la mañana, servía dos tazas de café. Y cada vez que se daba cuenta, se quedaba inmóvil, con las manos temblorosas.

*«Sin mí no eres nadie»*.

Esas palabras la perseguían. Sonaban en el ruido del agua, en el zumbido del frigorífico, en el tictac del reloj. Y lo peor: había algo de verdad en ellas. ¿Quién era ella? La esposa de un hombre exitoso —así la presentaban en las cenas de empresa—. La dueña de una casa perfecta —así la describían sus conocidos—. Pero sin esas etiquetas… ¿quién?

La cuenta bancaria se reducía rápidamente. Los ahorros comunes, Ignacio se los había llevado «para el negocio» medio año atrás. Solo le quedaba su fondo personal —una cantidad ridícula—. Dos, quizá tres meses, y tendría que pedir prestado.

Su currículum parecía pobre. Tenía estudios. Experiencia… mínima, de hace diez años. ¿Habilidades? ¿Qué poner? «Plancho camisas impecablemente», «quito cualquier mancha», «conozco todos los contactos de mi marido»?

El teléfono no sonaba. Y no solo por los empleadores —sus amigos tampoco llamaban—. Resultó que la mayoría de sus «amigos en común» eran en realidad *sus* amigos. Empezaron a evitarla, a cancelar planes, a desaparecer de su vida.

Por las noches, Ana se sentaba junto a la ventana, observando la calle. La gente tenía prisa, objetivos, planes. Y ella… solo vacío.

Una noche, bajó una caja del trastero. Dentro, estaban sus bocetos de la universidad: interiores, planos, dibujos. Alguna vez soñó con crear espacios donde la gente se sintiera bien. Al pasar aquellas hojas amarillentas, sintió que algo dentro de ella volvía a latir.

—Tonterías —dijo en voz alta y cerró la caja.

Pero al día siguiente, la abrió de nuevo.

—¿Ana? ¡¿Ana Martínez?! ¡No puede ser!

En el supermercado, una voz alegre la llamó. Marina, su amiga de la universidad, parecía la misma, solo que con el pelo más corto y una seguridad nueva en la mirada.

—¡Cuánto tiempo! No has cambiado nada —la abrazó—. ¿Sigues dibujando esos interiores mágicos?

Ana negó con la cabeza.

—Hace años que no. La familia, ya sabes…

—Ah, sí. Oí que te casaste con ese abogado ambicioso. ¿Cómo se llamaba…?

—Ignacio. Nos separamos.

No supo cómo las palabras salieron de su boca. Pero una vez dichas, no había vuelta atrás. Marina no preguntó más. Solo la miró con atención.

—Justo hay una plaza de becaria en el estudio. Trabajo administrativo, nada complicado. Pero podrías volver a la profesión. Si quieres.

El corazón de Ana latió fuerte. Era una oportunidad.

—Lo pensaré —respondió, cogiendo la tarjeta.

En casa, mientras guardaba la compra, miraba el pequeño rectángulo de cartón con el logo del estudio. Una oportunidad pequeña… pero al fin y al cabo, una oportunidad.

*«Sin mí no eres nadie»*.

Ana respiró hondo y marcó el número.

—Marina, soy Ana. Acepto.

El estudio *Contraste* estaba en un edificio viejo, pero por dentro era pura belleza: techos altos, ventanales enormes. Ana dudaba ante la puerta de cristal, con un nudo de hielo en el estómago. El corazón le latía tan fuerte que casi le daban ganas de salir corriendo. Tras el cristal se veían siluetas, se oían voces, el sonido de la máquina de café. Era otro mundo —no el suyo, el de los paños de cocina y las camisas perfectamente dobladas—.

—Vamos, ánimo —se animó a sí misma.

Empujó la puerta.

La primera semana fue una prueba. El ordenador no le obedecía, los programas nuevos la confundían, sus compañeros parecían increíblemente seguros. Se sentía vieja e inútil entre tanto talento joven. Sus dedos no seguían el ritmo de sus ideas, las palabras se le atropellaban. Por las noches, volvía a casa y lloraba en silencio, encogida en el sofá.

*«Sin mí no eres nadie»*.

Odiaba que esas palabras aún tuvieran poder sobre ella.

Un viernes, casi se marcha. Un error en un plano, el enfado del jefe, las miradas condescendientes de sus compañeros… ¿Qué hacía allí? Pero al salir, Marina la detuvo.

—Eh, no tan rápido. Hoy hay un afterwork. Ven, es cerca. Hay que integrarse.

Ana quiso negarse, pero Marina ya la arrastraba por la calle, hablando de un nuevo bar con unos cócteles increíbles.

—Es que aún no te has adaptado —dijo, abriéndose paso entre la gente—. Todos pasamos por esto. Tienes un gran ojo para el espacio. Vi ese boceto para el café… muy elegante. Solo necesitas practicar con los programas nuevos.

Ana la miró sorprendida.

—¿Lo viste? Pero si no lo entregué…

—Eché un vistazo por casualidad —sonrió Marina—. Perdona la curiosidad. Pero es muy bueno. Deberías pensar en tus propios proyectos.

El cóctel era increíble. O quizá era la compañía —por primera vez en mucho tiempo, Ana se sintió entre los suyos. Hablaban de proyectos, debatían sobre diseño, se reían de chistes internos. Y nadie, nadie la miraba como «la mujer de Ignacio».

Volvió a casa pasada la medianoche, con la cabeza llena de ideas y nuevos contactos en el teléfono. Sobre la mesa, sus bocetos —ahora veía no solo errores, sino posibilidades—.

Ana tomó una hoja en blanco y empezó a dibujar. No por trabajo, no por obligación. Por primera vez en años, lo hacía para sí misma.

Su primer proyecto independiente llegó de repente. Un miércoles cualquiera. Ana ya llevaba un mes como diseñadora junior.

—Tienes un cliente —dijo Marina asomándose a la puerta—. Un cafecito

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Sin mí, no eres nadie —me dijo. Un año después, me pedía trabajo en mi empresa.