Sin hablar con mi hermana por veinte años, ahora quiere venir a vivir conmigo… Estoy confundido.

Hace más de veinte años que mi hermana y yo no hablamos. Y ahora me pide que venga a vivir conmigo… No sé qué hacer.

Me llamo Lucía. Tengo cuarenta años, una familia, dos hijos, un marido al que adoro, un piso acogedor en Valencia y una casita en la sierra donde pasamos los veranos. En teoría, la vida me sonríe. Pero ahora enfrento una decisión que me quita el sueño, porque tiene que ver con mi hermana—una mujer de la que me separan no solo kilómetros, sino años de silencio, rencores y dolor.

Cuando tenía cinco años, murió mi padre. Diez años después, el cáncer se llevó a mi madre. Me quedé sola. Ana, mi hermana mayor, ya era adulta, tenía veintitrés años. Antes de morir, mi madre le rogó que no me abandonara. Ana se hizo cargo de mí y seguimos viviendo juntas en la casa familiar, aunque apenas podía llamarse hogar.

Yo era una adolescente difícil—rebotada, insolente, perdida. Ana, en cambio, era fría, estricta, distante. Nunca me abrazó, jamás me dijo una palabra cariñosa. No me regañaba, solo me miraba con indiferencia. Recuerdo llorar en la almohada por las noches, deseando escapar de aquel lugar asfixiante.

A los diecisiete, me enamoré. Llevé a mi novio a casa, pero el marido de Ana—ya estaba casada con Javier—lo echó a gritos. Después, ella me dijo con calma: “Si no te gusta, te puedes ir”. Hice las maletas y me fui. Nadie me detuvo. Nadie llamó. Nadie me buscó.

Con Pablo no duré mucho—resultó no ser quien creía. Vivíamos en el piso de sus padres, pasando penurias. Luego, simplemente nos separamos. Volver con mi hermana no era una opción. Ella esperaba un hijo y, después de todo, yo ya no pertenecía allí.

Me mudé a Zaragoza, trabajé como dependienta en una tienda, vivía en una residencia. Fue duro, aterrador, pero me aferré a cada oportunidad. Hasta que conocí a Carlos. Sereno, amable, de fiar. Nos casamos, tuvimos dos hijos. Con los años, conseguimos un piso con hipoteca, un coche y luego la casita en la sierra.

¿Mi hermana? Pasaron años sin saber de ella. Solo rumores: le iba bien con Javier, él tenía un negocio, un piso grande, dinero. Hasta que todo se vino abajo. Javier empezó a beber, se divorciaron, vendieron el piso y repartieron el dinero. Ana se mudó a un minúsculo apartamento con su hija.

No me metí. Cada cual lleva su vida. Pero hace unos meses, una amiga en común me contó: la hija de Ana se casó. Y… echó a su madre de casa. Sin derecho a regresar.

Entonces empezaron las llamadas. Los mensajes. Las cartas. Ana. Mi hermana, con la que no hablo desde hace dos décadas. “Perdóname…”, “Estoy enferma…”, “No tengo dónde ir…”, “Déjame quedarme al menos en la casita…”. Leo y no sé qué sentir. ¿Lástima? ¿Rabia? ¿Dolor? ¿O solo vacío?

Mi marido dice: “Que se quede. Solo vamos en verano. Al fin y al cabo, es familia”. Yo callo. Pienso. Recuerdo a la chica de diecisiete años, plantada con una maleta en la puerta de su casa, a la que ya no le importaba si vivía o moría.

He perdonado. De verdad, sin resentimiento. Pero aceptarla de vuelta es abrirle la puerta a quien una vez me borró de su vida. ¿Y si vuelve a irse? ¿A desaparecer? No quiero cargar con su destino. Pero tampoco puedo dejarla tirada.

Estoy en la encrucijada. No sé qué camino tomar. Y el corazón me duele más que nunca.

**Lección:** A veces, perdonar es fácil. Lo difícil es decidir si dar una segunda oportunidad a quien te rompió la primera.

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MagistrUm
Sin hablar con mi hermana por veinte años, ahora quiere venir a vivir conmigo… Estoy confundido.