**No quedaba espacio en la casa**
De vuelta de visitar a su hija, Lucía entró en un supermercado para hacer la compra. Iba hacia el paso de peatones cuando vio a Ana, envejecida y cabizbaja. Al principio pensó que se había equivocado, pero al fijarse mejor, reconoció aquella silueta cansada.
Ana llamó a la mujer, que caminaba arrastrando los pies. Una idea fugaz cruzó su mente: No tiene buena pinta
Ana alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa forzada, de esas que delatan años de agotamiento.
Lucía, ¡hola, cariño! Te reconocí al instante, aunque hace siglos que no nos vemos.
Antes trabajaban juntas y eran amigas, aunque Ana le llevaba cinco años. Cuando Lucía se jubiló, Ana ya estaba retirada pero seguía trabajando.
Ay, cómo ansío la jubilación, no pienso trabajar ni un día más decía Lucía, mientras su compañera la miraba con envidia.
Tú estás bien, pero yo no sé cuánto más tendré que currar. Ayudo a mis hijos y sigo pagando préstamos.
Después de que Lucía dejara el trabajo, no volvieron a verse.
Ana, ¡cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer dijo Lucía, alegre.
Sí, los años no perdonan. Ya tengo setenta. Vengo de la farmacia, ahora vivo por aquí cerca.
¿Cómo que cerca? se sorprendió Lucía, sabiendo que Ana vivía en una casa en las afueras. ¿Vendiste la casa?
Me mudé con mi hermana a un piso de dos habitaciones. Además, trajimos a mi madre del pueblo, tiene noventa y dos años y necesita cuidados. Claro, en mi casa estaba bien, pero hizo una pausa. No me acostumbro al piso, es como una jaula de cemento. Toda mi vida viví en una casa de campo.
¿Y? ¿Por qué no sigues allí? Se sentaron en un banco, las dos sin prisa.
Lucía y Ana habían sido buenas amigas, visitándose a menudo. Ana siempre fue una mujer sonriente y agradable, con una sonrisa que atraía como un imán. ¡Y qué buena ama de casa! Todo relucía, la mesa llena de conservas caseras, verduras de la huerta Era hospitalaria, aunque entonces aún tenía marido. Pero él bebía y armaba escándalos, hasta que un día la palmó. Ana se quedó sola con dos hijos, pero no se quejaba. Sí, era duro, pero al menos había paz. Antes vivía como en un polvorín, esperando a ver en qué estado llegaba su marido.
Pasaron los años. Los niños crecieron. El hijo se casó primero y alquiló un piso con su mujer. Cuando ella quedó embarazada, se mudaron con Ana.
Mamá, nos quedamos en tu casa. Y así nos ayudas con el niño anunció el hijo sin pedir opinión.
Bueno, hijo, si lo has decidido respondió ella, algo dolida pero sin oponerse.
La hija también vivía con ellas, y al principio había espacio. Pero con el nieto todo se complicó. El niño lloraba de noche y nadie dormía. Ana iba a trabajar con dolor de cabeza, pero ¿qué le iba a hacer?
Ayudaba con el niño, los fines de semana lo sacaba a pasear para dar un respiro a su nuera. A veces, su hijo y su mujer se iban de fiesta y dejaban al crío con ella todo el fin de semana.
¿Por qué no se lo llevan? preguntaba Lucía cuando Ana le contaba sus penas.
Quieren descansar, ir de bares o de pesca con los amigos, a la finca En fin, están agotados.
¿Y tú no? Trabajas toda la semana, también mereces descansar se extrañaba Lucía.
Un día, su hija le soltó:
Mamá, me caso. Prepárate para la boda. Tú tendrás que pagarlo todo.
Ana se quedó de piedra. La hija mintió descaradamente, diciendo que el novio no tenía familia. En realidad, su madre era una borracha y el padre, un desconocido.
¿Y si hacemos algo sencillo? propuso Ana.
¡Vaya cosa! ¿A mi hermano le pagaste su boda y a mí me toca lo cutre? ¡Yo también quiero vestido blanco!
Tendré que pedir un préstamo suspiro Ana. No tengo ese dinero.
Vale, yo lo pido, pero tú me ayudas a pagarlo. Y viviremos aquí contigo. No podemos con el préstamo y un alquiler.
Ana sabía que no tenía opción. Los hijos son los hijos, y hay que ayudarlos. A su hijo y a su nuera no les hacía gracia, pero tampoco querían irse. Con mamá cerca, todo era más fácil.
La boda fue en un restaurante cercano. Poca gente, pero la novia iba de blanco y el novio, de traje. El yerno parecía buena persona, educado y tranquilo. Se mudaron todos juntos, cada uno en su habitación. Por suerte, la casa era amplia. Ana temía conflictos, pero todo fue bien al principio.
Un día, su hijo le soltó:
Mamá, voy a hacer una ampliación con entrada independiente para mi familia. Me ayudas con el préstamo, ¿no? Después haremos un segundo piso. Hablé con mi hermana y no le importa. Además, ellos tampoco piensan irse. Pronto tendrán hijos. ¿Qué dices, mamá?
Ana se quedó helada. Como siempre, él decidía y luego la ponía ante los hechos.
Bueno, tendré que ayudarte respondió, aunque pensó: ¿Cuántos años más tendré que trabajar?
Tardó tres años en terminar la ampliación. Ahora su hijo tenía cocina y salón grandes en la planta baja, y una escalera para subir a las habitaciones. Dos niños, cada uno con su cuarto. Pero ni una invitación a su madre.
Ayudé a pagar el préstamo, ¿y ni un gracias? pensaba Ana. Al menos podrían invitarme a su parte de la casa. Los niños vienen solo cuando necesitan algo.
Ana ya estaba jubilada, pero seguía trabajando cuando su hija le soltó:
Mamá, queremos reformar nuestra parte. No somos menos que mi hermano. Pero no tenemos dinero. ¿Nos ayudas con el préstamo?
Hija, pensé que al fin descansaría susurró Ana. Ya soy mayor, ¿hasta cuándo?
¡Siempre igual! Para mi hermano, sí, pero si soy yo
Vale, hija, pídelo. Ayudaré mientras pueda respondió Ana, resignada. Sabía que si se negaba, la hija le amargaría la vida.
Reformaron su parte: cocina, salón, hasta le quitaron su habitación.
¿Dónde dormiré? preguntó Ana.
En el sofá del salón. Tu cama sobra, es vieja. ¿Qué más da?
El yerno veía la tele hasta tarde, los niños tenían otra en su cuarto. Ana no podía dormir.
¿Por qué no se va arriba? pensaba. Otra vez al trabajo con jaqueca.
Con sesenta y siete años, quería dejar de trabajar, pero seguía pagando el préstamo. A veces, casi toda su pensión.
Mamá, este mes no podemos pagar. Hazlo tú, total, tienes la jubilación decía la hija.
Ana rezaba por salud. A los sesenta y nueve, por fin terminó de pagar.
Hija, me jubilo. La salud ya no da para más.
¿Y qué harás aquí todo el día, estorbando? preguntó la hija, sin pensar en el dolor que causaba.
Ana salió sin responder. No quería que vieran sus lágrimas. Fue a casa de su hermana, que vivía en el centro.
Ana, quédate conmigo. Allí no tienes