¡Sin dinero! ¡Todo se ha ido a los hijos de mi amiga!
Iolanda, ya no tengo nada. ¡Ayer le di a Natinha la última suma! Sabes bien que tiene dos niños. Entre sollozos, la Señora Amélia Silva colgó el teléfono.
Las palabras de su hija le dolían como puñaladas; no quería volver a escucharlas.
¿Por qué? Crié a tres hijos con mi Antonio, lo di todo por ellos, ¡todo! Todos con estudios universitarios, todos bien empleados. Pero ahora, en mi vejez, ni paz ni ayuda me ofrecen.
Antonio, mi amor, ¿por qué te fuiste tan pronto? Contigo todo era más sencillo pensó, dirigiéndose a su esposo fallecido.
El corazón le latía con fuerza y su mano buscó automáticamente los comprimidos: Solo quedan uno o dos. Si empeoro, no tendré cómo aliviarme. Necesito ir a la farmacia.
Intentó ponerse en pie, pero las piernas flaquearon y volvió a caer en el sillón. La cabeza giraba como una peonza.
No importa, la pastilla hará efecto y todo pasará.
El tiempo siguió y el alivio no llegó.
Amélia marcó el número de la hija menor:
Natinha casi no logra pronunciarlo antes de que la voz cortante responda:
¡Mamá, estoy en una reunión, llamo después!
Probó con el hijo:
Hijo, me siento mal. Se acabaron los comprimidos. ¿Puedes traerme más después del trabajo?
Mamá, no soy médico, ¡tú tampoco lo eres! Llama a la ambulancia, no esperes.
Amélia exhaló con profundo suspiro. Tiene razón Si no mejora en media hora, tendré que marcar el 112.
Se recostó en el sillón, cerró los ojos y empezó a contar hasta cien, intentando calmar su corazón.
De pronto, un sonido distante resonó. ¿Qué? Ah, sí, el teléfono.
¿Soy yo? respondió con voz débil.
¡Amélia, hola! Soy Pedro. ¿Estás bien? Sentí un apretón en el pecho y necesitaba oír tu voz.
Pedro, no estoy bien
¡Voy para allá! ¿Puedes abrir la puerta?
Pedro, la puerta ya no se cierra desde hace tiempo
El móvil se le escapó de las manos. No tuvo fuerzas para atraparlo.
Que se quede pensó.
Ante sus ojos, como una película, pasaban escenas de su juventud: allí estaba ella, una chica ingenua, en el primer año de la Universidad de Economía. Detrás, dos cadetes de la Academia Militar, altivos y elegantes, inexplicablemente sujetando globos de colores.
Ridículo pensó entonces, ¡adultos con globos!
Ah, sí, era el Día de la Libertad, el desfile, la fiesta en la calle. Y ella en medio, entre Pedro y Antonio, con los globos ondeando.
Eligió a Antonio, quizá porque él era más extrovertido, mientras Pedro resultaba tímido y reservado.
Después la vida los separó: ella y Antonio se fueron a los alrededores de Lisboa, Pedro fue destinado a Angola.
Se reencontraron décadas después, ya jubilados, en su ciudad natal. Pedro nunca se casó, nunca tuvo hijos.
Cuando le preguntaban el porqué, él sonreía y bromeaba:
El amor nunca me sonrió; tal vez debí haber sido jugador.
Voces confusas se acercaron. Amélia abrió los ojos con dificultad.
Pedro
Y al lado de él, un médico de la ambulancia.
Va a estar bien. ¿Es el marido?
¡Sí, sí!
El médico dio instrucciones. Pedro permaneció sentado, sosteniendo la mano de Amélia hasta que recuperó el aliento.
Gracias, Pedro Ya me siento mejor.
¡Qué bueno! Toma, un té con limón
Pedro no se apartó de su lado. Le preparó la comida, la cuidó, y aun cuando ella mejoró, se negó a dejarla sola.
Sabes, Amélia, siempre te he amado. Por eso nunca me casé.
Pedro, Pedro Antonio y yo fuimos felices. Él me amó. Tú nunca dijiste nada. ¿Cómo podrías saber? Pero ¿qué importa ahora? El pasado no vuelve.
Amélia, vivamos lo que nos queda, felices, juntos. El tiempo que Dios nos conceda será nuestro.
Ella apoyó la cabeza en su hombro, entrelazó los dedos:
Vamos. y rió, una risa ligera, llena de luz.
Una semana después, la hija finalmente llamó.
Mamá, ¿me llamaste? No pude contestar, después lo olvidé
Ah, eso Ya pasó. Pero ahora que lo recuerdo, quiero que sepas: ¡me caso!
Silencio. Solo el sonido de la hija tragándose en seco, buscando palabras.
¿Mamá, estás loca? ¡Ya deberías estar en el cementerio y ahora te vas a casar! ¿Quién es el afortunado?
Amélia se encogió, con lágrimas quemando, pero su voz se mantuvo firme:
Eso me toca a mí.
Colgó. Se volvió hacia Pedro:
Ellos vienen. Prepárate para la batalla.
Vamos a ganar rió él. ¡Donde hay amor, nada se pierde!
Al anochecer, aparecieron los tres: Rui, Iolanda y Natinha.
Mamá, ¡preséntanos a tu galán! bromeó Rui.
¿Para qué? Ya me conocen replicó Pedro, entrando en la sala. Amo a Amélia desde la juventud. Cuando la vi en ese estado, supe que no podía perderla. Le propuse matrimonio y aceptó.
¿Escuchas, payaso? ¡¿Qué amor es ese a tu edad?! gritó Iolanda.
¿Qué edad? Pedro levantó una ceja. Acabamos de pasar los setenta y aún nos queda mucho por vivir. ¡Y tu madre sigue preciosa!
Ah, entiendo ¿Quieres quedarte con su apartamento, no? tiró Natinha, con aire de abogada.
Hijos, por Dios, ¿qué tiene el apartamento? ¡Todos tienen sus casas!
Aun así, ¡es parte de nuestra herencia! insistió Natinha.
Calma, ¡no quiero nada! ¡Tengo donde caer muerto! Pedro cruzó los brazos. ¡Pero dejen de faltarle al respeto a su madre!
¿Quién te crees que eres, viejo? avanzó Rui, como un gallo de pelea.
Pedro no retrocedió. Se enderezó, lo miró a los ojos:
Soy su esposo, nos guste o no.
¡Somos los hijos! vociferó Iolanda.
¡Pues! ¡Y mañana mismo la meteremos en un hogar o en un manicomio! escupió Natinha.
¡Ni pensarlo! Vamos, Amélia.
Salieron de la mano, sin mirar atrás. No les importaba el mundo. Eran felices y libres. La única farola de la calle iluminaba su camino.
Los hijos los observaron, perplejos. ¿Qué amor podría existir a los setenta años?






