No me avisó… Simplemente me presentó los hechos: cómo el amor se convirtió en amarga decepción
Me llamo Lucía. Tengo veintisiete años. Soy una mujer segura, guapa, con un buen trabajo y un sueldo estable. Tenía sueños sencillos y claros: casarme, tener dos hijos y algún día conducir mi propio coche, comprado con el dinero ganado honradamente. No perseguía la riqueza, solo deseaba amor y tranquilidad.
Hace un año conocí a Adrián. Parecía maduro, confiable, de carácter sereno y con una sonrisa dulce. Me enamoré como quizá solo ocurre una vez en la vida. Empezamos a salir, y pronto me propuso que me mudara a su piso en Sevilla. No lo dudé.
Pero mis padres se opusieron rotundamente.
—Ya estuvo casado, Lucía. Si no supo mantener su familia, el problema es él —decía mi madre, mirándome con preocupación.
Mi padre tampoco ocultaba su rechazo. Pero yo creía que todos merecen una segunda oportunidad. Y me fui. Llevé mis maletas, ropa, libros y algo de calidez hogareña. En ese momento ni sospechaba que, al cruzar el umbral de su casa, también cruzaba el límite de la confianza.
En la cocina, sentado a la mesa, había un niño de unos siete años.
—Es mi hijo, Javier. Vivirá con nosotros —anunció Adrián con calma, como si hablara de un gatito y no de una persona a la que yo no estaba preparada para ser madrastra desde el primer día.
Me quedé muda.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¿Qué habría cambiado? —se encogió de hombros—. Su madre se fue a vivir con su nuevo marido a Barcelona y el niño le estorba. Entre los dos no podemos solos, tú ya eres una mujer adulta…
Intenté convencerme de que lo lograría. Siempre me gustaron los niños. Pensé que haríamos conexión, que seríamos amigos. Pero todo salió mal.
Javier era irritable, caprichoso y malcriado. Me insultaba, montaba rabietas, gritaba que “cocinaba fatal” y que “apestaba a perfume barato”. Si Adrián se acercaba a mí, el niño celaba y exigía atención a gritos.
Me agotaba. Llegaba del trabajo, fregaba el suelo, lavaba la ropa, cocinaba y luego tenía que lidiar con un niño que me odiaba abiertamente. Intentaba ayudarle con los deberes, jugar juntos o leer cuentos. Él me daba la espalda en silencio o llamaba a su padre. Solo su padre existía para él.
Cuando me quejaba a Adrián, me quitaba importancia:
—Pues acostúmbrate, eres mayor. Sé más firme. Si no quieres, ignóralo. Es un niño, ¿qué esperabas?
Apretaba los dientes. Pero cada noche sentía cómo se me acababan las fuerzas. Dejé de tener ganas de volver a casa. Dejé de sentirme amada.
Un día no fui a casa. Me fui a casa de mi abuela a Toledo. Apagué el teléfono y desaparecí un día entero. Cuando llamé a Adrián por la mañana, su voz estaba fría. Intenté explicarme:
—Adrián, necesitamos hablar. No me avisaste que viviríamos los tres. No estaba preparada. No consigo conectar con Javier y tú no me apoyas…
—¿Apoyarte? ¡Eres una adulta! Si no puedes con un niño, es tu problema. Has suspendido la prueba.
—¿Qué prueba? —me aturdí.
—¡La de resistencia! Te escapaste. Significa que no eres la indicada. Te gustaba mi piso y mi sueldo, no yo. Eres una egoísta.
—¿Que soy egoísta? ¡Egoísta es tu ex por abandonar a su hijo! ¡Y tú ni siquiera me lo dijiste! ¡No estaba lista para ser madre!
—Vete —cortó él—. Recoge tus cositas y lárgate.
Recogí mis cosas en silencio. Las lágrimas me ahogaban, pero me mantuve firme. Salí de su piso y dejé atrás todo lo que, hasta ayer, parecía el comienzo de una vida nueva.
Y saben qué… No me arrepiento. Entendí que no debo demostrar mi valor a nadie, mucho menos a quien convirtió el amor en un experimento.
Sigo creyendo en la familia, pero ahora lo tengo claro: no permitiré que nadie cambie mi vida a escondidas. Un hombre con hijos no es una condena. Pero un hombre que oculta la verdad… definitivamente no es para mí.