Simplemente vida

La vida así

Cuando el autobús se detuvo en mitad de una calle concurrida, los pasajeros se agarraron con más fuerza a los asideros. Algunos maldijeron, otros se pegaron al vidrio empañado, intentando averiguar la causa del parón. En el aire flotó un zumbido de irritación mezclada con curiosidad. La conductora, abriéndose paso hacia la cabina, abrió la puerta y se quedó inmóvil, como si hubiera topado con algo que no encajaba en aquella mañana fría y gris de Madrid.

Tras el cristal había una mujer con una chaqueta roja gastada. En una mano llevaba una correa, en la otra, un paraguas con un varilla doblada. Al otro extremo de la correa, un perro enorme, de pelaje enmarañado y hocico bajo. Estaba sentado delante del autobús, quieto como si lo hubieran esculpido en piedra. Sus patas parecían clavadas en el asfalto, las orejas pegadas a la cabeza, la mirada fija en el suelo. Ni furia ni miedo, solo una obstinada quietud, como si cargara con un peso imposible de explicar.

—No quiere caminar —dijo la mujer, con la voz temblorosa por la confusión—. Íbamos andando y de repente se sentó. Así, sin más. Tiré de él, lo llamé… Nada.

El conductor bajó de la cabina, miró al perro, luego a la mujer, de nuevo al perro. Después, se agachó hasta quedar a su altura y le miró a los ojos:

—¿Qué te pasa, compañero? ¿Cansado? ¿O es que la vida te pesa demasiado?

El perro alzó lentamente el hocico. En sus ojos había una tristeza tan humana que a todos los presentes se les encogió el corazón. No ladró, ni gruñó, solo miró, como si quisiera contar toda una vida pero no encontrara las palabras. No era simple fatiga. Era dolor, sordo como un eco en una casa vacía. El conductor se levantó, como si aquella respuesta silenciosa le bastara.

El autobús arrancó minutos después. La mujer, murmurando palabras de agradecimiento, se alejó con el perro, que caminaba despacio, inseguro, como si cada pata le pesara, pero seguía adelante.

En ese momento, Javier, sentado junto a la ventana, musitó para sí: «Ahí estoy yo. También me he parado. Y no puedo seguir». Las palabras salieron solas, como una confesión que llevaba demasiado tiempo dentro.

Bajó en la siguiente parada, aunque aún le quedaba camino. Caminó sin rumbo, por inercia, como si hubiera olvidado adónde iba. El viento azotaba su rostro, colándose por el cuello de la chaqueta, pero Javier no lo notaba. Atravesó una plaza nevada, pasando junto a árboles desnudos y un parque infantil donde los columpios chirriaban con el viento, como viejos recuerdos.

No quería volver a casa. Allí lo esperaba un vacío que resonaba en sus oídos. No era solo la ausencia de gente; el aire mismo parecía muerto, intacto por voces o movimiento. Solo el runrún del frigorífico recordaba que la vida seguía, aunque él apenas formara parte de ella.

Javier tenía cuarenta y tres años. Ingeniero, fiable, discreto, como un engranaje más en la maquinaria. De los que no gritan, no exigen, simplemente cumplen. Ni héroe ni víctima, solo un hombre. Diecisiete años de matrimonio, dos hijos, una hipoteca, vacaciones en el pueblo de la suegra. Y después, el crujido. Todo se desmoronó. Su esposa se fue. Dijo que se ahogaba. Dijo que él era como un fantasma: siempre presente, pero sin vida. Se marchó sin gritos, pero con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

Él no discutió. No suplicó. Solo se subió al coche y se fue al campo, al bosque. Permaneció allí hasta el amanecer, escuchando el aullido del viento y el crujir de las ramas. Volvió. Empezó a callar más. Vivió por inercia: trabajo, facturas, los niños los fines de semana, cumpleaños, entradas de cine. Todo como debe ser. Pero dentro, el vacío, como en una casa abandonada.

Con cada día, algo se apretaba más en su pecho. Como un aro de acero que se cerrara poco a poco. Al principio apenas se notaba, luego, hasta doler, hasta hacer crujir. A veces se sorprendía respirando con dificultad, como si el aire se hubiera vuelto espeso, ajeno.

Y ahora caminaba, como aquel perro. Se había parado. No podía seguir. No por dolor, no por miedo, sino por la falta de sentido. La misma rutina, las mismas caras, el mismo silencio al caer la tarde. No quería cambios, solo una pausa, dejar de ser él mismo aunque fuera un instante.

En la plaza, se sentó en un banco. Olía a tierra mojada, a pino y a algo lejano, casi olvidado: quizá la infancia, quizá el invierno. Un chico pasó con un altavoz del que sonaba una canción sobre un corazón roto, ronca pero familiar. Más tarde, una pareja mayor: la mujer sostenía al hombre, y en sus pasos lentos había tanto amor que Javier apartó la vista.

Los miró y pensó: «Todos tienen algo, alguien. Yo no tengo nada. Y no duele. Como si nunca hubiera habido nada». Sus pensamientos fluían sin amargura, como una sentencia ya aceptada.

—Perdone —sonó una voz—. ¿Tiene teléfono? El mío se ha quedado sin batería y necesito llamar a mi hermana.

Ante él estaba una niña de unos once años. Chaqueta manchada, pecas en las mejillas, una mochila desgastada en la mano.

—Claro —dijo Javier, alargándole el móvil.

Ella se alejó, habló rápido con el teléfono y volvió.

—Gracias. ¿Por qué está aquí sentado solo?

—Descansando —contestó él, sin saber por qué se justificaba.

—Ah. Es que parece… triste. Nuestro vecino se pone así cuando la chica de Valencia no le contesta. Está enamorado pero no dice nada. ¿Usted de quién está enamorado?

Javier se quedó quieto. La pregunta lo golpeó como un rayo: inesperada, pero certera. Algo se agitó en su pecho, como si el corazón recordara de pronto que seguía latiendo.

—De nadie. ¿Y tú qué haces sola por aquí?

—No estoy sola. Mi abuela está allí, en ese banco, echando una siesta. Fui a por pan. Gracias. No esté triste, ¿vale? Mi madre dice que cuando alguien se queda callado, está poniendo orden dentro de sí. ¿Usted está poniendo orden?

Asintió, casi sin querer.

—Sí.

—Pues entonces todo irá bien. ¡Adiós!

Echó a correr, ligera como una chispa, con la mochila saltando tras ella como un pequeño faro. Javier se quedó allí. Y de pronto, sintió que algo en su pecho se aliviaba. No todo, pero algo importante, como un engranaje que por fin encajaba.

Se levantó. Se estiró. Respiró hondo, más que nunca. Y echó a andar, sin prisa pero con paso firme, como si cada zancada tuviera sentido. El viento seguía tirando de su chaqueta, pero ya no parecía un enemigo.

No había pasado nada extraordinario. Ni revelaciones, ni milagros. Solo un día cualquiera. Solo un perro. Solo una niña. Todo como siempre. Pero a veces, es suficiente para querer seguir viviendo.

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