Simplemente un destino así

**Simplemente el destino**

Lucía se apresuraba hacia casa. Bajo la nieve derretida, quedaban parches de hielo resbaladizo que hacían el camino difícil. A un lado, los charcos en la calle reflejaban el cielo plomizo, y los coches que pasaban a toda velocidad salpicaban a los distraídos peatones con agua sucia. Lucía se mantuvo lejos del borde de la acera.

Cuando llegó a casa, tenía la espalda sudada y las piernas pesadas como plomo, además de empapadas. Hacía tiempo que necesitaba unas botas nuevas.

En el recibidor, Lucía se dejó caer en el pouf, exhausta. Se quitó las botas y movió los dedos dentro de los calcetines mojados. Pensó que un té fuerte con limón le sentaría bien para no resfriarse. Pero antes de poder acercar las botas al radiador, un golpe en la pared la llamó. Era su madre, avisándola con un cucharón. Lucía suspiró y entró en su habitación.

—¿Qué pasa, mamá?
Su madre emitió un sonido ininteligible.

—He estado trabajando —aclaró Lucía, mientras arreglaba la manta que se había deslizado. Un olor a orina la envolvió. *El pañal está lleno*, comprendió. Sacó uno nuevo del paquete junto a la cama y apartó la manta. Conteniendo las náuseas por el hedor, le cambió el pañal mientras su madre seguía murmurando. Hablar ya no podía.

—Listo. Ahora prepararé la cena y te daré de comer. —Recogió el pañal usado y salió de la habitación, ignorando los quejidos. Había aprendido a no quejarse ni resentirse. No servía de nada, solo la haría sentirse peor. Le habría gustado sentarse un rato, descansar, pero ese lujo no se lo podía permitir. Su madre no paraba de llamarla.

Hubo un tiempo en que fueron una familia normal. Su padre dirigía un departamento en la universidad; su madre, una mujer elegante, cuidaba de ellos. Pero todo se vino abajo de golpe. Lucía acababa de terminar el instituto, y su hermano Álvaro, la universidad, cuando su padre murió.

La madre de un aspirante intentó sobornarlo para que su hijo entrara en la facultad. Él, siendo honrado, se negó. Ella, resentida, lo denunció falsamente. Durante la investigación, su corazón no aguantó. Murió de un infarto camino al hospital.

Su madre nunca superó la pérdida. Poco a poco, perdió la razón, sentada horas mirando al vacío, preparando cenas para un marido que nunca volvería. Antes, una chica llamada Loli les ayudaba en casa, pero tuvieron que prescindir de ella. Las joyas y ahorros se esfumaron. Su madre, siempre bella, las gastaba en vestidos y joyas, como si su vida de antes continuara.

Álvaro fue el primero en plantear que Lucía dejara los estudios. Si él abandonaba la universidad, lo llamarían a filas. Así que ella dejó todo. Había estudiado música, era talentosa, pero aceptó un trabajo en una guardería. Con el sueldo justo, malvivían.

Cuando Álvaro se fue a Madrid, prometió ayudar. Pero pronto olvidó su palabra. Lucía lo llamó pidiendo dinero para una cuidadora, pero él se excusó. *La vida en la capital es cara*, decía.

Siempre hubo tensión entre ellos. Álvaro era el favorito: ojos pardos, pelo oscuro, alto. Lucía, en cambio, frágil y delgada, con rasgos simples, heredados de su padre. Su madre apenas la miraba. Solo su padre la valoraba, pero él ya no estaba.

Un invierno, su madre salió con su abrigo de piel y las pocas joyas que quedaban. *Iba a comprar regalos para su marido y su hijo*. La encontraron casi congelada en el parque, robada y golpeada. Sobrevivió, pero quedó postrada, sin memoria.

El tiempo pasó, y su madre empeoró. Hasta que un día, Álvaro apareció. Arrugó la nariz al entrar.

—Qué hedor. No la cuidas —la acusó.
Lucía estalló.

—Llévatela tú, entonces. Que tu mujer se ocupe.

Él entró un momento, pero salió rápido. Su madre ni lo reconoció.

—No se puede respirar ahí. Deberías llevarla a una residencia.

—¿Cómo dices? ¡Es nuestra madre!

—Ya no es nadie. Tú también acabarás así. Mira cómo vives.

Discutieron. Hasta que Álvaro soltó la bomba: quería vender el piso. A ella le darían uno pequeño, él se quedaría con el resto. *O lo harás por las buenas, o iré a juicio*, amenazó.

Esa noche, Lucía no durmió. Sabía que perdería. Al día siguiente, aceptó. Con una condición: que la cocina fuera amplia. *Para poder dormir ahí*.

Álvaro se mostró encantador, como nunca. Pero al llegar al nuevo piso, Lucía se llevó un disgusto. La cocina era un pasillo, el ruido de la calle ensordecedor.

—En Madrid los pisos son caros —dijo él, ofendido—. Podría haberte dado una habitación en un piso compartido.

Así vivieron, entre el sofocante verano y el gélido invierno. Hasta que su madre murió. Álvaro ni siquiera fue al entierro. *Mi mujer acaba de dar a luz*, dijo.

Lucía tiró la cama apestosa y puso el sofá de la cocina. Una compañera le sugirió ir al sur, descansar. Y así llegó a Málaga, donde conoció a una mujer en silla de ruedas. Su hijo, Miguel, empezó a acompañarla.

La madre de él le hizo una propuesta: *A Miguel le gustas. Quédate. Tendrás un hogar*. Lucía lo pensó. Pero un día trabajando en el mercado, bajo el sol, comprendió. No era amor. Solo otra jaula.

Regresó a Madrid. Dos meses después, Álvaro llamó. Había tenido un accidente. No podía caminar. Su mujer lo había abandonado.

—Llévame contigo —suplicó.

Lucía lo miró fría.

—¿A un piso diminuto? ¿Donde murió mamá? ¿Recuerdas cuando querías encerrarla? ¿Cuando robaste las joyas? ¿Cuando no me ayudaste? Tus lágrimas no me conmueven.

Se fue, ignorando el remordimiento. *No seré sirvienta de nadie más*, pensó.

Poco después, en la guardería, un niño quedó huérfano. La directora le propuso adoptarlo. Necesitaba casarse, aunque fuera de mentira. Con el tiempo, ese matrimonio fingido se volvió real. Nueve meses después, Lucía tuvo una niña.

Por fin, tenía la familia que siempre quiso.

Y Álvaro… terminó en un asilo.

**Fin**

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Simplemente un destino así