El viento silbaba frío en las calles. Lucía corría del colegio a toda prisa para no congelarse. El aliento se le escapaba en nubecillas blancas, cubriendo de escarcha la bufanda, las pestañas y los mechones rubios que asomaban bajo el gorro. Pronto estaría en casa: un té caliente con limón, el sofá, la manta de lana…
El solo pensarlo hizo que apretara el paso. Por fin, el portal. Al tirar de la puerta, casi choca con la vecina, doña Carmen, una mujer bajita y regordeta. Lucía siempre la había encontrado metomentodo. La vecina la miraba con sus ojillos negros, entrecerrados.
—¡Despacio, trasto! Casi me tiras al suelo —refunfuñó doña Carmen, clavando la mirada en Lucía.
—Perdone —murmuró la chica, avergonzada.
La mujer bloqueaba el portal sin moverse.
—No acabo de entender de quién has salido. Tu padre tiene ojos marrones, tu madre claros, y tú… Hasta el pelo es distinto. Ellos altos, y tú no llegas a un metro por hora.
—¿Y qué? —preguntó Lucía—. ¿Los hijos tienen que ser copia de los padres?
No quería ser grosera, pero no sabía cómo apartar a la vecina. Miró hacia atrás, esperando que alguien llegara, pero no había nadie. Algo en la mirada de doña Carmen le dio escalofríos. Quería huir de esos ojos críticos.
—No, claro que no —suspiró la mujer—. Pero yo vivía aquí cuando tus padres se mudaron. Vi crecer a tu madre. Luego se casó, y dos años después apareció contigo del hospital.
Lucía escuchaba impaciente, sin entender adónde quería llegar.
—Del hospital, sí. Pero nunca la vi embarazada. Piensa en eso, a ver por qué no te pareces a ellos —finalmente, doña Carmen se apartó y la dejó pasar.
Lucía subió dos escalones y se estremeció al oír cerrarse la puerta. De pronto, un pensamiento la golpeó. Se detuvo en mitad de la escalera. La cara le ardía; las manos, heladas. «No, lo dice por fastidiar. Vive sola, sin familia, y se dedica a chismorrear. Que no la viera no significa nada», intentó convencerse, pero las palabras de la vecina no se iban.
Subió lentamente al tercer piso del bloque antiguo, entró en el piso, dejó la mochila y cogió el álbum familiar. Se arrebujó en el sofá y empezó a mirar fotos: ella recién nacida, sus primeros pasos, el primer lazo en su pelo finito… Sus padres sonriendo, mirándola con amor.
Al oír la llave en la cerradura, se secó las lágrimas rápidamente.
—¿Lucía? ¿Por qué estás a oscuras? —Su padre encendió la luz, y Lucía parpadeó, cegada.
—¿Qué pasa? ¿Has llorado? —Él se sentó a su lado y tomó el álbum—. ¿Estabas mirando esto?
—Papá… ¿soy adoptada? —preguntó en un susurro.
—Cariño, ¿por qué dices eso? —Él la miró, y Lucía vio miedo en sus ojos. Se asustó. Se levantó de golpe.
—¡Dímelo! ¡Tengo derecho a saberlo! —gritó, temblando.
Esperó que lo negara, que dijera que era mentira… Pero él apartó la mirada.
—Ya entiendo —Lucía salió corriendo al recibidor, se puso el abrigo y las botas.
—¡Espera! ¡Te lo explicaré!
Pero ella ya había cerrado la puerta de un portazo.
Bajó las escaleras a toda prisa, abrochándose el abrigo entre lágrimas. «No pudo mirarme a los ojos. Es verdad. No soy suya. Entonces… ¿de quién?»
Al salir a la calle, el frío le cortó la cara. No tenía bufanda ni guantes, ni dinero. Caminó rápido y se refugió en un banco cubierto de nieve, llorando con la cara entre las manos.
—¿Qué te pasa? —Una voz la hizo levantar la vista. Era Adrián, de cuarto de la ESO.
—Vamos a mi casa. Cuéntame —dijo con firmeza.
—No… No quiero —respondió entre sollozos.
—Vamos, tonta, vas a pillar una pulmonía. Mis padres están en el cine. Tomaremos algo caliente y me lo cuentas.
Lucía lo siguió. Su piso era más amplio y moderno que el suyo. Adrián le dio unas zapatillas mullidas y un jersey grueso. Mientras hervía el agua, preparó tostadas.
—¿Vas a contarme por qué has salido así? —preguntó, sirviendo té.
Al principio, Lucía no quería hablar. Pero el dolor era insoportable. Le contó lo de la vecina.
—¿Y por eso te vas? —preguntó Adrián, incrédulo.
—A ti qué te importa. Tú tienes padres de verdad —dijo ella, seca.
—¿Te maltratan? ¿Beben?
—¡No! Nunca me han pegado.
—Entonces, ¿qué más da? Te quieren, te cuidan. Los padres no son los que te traen al mundo, sino los que te crían —Adrián se acercó a la ventana—. Además, ¿y si esa vieja mintió?
—¡Mi padre no me lo negó! —gritó Lucía.
—¿Y qué harás? ¿Irte? ¿Buscar a tus padres biológicos? ¿Con qué dinero? —preguntó él, tranquilo.
Lucía lo miró, desconcertada. Tenía razón. De pronto, Adrián se inclinó y la besó.
—¿Qué haces? —Lo apartó, sobresaltada.
—¿Qué pasa? Si no eres de nadie, sé mía.
Retrocedió, asustada, pero él siguió avanzando.
—Imagina que tus padres biológicos se enamoraron a los dieciséis. Y… ya sabes. Cuando ella supo que estaba embarazada, él la abandonó. Sus padres la enviaron lejos, y te dejó en el hospital. Luego conoció a otro, se casó, tuvo más hijos… Y te olvidó.
Lucía, paralizada, lo escuchaba.
—Podrías haber crecido en un orfanato. En vez de eso, tienes padres que te aman. Y por el chisme de una vieja, quieres tirarlo todo. Enhorabuena.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Lucía, débil.
—Porque a mí me pasó —respondió él, bajo—. Mi madre biológica murió al nacer yo. Una enfermera me adoptó.
Lucía se acercó a la ventana y se quedó junto a él, mirando sus reflejos en el cristal.
—Gracias… Entiendo. ¿Puedo irme?
—Vete.
Salió corriendo. Ya no sentía frío. Al llamar al timbre, su madre abrió al instante, con los ojos hinchados.
—Lucía…
Se abrazaron, llorando.
—Perdóname, mamá. Os quiero. Sois lo mejor que tengo.
Su padre las abrazó a las dos. Los tres permanecieron así, en el estrecho recibidor.
Los adolescentes son impulsivos. Juzgan rápido, se rebelan, hieren. Lucía tuvo suerte de encontrar a Adrián, que le hizo ver las cosas de otra manera.
A veces, los errores tienen remedio. Otras, no.






