—Solo haz lo que te toca —la voz de Jorge sonaba rutinaria. Ni siquiera levantó la vista del móvil—. Tu trabajo es crear un hogar. Yo mantengo a la familia, tú te encargas de la casa. Todo justo.
Me quedé paralizada con el plato en la mano. En veintitrés años de matrimonio, había escuchado de todo, pero esta frase…
Marta, mi mejor amiga, sentada frente a mí, soltó un bufido en su copa de vino:
—¿Y qué tiene de malo lo que ha dicho? Muchas matarían por estar en tu lugar, Luisa.
Mi mirada se dirigió hacia mi hijo. Alejandro estaba cabizbajo. Su móvil vibró.
—Jorge —dejé el plato sobre la mesa—, ¿nunca has pensado que puedo ser algo más que una empleada doméstica?
—Ahí vamos otra vez —levantó los ojos al cielo—. Lo hablamos todo cuando dejaste tu trabajo.
—¿O me convenciste de que era lo mejor para todos?
Algo en mi tono hizo que por fin apartara la vista del móvil. Nuestras miradas se cruzaron, y vi un destello de miedo en sus ojos. ¿De verdad creía que no me daba cuenta de sus miradas furtivas, de esos toques casuales?
Alejandro se levantó de repente:
—¿Puedo irme? Tengo un proyecto de programación.
—Claro, cariño —respondí sin apartar los ojos de mi marido.
El portazo de la puerta resonó por el piso. Marta desapareció como por arte de magia. Jorge empezó a recoger los platos en silencio.
—Déjalos. Siéntate.
—¿A qué viene esto? —se quedó quieto junto al fregadero.
—A que no soy tu lavaplatos. ¿Recuerdas lo que era antes de que me convencieras de que «los niños necesitan a su madre en casa»?
—Otra vez con lo mismo.
—No. Tú lo decidiste. Como siempre.
El móvil de Jorge vibró suavemente. Un mensaje.
—¿No vas a contestar? ¿Es de Marta?
—Basta. Estás siendo irracional.
—¿Irracional? Hablemos de racionalidad. Cuéntame del «proyecto» con mi mejor amiga.
El sonido de una bofetada cortó el aire. Pero no fue Jorge quien me golpeó. Fui yo quien le abofeteó a él.
—¿Mamá? —la voz de Alejandro desde el pasillo nos hizo saltar a ambos—. ¿Puedo ir a casa de Pablo?
—Claro, cielo.
A las tres de la madrugada, me despertó el portazo de la entrada. ¿Alejandro?
—¿Dónde estabas? —me quedé petrificada en el marco de la cocina.
Mi hijo se sobresaltó, guardando algo rápidamente en el bolsillo.
—Alejandro, ¿qué pasa?
—Yo… dejé la universidad. Hace dos meses. No quiero ser programador… Es el sueño de papá, no el mío.
—¿Y el dinero? ¿A quién le debes?
—Pedí un préstamo. Tres mil euros. Para un curso de fotografía. Ahora me amenazan con contárselo a papá.
—Mañana solucionamos lo del dinero —dije.
No pude seguir. La llave giró en la cerradura. Jorge.
—¿No puedes dormir? —su voz sonaba ronca. Olía a whisky.
—Papá, puedo explicarlo —Alejandro se interpuso entre nosotros.
—¿Qué? ¿Que mi hijo es un mentiroso? Marta me contó lo de la universidad.
Me quedé helada:
—¿Marta?
—Sí, imagínate. Al menos alguien en esta casa tiene el valor de decirme la verdad.
—Basta —le espeté a Jorge.
—¿Qué «basta»? ¿Así lo has criado? —se giró hacia mí—. Por cierto, hablando de mentiras… ¿Qué tal Marta? ¿No se cansa de vuestras «reuniones laborales»?
—Cállate —sisé Jorge.
—¿O qué? ¿Me vas a pegar? ¿Delante de nuestro hijo?
Entonces Alejandro se dirigió a la puerta:
—Me voy. Vosotros dos… os merecéis el uno al otro.
Otro portazo.
—¿Contenta? —la voz de Jorge temblaba.
Y en ese momento, sonó el timbre.
Era Marta. Despeinada, con el rímel corrido.
—Necesitamos hablar.
—¿Qué haces aquí? —gruñó Jorge.
—Lo de siempre —pasó junto a él y se sentó a la mesa—. Arruinar vidas. Sabes, Luisa, él también me prometió que se divorciaría. Decía que yo era especial. Hasta que descubrí lo de Paula de contabilidad. Y lo de Claudia del gimnasio.
—¡Cállate ya! —Jorge golpeó la mesa con fuerza.
—No. Si va a salir la verdad, que salga toda. Lo de la universidad de tu hijo… Se lo conté a su novia. La convencí de que la dejaría. Y ella empezó a chantajearle.
—¿Por qué? —logré articular.
—No lo sé. Quizá quería que sintierais lo mismo que yo: vacío.
Se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir, se volvió:
—¿Sabes lo más gracioso? De verdad te consideraba mi mejor amiga.
El portazo sonó como un trueno.
—Luisa… —Jorge dio un paso hacia mí.
—No. Vete.
—Hablemos.
—De qué. Son las cuatro de la mañana. Nuestro hijo se ha ido. Tu amante lo ha confesado todo. Y yo… estoy cansada de servir. Deja las llaves en la mesita.
Asintió. Sacó el lento las llaves, las dejó sobre el mueble. Dudó un instante antes de salir:
—Perdóname.
Otra vez la puerta. Me quedé sola. El móvil vibró. Un mensaje de Alejandro: *«Mamá, estoy bien. No me busques. Solo déjalo estar.»*
Respondí: *«Cuídate. Te quiero.»*
Después abrí la lista de contactos. Marta. ¿Borrar?
Mi dedo se quedó suspendido. Al final, ella hizo lo que yo no tuve valor de hacer: destrozar esta mentira perfecta. Pulsé «eliminar» y, por primera vez en mucho tiempo, sonreí.