—Solo haz tu parte —la voz de Diego sonaba indiferente. Ni siquiera levantó la vista del móvil—. Tu trabajo es mantener el hogar. Yo traigo el dinero, tú te encargas de la casa. Es justo.
Me quedé paralizada con el plato en las manos. En veintitrés años de matrimonio había escuchado de todo, pero esto…
Natalia, mi mejor amiga, sentada frente a mí, soltó un bufido en su copa de vino:
—¿Qué tiene de malo lo que ha dicho? Muchas darían lo que fuera por estar en tu lugar, Laura.
Miré a mi hijo. Alejandro estaba cabizbajo, su móvil vibró.
—Diego —dejé el plato en la mesa—. ¿Nunca has pensado que puedo ser algo más que una criada?
—Ahí vamos otra vez —levantó los ojos al cielo—. Lo hablamos cuando dejaste tu trabajo.
—¿O me convenciste de que era lo mejor para todos?
Algo en mi tono lo hizo apartar la mirada del móvil. Nuestros ojos se encontraron, y vi un destello de miedo en los suyos. ¿De verdad creía que no me daría cuenta de sus miradas furtivas, de esos toques casuales?
Alejandro se levantó de repente:
—¿Puedo irme? Tengo un proyecto de programación.
—Claro, cariño —respondí sin dejar de mirar a mi marido.
El portazo resonó en el piso. Natalia desapareció. Diego recogía los platos en silencio.
—Déjalos. Siéntate.
—¿A qué viene esto? —se quedó inmóvil frente al fregadero.
—A que no soy tu esclava. ¿Recuerdas quién era antes de que me convencieras de que “los niños necesitan a su madre en casa”?
—Otra vez con lo mismo.
—No. Tú decidiste. Como siempre.
El móvil de Diego vibró. Un mensaje.
—¿No vas a contestar? ¿Es de Natalia?
—Para ya. Estás siendo irracional.
—¿Irracional? Hablemos de racionalidad. Cuéntame del proyecto que tienes con mi mejor amiga.
El sonido de la bofetada cortó el aire. Pero no fue Diego quien me pegó. Fui yo quien le abofeteó.
—¿Mamá? —la voz de Alejandro desde el pasillo nos sobresaltó—. ¿Puedo ir a casa de Pablo?
—Claro, cielo.
A las tres de la madrugada, el portazo me despertó. ¿Alejandro?
—¿Dónde estabas? —me quedé quieta en el marco de la cocina.
Mi hijo se sobresaltó, guardando algo rápido en el bolsillo.
—Ale, ¿qué pasa?
—Yo… dejé la universidad. Hace dos meses. No quiero ser programador. Es el sueño de papá, no el mío.
—¿Y el dinero? ¿A quién le debes algo?
—Pedí prestado. Tres mil euros. Para un curso de fotografía. Ahora me amenazan con contárselo a papá.
—Mañana resolvemos lo del dinero —dije.
No pude seguir. La llave giró en la cerradura. Diego.
—¿No podéis dormir? —su voz sonaba ronca. Olía a whisky.
—Papá, lo explico todo —Alejandro se interpuso.
—¿El qué? ¿Que mi hijo es un mentiroso? Natalia me contó lo de la universidad.
Me quedé helada:
—¿Natalia?
—Sí, imagínate. Al menos alguien en esta casa me dice la verdad.
—Basta —le dije a Diego.
—¿”Basta” qué? ¿Así lo criaste tú? —se volvió hacia mí—. Y hablando de mentiras, ¿qué tal Natalia? ¿No se cansa de vuestras “reuniones de trabajo”?
—Cállate —bufó Diego.
—¿O qué? ¿Me pegarás? ¿Delante de nuestro hijo?
Alejandro dio un paso hacia la puerta:
—Me voy. Vosotros dos… os merecéis.
El portazo sonó de nuevo.
—¿Contenta? —la voz de Diego temblaba.
En ese momento, llamaron a la puerta.
Era Natalia. Despeinada, el rímel corrido.
—Tenemos que hablar.
—¿Qué haces aquí? —se le escapó a Diego.
—Lo de siempre —pasó junto a él, se sentó a la mesa—. Arruinar vidas. Sabes, Laura, él también me prometió que se divorciaría. Decía que yo era especial. Hasta que supe de Lorena de contabilidad. Y de Silvia del gimnasio.
—¡Cállate ya! —Diego golpeó la mesa con fuerza.
—No. Si va a salir la verdad, que salga toda. Lo de la universidad de tu hijo… Se lo conté a su novia. La convencí de que la dejaría. Y ella le amenazó con chantaje.
—¿Por qué? —logré preguntar al fin.
—No sé. Quizá quería que sintierais lo mismo que yo: el vacío.
Se dirigió a la puerta, pero se dio la vuelta:
—¿Sabes lo más gracioso? De verdad creí que eras mi mejor amiga.
El portazo retumbó.
—Laura… —Diego dio un paso hacia mí.
—No. Vete.
—Hablemos.
—¿De qué? Son las cuatro de la mañana. Nuestro hijo se ha ido. Tu amante lo ha confesado todo. Y yo… estoy harta de servir. Deja las llaves en la mesita.
Asintió. Sacó el lento las llaves, las dejó. Dudó en la puerta:
—Perdóname.
Otro portazo. Me quedé sola. El móvil vibró. Un mensaje de Alejandro: *”Mamá, estoy bien. No me busques. Déjalo ir.”*
Respondí: *”Cuídate. Te quiero.”*
Luego abrí los contactos. Natalia. ¿Borrar?
Mi dedo se detuvo. Al fin y al cabo, ella hizo lo que yo no tuve valor de hacer: destrozar esa mentira perfecta. Pulsé “eliminar” y, por primera vez en años, sonreí.