Simplemente, no sabes cómo tratar con él: La historia de Ana, una madrastra impotente, un adolescente rebelde y un marido que nunca supo serlo —¡No pienso hacerlo! ¡Y no me mandes! ¡No eres nadie para mí! —Dani arrojó el plato al fregadero, salpicando toda la encimera. Ana contuvo la respiración. El chico de quince años la miraba con tal furia, como si ella misma le hubiera arruinado la vida. —Sólo te he pedido ayuda con los platos —intentó Ana, con calma—. Es algo normal. —¡Mi madre nunca me obligaba a fregar! ¡No soy una niña! ¿Y tú quién eres para darme órdenes? Dani salió de la cocina. Al poco, la música inundaba la casa desde su habitación. Ana se apoyó en el frigorífico y cerró los ojos. Hace un año, todo parecía tan distinto… Max apareció en su vida por casualidad. Trabajaba como ingeniero en el departamento vecino de una importante empresa de construcción. Coincidían en reuniones, luego cafés, cenas, llamadas hasta medianoche… —Tengo un hijo —le confesó en la tercera cita, jugueteando con la servilleta—. Dani tiene quince años. Su madre y yo nos divorciamos hace dos años, y… lo está pasando mal. —Lo entiendo —Ana le tomó la mano—. Los hijos siempre sufren con el divorcio. Es normal. —¿De verdad estás dispuesta a aceptar a los dos? Ana, de 32 años, con un matrimonio fracasado y sin hijos, soñaba con una familia de verdad y creía estar preparada. Max parecía el hombre ideal. A los seis meses, Max le pidió matrimonio, torpemente, escondiendo el anillo en una caja de pasteles. Ana rió y dijo “sí” sin dudarlo. Celebraron una boda sencilla: familia, algunos amigos, restaurante modesto. Dani pasó la noche pegado al móvil, sin mirar a los novios. —Se acostumbrará —susurró Max, al ver la cara de Ana—. Dale tiempo. Ana se mudó al espacioso piso de Max tras la boda. Amplio, luminoso, gran cocina y balcón al patio. Pero, desde el primer momento, Ana se sintió una invitada en la casa ajena… Dani la ignoraba, como si fuera un mueble. Se ponía los auriculares al verla entrar, la respondía con monosílabos y miradas huidizas. Las primeras dos semanas, Ana pensó que era adaptación. Que el niño necesitaba tiempo para aceptar la nueva vida de su padre. Que todo mejoraría. No mejoró. —Dani, por favor, no comas en la habitación o tendremos plaga. —Mi padre me deja. —¿Has hecho los deberes? —No es asunto tuyo. —Dani, recoge tus cosas, por favor. —Hazlo tú. Si te aburres es tu problema. Ana intentó hablar con Max, sin querer parecer la madrastra malvada de los cuentos. —Creo que necesitamos unas normas básicas —le propuso una noche—. No comer en la habitación, recoger, estudiar antes de cierta hora… —Ana, ya bastante mal lo está pasando… Divorcio, nueva persona en casa… No le presiones. —No le presiono, sólo quiero que haya orden. —Es un crío aún. —Tiene quince, Max. Ya es hora de aprender a fregar una taza. Max suspiró y encendió la tele. Fin de la charla. La situación empeoraba a diario. Cuando Ana le pidió a Dani que sacara la basura, la miró con desprecio: —No eres mi madre. Nunca lo serás. No tienes derecho a mandar. —No mando, sólo pido que ayudes en nuestra casa. —Esta no es tu casa. Es la de mi padre. Y mía. Ana acudió de nuevo a Max. Él asentía, prometía hablar con su hijo. Pero nada cambiaba, o quizá ni hablaba con él. Dani empezó a llegar de madrugada, sin avisar, sin llamadas. Ana pasaba las noches en vilo. Max dormía plácidamente. —Al menos que avise de dónde está —suplicó Ana una mañana—. Nunca se sabe. —Es mayorcito. No se le puede controlar. —¡Tiene quince años! —Yo también salía hasta tarde… —¿Puedes hablar con él? ¿Decirle que nos preocupa? Max se encogió de hombros y se fue… Cada intento de poner límites acababa en bronca. Dani gritaba, daba portazos, acusaba a Ana de destruir la familia. Y Max siempre apoyaba a su hijo. —Le afecta mucho el divorcio —repetía como un mantra—. Tienes que entenderlo. —¿Y a mí no me afecta? —Ana explotó—. Vivo en una casa donde me desprecian y mi marido hace como que no pasa nada. —Exageras. —¿Exagero? Tu hijo me dijo literalmente que soy nadie en esta casa. —Es un adolescente. Todos son así. Ana llamó a su madre, buscando consuelo. —Hija —la voz de su madre era preocupada—. Eres infeliz, se te nota en cada palabra. —Mamá, no sé qué hacer. Max ni siquiera admite que hay un problema. —Porque él está cómodo así. La que sufre eres tú. Una pausa. —Te mereces algo mejor, Ana. Piensa en ello. Dani, al verse impune, se desmadró. Música a todo volumen hasta las tres. Platos sucios por todas partes: en la mesa del salón, el alféizar, incluso el baño; calcetines en el hall, libros en la cocina. Ana limpiaba porque no soportaba la suciedad. Y lloraba de impotencia. Con el tiempo, Dani ni saludaba. Sólo se dirigía a ella para burlarse o ser hostil. —Simplemente, no sabes cómo tratar con el chico —le soltó Max un día—. ¿Y si el problema eres tú? —¿Tratar? —Ana rió amargamente—. Lo intento desde hace meses. Y delante de ti, me llama “esa”. —Dramatizas. El último intento de Ana le costó un día entero. Buscó la receta favorita de Dani: pollo con miel y patatas al estilo rural, productos de calidad, cuatro horas cocinando. —Dani, a cenar —le llamó. El adolescente salió, miró el plato y frunció el ceño. —No pienso comer eso. —¿Por qué? —Porque lo has hecho tú. Dio media vuelta y salió. Portazo. Se fue con sus amigos. Max llegó, vio el plato frío y a Ana desolada. —¿Qué pasa? Ana le contó. Él suspiró. —No te lo tomes a mal, Ana. No es por hacer daño. —¿No? ¡Me humilla cada día! —Tienes la piel muy fina. Una semana después, Dani trajo a cinco amigos a casa. Toda la comida del frigorífico acabó esparcida en la cocina. —¡Que os vayáis todos ya! —Ana entró al salón. Dani ni se giró. —Esta es mi casa. Hago lo que quiero. —Es la casa de todos y hay normas. —¿Qué normas? —bromeó un amigo—. Dani, ¿quién es esa? —Nadie. Ignórala. Ana llamó a Max. Él vino una hora después, cuando casa ya estaba vacía. Vio el desastre y a Ana al borde de las lágrimas. —No te pongas así. Son chicos, sólo pasaban un rato. —¿Un rato? —Exageras. Y, sinceramente, Ana, creo que intentas ponerme en contra de mi hijo. Ana no reconocía a su marido. —Max, tenemos que hablar en serio. Sobre nosotros. Sobre nuestro futuro. Él se sentó, a disgusto. —No puedo más —Ana habló despacio—. Llevo medio año soportando faltas de respeto. De Dani, grosería. De ti, indiferencia ante mi sufrimiento. —Ana, yo… —Déjame terminar. He intentado, de verdad, formar una familia. Pero no existe familia. Está tu hijo, estás tú y estoy yo, como una extraña que toleráis porque cocina y limpia. —Eres injusta. —¿Injusta? ¿Cuándo tu hijo me ha dicho algo amable? ¿Cuándo has estado tú de mi parte? Max guardó silencio. —Te quiero —susurró por fin—. Pero Dani es mi hijo. Siempre será lo primero para mí. —¿Antes que yo? —Antes que cualquier cosa. Ana asintió. Sentía un vacío helado. —Gracias por tu sinceridad. Dos días después, Ana encontró su blusa favorita, regalo de su madre, hecha jirones en la almohada. Ni una duda de quién había sido. —¡Dani! —salió con los retales en la mano—. ¿Esto qué es? El adolescente encogió los hombros. —Ni idea. —¡Es mi blusa! —¿Y? —¡Max! —Ana le llamó—. Ven ya, por favor. Max llegó, miró la blusa, miró a su hijo, miró a Ana. —Dani, ¿lo has hecho? —No. —¿Ves? —Max abrió las manos—. Dice que no. —¿Y quién ha sido? ¿El gato? ¡Ni tenemos! —Igual fue sin querer… —¡Max! Ana comprendió que hablar era inútil. Max nunca cambiaría. Nunca la defendería. Sólo existía su hijo. Ella era un accesorio más en aquella casa. —A Dani le cuesta estar sin su madre —repitió Max cien veces—. Tienes que entenderlo. —Entiendo —Ana contestó muy tranquila—. Entiendo todo. Por la noche, empezó a hacer las maletas. —¿Qué haces? —preguntó Max desde la puerta. —Preparo mis cosas. Me voy. —¡Ana, espera! ¡Hablemos! —Llevamos meses hablando. Nada cambia —Ana doblaba la ropa en silencio—. Yo también merezco ser feliz, Max. —¡Cambiaré! ¡Hablaré con Dani! —Demasiado tarde. Ana miró por última vez al hombre adulto que nunca aprendió a ser marido. Sólo padre. Y uno que malcría a su hijo con su ceguera. —La semana que viene pediré el divorcio —dijo, cerrando la maleta. —¡Ana! —Adiós, Max. Salió sin volver la vista. En el pasillo, el rostro de Dani asomó. Por primera vez, no había desprecio, sino desconcierto y quizá miedo. Ya le daba igual. El piso de alquiler era pequeño pero acogedor, en un barrio tranquilo. Ana deshizo las maletas, hizo té y se sentó en la ventana. Por primera vez en meses, se sintió en paz. …El divorcio llegó dos meses después. Max la llamó varias veces, pidiéndole otra oportunidad. Ana respondió con amabilidad: no. No se quebró ni se amargó. Comprendió que la felicidad no es resignación ni sacrificios eternos. La felicidad es que te respeten y te valoren. Y algún día, lo encontrará. Pero nunca con ese hombre.

¡No pienso hacerlo! ¡Y no me mandes! ¡No eres nadie para mí!

Diego lanzó el plato al fregadero tan fuerte que el agua salpicó sobre la encimera. Lucía dejó de respirar un segundo. El chico la miraba con rabia, como si ella misma hubiese destrozado su vida.

Solo te he pedido que ayudes con los platos Lucía intentó mantener la voz calmada. Es una petición normal.

¡Mi madre nunca me obligaba a lavar los platos! ¡No soy una niña! ¿Y tú quién eres para decirme nada?

Diego le dio la espalda y se marchó. Desde su habitación, la música empezó a retumbar como un tren subterráneo a medianoche.

Lucía se apoyó contra el frigorífico y cerró los ojos.

Un año atrás todo parecía distinto…

Ramón apareció en su vida casi sin querer. Trabajaba de arquitecto en el despacho de al lado, en una empresa grande de reformas en Madrid. Coincidían en reuniones, alguna conversación de pasillo… Primero fueron cafés juntos en la pausa, después cenas improvisadas, charlas de madrugada trenzadas por el teléfono.

Tengo un hijo le confesó Ramón en la tercera cita, girando una servilleta entre los dedos. Diego tiene quince años. Su madre y yo nos separamos hace dos años, le está costando.

Te entiendo le cubrió Lucía la mano con ternura. Siempre es duro para los hijos. Lo superará con el tiempo.

¿De verdad podrás aceptar a los dos?

En ese momento, Lucía creyó sinceramente que sí. Tenía treinta y dos años, su primer matrimonio sin hijos había sido un espejismo, y soñaba con una familia real. Ramón parecía el hombre idóneo para construir ese refugio.

Seis meses después le pidió matrimonio, torpe y sonrojado, escondiendo el anillo en una caja de palmeras de chocolate, sus favoritas. Lucía soltó una carcajada y aceptó sin un segundo de duda.

La boda fue discreta: padres, tres amigos íntimos, un menú del día en un restaurante modesto cerca de la calle Alcalá. Diego pasó la velada absorto en su móvil, sin mirar siquiera a los novios.

Dale tiempo le susurró Ramón, al ver la cara desconcertada de Lucía. Se acostumbrará.

Lucía se mudó al amplio piso de Ramón en Chamberí al día siguiente. Era luminoso, la cocina llena de sol, el balcón daba a un patio tranquilo. Pero desde el primer instante, Lucía se sintió como una turista en casa ajena.

Diego la miraba como a una lámpara, como si fuese invisible. En cuanto ella entraba, él se ponía los cascos. Si ella le preguntaba algo, recibía una mueca o una palabra suelta de espaldas.

Las dos primeras semanas Lucía se decía que era normal. Al chico le costaba aceptar que su padre tuviese esposa nueva. Ya habría calma. Pero la calma no llegó nunca.

Diego, por favor, no comas en la habitación, que vendrán bichos.

Papá sí me dejaba.

¿Diego, has hecho las tareas?

No es asunto tuyo.

Diego, recoge tus cosas.

Hazlo tú, si te aburres tanto.

Lucía intentó hablar con Ramón. Con frases cuidadas, por no sonar a madrastra malvada de cuento.

Creo que necesitamos unas normas mínimas le propuso, cuando Diego se recluyó en su cuarto. No comer en la habitación, recoger los platos, estudiar antes de cierta hora…

Lu, bastante pasa el chaval. Separación, nueva persona en casa… No le agobiemos.

No le agobio, solo pido un poco de orden.

Es solo un crío.

Tiene quince, Ramón. Ya puede aprender a limpiar su taza.

Ramón suspiró, puso la tele y ahí terminó la charla.

La situación empeoraba por semanas. Lucía pidió a Diego que sacara la basura. Él la miró con desprecio claro.

No eres mi madre. No me mandas. Nunca lo harás.

No mando. Solo te pido que ayudes en la casa de todos.

Esta es la casa de mi padre. Y la mía.

Lucía volvió a hablar con su marido. Él asentía, prometía hablar con Diego, pero todo quedaba en nada, o ni siquiera llegaba a darse ese diálogo.

Diego empezó a llegar en plena madrugada, sin aviso, dormía con la almohada en la cara. Lucía, en la cama, oía cada puerta del rellano. Ramón dormía a pierna suelta, sin preocuparse.

Al menos dile que avise cuando va a llegar tarde le pidió ella con ansiedad. Cualquier cosa podría pasar.

Es mayor, Lucía. No puedo vigilarle siempre.

¡Tiene quince, Ramón!

A su edad yo también volvía tarde.

¿Pero puedes hablarle? Explícale que estamos preocupados…

Ramón se encogía de hombros y se marchaba al trabajo.

Cada intento de fijar alguna norma acababa en pelea. Diego gritaba, daba portazos y culpaba a Lucía de romper la familia. Y Ramón, siempre de su parte.

El chaval lo pasa mal desde el divorcio repetía, como si fuera un conjuro. Tienes que entenderlo.

¿Y yo? ¿Nadie ve que yo también sufro aquí? ¡Vivo en una casa donde se me desprecia abiertamente, y tú finges que no pasa nada!

Exageras.

¿Exagero? Tu hijo me dijo que no soy nada aquí. Literalmente.

Son cosas de adolescentes. Todos pasamos esa etapa.

Lucía llamó entonces a su madre, Doña Carmen, que siempre sabía decir lo justo.

Hija, te noto infeliz le dijo su madre, con voz apretada. Lo veo hasta a través del teléfono.

Mamá, no sé qué hacer. Ramón no acepta el problema.

Porque para él no existe. Está a gusto así. Pero la que sufre eres tú.

Después hubo un silencio. Por fin, Carmen concluyó muy suave:

Tú mereces más, Lucía. Piénsalo.

Diego, viendo que nadie le ponía freno, se desmadró por completo. Música retumbando a las tres, platos sucios en cualquier parte en el salón sobre las revistas, en la repisa del baño, al pie de la cama. Calcetines en el pasillo, libros de texto sobre los fogones.

Lucía limpiaba porque no soportaba la suciedad, limpiaba sollozando de agotamiento. En poco tiempo, Diego ni la saludaba. Solo existía para él cuando necesitaba lanzar una pulla.

No sabes tratar con un niño le dijo un día Ramón desde la puerta. ¿Seguro que no eres tú el problema?

¿Tratar con él? Lucía sonrió amarga. Llevo medio año intentando que siquiera me llame por mi nombre y delante tuyo me llama esa.

Dramatizas demasiado.

El último intento de acercamiento le costó a Lucía todo un día. Buscó en Internet la receta favorita de Diego: pollo al horno con salsa de miel y patatas al estilo pueblo. Compró los mejores ingredientes, pasó cuatro horas cocinando.

¡Diego, la cena! lo llamó Lucía, ya la mesa puesta.

El chico apareció, lanzó una mirada desganada al plato y torció la boca.

No quiero dijo.

¿Por qué?

Porque lo has hecho tú.

Se dio la vuelta y antes de un minuto, puertazo: salía con los amigos.

Ramón llegó, vio la cena fría y la cara de Lucía.

¿Qué ha pasado?

Ella se lo contó. Ramón suspiró.

No te lo tomes a mal. El chaval no lo dice en serio.

¿Cómo que no? Lucía no pudo ya controlarse. Me lo hace a propósito, para humillarme a diario.

Es que tú todo lo llevas al extremo.

Unos días después, Diego trajo a sus amigos, cinco chavales pegando voces y dejando restos de pizza por la cocina.

¡Podéis iros ya mismo, son las once! exclamó Lucía, entrando al salón donde todos se desparramaban.

Diego ni se giró.

Esta es mi casa. Hago lo que quiero.

Es la casa de todos. Aquí hay normas.

¿Qué normas? dijo uno de los chicos riendo. Diego, ¿y esa quién es?

Nadie respondió él. Ni caso.

Lucía se volvió al dormitorio, marcó el número de Ramón. Tardó una hora en aparecer, ya los chicos se habían ido. Vio el desastre, miró a Lucía agotada.

No montes un drama. Solo han estado un rato.

¿Un rato?

Lo magnificas. Y además, Ramón la miró serio siento que quieres enfrentarme a mi hijo.

Lucía miró a su marido y se dio cuenta de que ni reconocía a ese hombre.

Ramón, tenemos que hablar en serio. De nosotros. De lo que venga.

Su marido se tensó, pero la escuchó:

Así no puedo más habló Lucía despacio, pesando cada sílaba. Seis meses sufriendo humillaciones. Diego no me respeta. Y tú pasas de lo que siento.

Lucía, yo

Déjame acabar. Lo intenté. De verdad lo intenté. Pero no somos familia. Eres tú, tu hijo y yo, una extraña que toleráis porque cocino y limpio.

No seas injusta.

¿Injusta? ¿Cuándo me dijo tu hijo algo amable? ¿Tú, cuándo me defendiste?

Ramón calló.

Te quiero murmuró al fin. Pero Diego es mi hijo. Nada está por encima de eso.

¿Por encima de mí?

Por encima de cualquier relación.

Lucía asintió. Sentía el pecho vacío, un frío transparente.

Gracias por ser sincero.

La última gota rebosó dos días más tarde. Lucía halló su blusa favorita regalo de su madre hecha jirones en la almohada. No cabía duda de quién había sido.

¡Diego! le enseñó los restos. ¿Esto qué es?

El chico ni se inmutó:

No sé.

¡Es mía!

¿Y?

¡Ramón! lo llamó Lucía. Ven ahora.

Ramón llegó, vio la blusa y a los dos.

¿Diego, fuiste tú?

No.

¿Ves? Dice que no ha sido.

¿Quién entonces? ¿El perro? ¡No tenemos perro!

Igual fue sin querer

¡Ramón!

Lucía supo que era inútil hablar. Él jamás cambiaría. Nunca la defendería. Solo existía Diego. Y ella, un mueble útil en ese hogar.

Diego lo pasa mal sin su madre repitió Ramón, casi suplicando.

Lo entiendo dijo entonces Lucía, suavemente. Lo entiendo todo.

Esa noche sacó la maleta.

¿Qué haces? Ramón, lívido, en la puerta.

Recojo mis cosas. Me voy.

¡Por favor, Lucía, hablemos!

Llevamos medio año hablando. Nada cambia. Yo también merezco ser feliz, Ramón.

¡Cambiaré! ¡Hablaré con Diego!

Ya es tarde.

Lo miró por última vez. Un hombre guapo y solo, que nunca aprendió a ser marido, solo padre. Y ni eso lo hacía bien; su amor ciego estaba destruyendo a Diego.

La semana que viene pido el divorcio anunció, cerrando la maleta.

¡Lucía!

Adiós, Ramón.

Cruzó el pasillo sin girarse. Al fondo, la cara de Diego por primera vez, sin desprecio: ¿desconcierto?, ¿miedo?, pero a Lucía ya no le importaba.

El piso de alquiler era pequeño y modesto, una habitación en Lavapiés con vistas a un patio de naranjos. Lucía deshizo el equipaje, preparó té y se sentó en la ventana. Por primera vez en seis meses sintió calma.

El divorcio se cerró dos meses después. Ramón llamó algunas veces, suplicando una última oportunidad. Lucía fue amable pero firme: no.

No se rompió ni se volvió amarga. Solo aprendió que la felicidad no es sacrificio perpetuo ni resignación. La felicidad es que te respeten, te cuiden. Y algún día, estaba segura, la encontraría.

Con otro hombre, en otro lugar. Pero jamás allí.

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MagistrUm
Simplemente, no sabes cómo tratar con él: La historia de Ana, una madrastra impotente, un adolescente rebelde y un marido que nunca supo serlo —¡No pienso hacerlo! ¡Y no me mandes! ¡No eres nadie para mí! —Dani arrojó el plato al fregadero, salpicando toda la encimera. Ana contuvo la respiración. El chico de quince años la miraba con tal furia, como si ella misma le hubiera arruinado la vida. —Sólo te he pedido ayuda con los platos —intentó Ana, con calma—. Es algo normal. —¡Mi madre nunca me obligaba a fregar! ¡No soy una niña! ¿Y tú quién eres para darme órdenes? Dani salió de la cocina. Al poco, la música inundaba la casa desde su habitación. Ana se apoyó en el frigorífico y cerró los ojos. Hace un año, todo parecía tan distinto… Max apareció en su vida por casualidad. Trabajaba como ingeniero en el departamento vecino de una importante empresa de construcción. Coincidían en reuniones, luego cafés, cenas, llamadas hasta medianoche… —Tengo un hijo —le confesó en la tercera cita, jugueteando con la servilleta—. Dani tiene quince años. Su madre y yo nos divorciamos hace dos años, y… lo está pasando mal. —Lo entiendo —Ana le tomó la mano—. Los hijos siempre sufren con el divorcio. Es normal. —¿De verdad estás dispuesta a aceptar a los dos? Ana, de 32 años, con un matrimonio fracasado y sin hijos, soñaba con una familia de verdad y creía estar preparada. Max parecía el hombre ideal. A los seis meses, Max le pidió matrimonio, torpemente, escondiendo el anillo en una caja de pasteles. Ana rió y dijo “sí” sin dudarlo. Celebraron una boda sencilla: familia, algunos amigos, restaurante modesto. Dani pasó la noche pegado al móvil, sin mirar a los novios. —Se acostumbrará —susurró Max, al ver la cara de Ana—. Dale tiempo. Ana se mudó al espacioso piso de Max tras la boda. Amplio, luminoso, gran cocina y balcón al patio. Pero, desde el primer momento, Ana se sintió una invitada en la casa ajena… Dani la ignoraba, como si fuera un mueble. Se ponía los auriculares al verla entrar, la respondía con monosílabos y miradas huidizas. Las primeras dos semanas, Ana pensó que era adaptación. Que el niño necesitaba tiempo para aceptar la nueva vida de su padre. Que todo mejoraría. No mejoró. —Dani, por favor, no comas en la habitación o tendremos plaga. —Mi padre me deja. —¿Has hecho los deberes? —No es asunto tuyo. —Dani, recoge tus cosas, por favor. —Hazlo tú. Si te aburres es tu problema. Ana intentó hablar con Max, sin querer parecer la madrastra malvada de los cuentos. —Creo que necesitamos unas normas básicas —le propuso una noche—. No comer en la habitación, recoger, estudiar antes de cierta hora… —Ana, ya bastante mal lo está pasando… Divorcio, nueva persona en casa… No le presiones. —No le presiono, sólo quiero que haya orden. —Es un crío aún. —Tiene quince, Max. Ya es hora de aprender a fregar una taza. Max suspiró y encendió la tele. Fin de la charla. La situación empeoraba a diario. Cuando Ana le pidió a Dani que sacara la basura, la miró con desprecio: —No eres mi madre. Nunca lo serás. No tienes derecho a mandar. —No mando, sólo pido que ayudes en nuestra casa. —Esta no es tu casa. Es la de mi padre. Y mía. Ana acudió de nuevo a Max. Él asentía, prometía hablar con su hijo. Pero nada cambiaba, o quizá ni hablaba con él. Dani empezó a llegar de madrugada, sin avisar, sin llamadas. Ana pasaba las noches en vilo. Max dormía plácidamente. —Al menos que avise de dónde está —suplicó Ana una mañana—. Nunca se sabe. —Es mayorcito. No se le puede controlar. —¡Tiene quince años! —Yo también salía hasta tarde… —¿Puedes hablar con él? ¿Decirle que nos preocupa? Max se encogió de hombros y se fue… Cada intento de poner límites acababa en bronca. Dani gritaba, daba portazos, acusaba a Ana de destruir la familia. Y Max siempre apoyaba a su hijo. —Le afecta mucho el divorcio —repetía como un mantra—. Tienes que entenderlo. —¿Y a mí no me afecta? —Ana explotó—. Vivo en una casa donde me desprecian y mi marido hace como que no pasa nada. —Exageras. —¿Exagero? Tu hijo me dijo literalmente que soy nadie en esta casa. —Es un adolescente. Todos son así. Ana llamó a su madre, buscando consuelo. —Hija —la voz de su madre era preocupada—. Eres infeliz, se te nota en cada palabra. —Mamá, no sé qué hacer. Max ni siquiera admite que hay un problema. —Porque él está cómodo así. La que sufre eres tú. Una pausa. —Te mereces algo mejor, Ana. Piensa en ello. Dani, al verse impune, se desmadró. Música a todo volumen hasta las tres. Platos sucios por todas partes: en la mesa del salón, el alféizar, incluso el baño; calcetines en el hall, libros en la cocina. Ana limpiaba porque no soportaba la suciedad. Y lloraba de impotencia. Con el tiempo, Dani ni saludaba. Sólo se dirigía a ella para burlarse o ser hostil. —Simplemente, no sabes cómo tratar con el chico —le soltó Max un día—. ¿Y si el problema eres tú? —¿Tratar? —Ana rió amargamente—. Lo intento desde hace meses. Y delante de ti, me llama “esa”. —Dramatizas. El último intento de Ana le costó un día entero. Buscó la receta favorita de Dani: pollo con miel y patatas al estilo rural, productos de calidad, cuatro horas cocinando. —Dani, a cenar —le llamó. El adolescente salió, miró el plato y frunció el ceño. —No pienso comer eso. —¿Por qué? —Porque lo has hecho tú. Dio media vuelta y salió. Portazo. Se fue con sus amigos. Max llegó, vio el plato frío y a Ana desolada. —¿Qué pasa? Ana le contó. Él suspiró. —No te lo tomes a mal, Ana. No es por hacer daño. —¿No? ¡Me humilla cada día! —Tienes la piel muy fina. Una semana después, Dani trajo a cinco amigos a casa. Toda la comida del frigorífico acabó esparcida en la cocina. —¡Que os vayáis todos ya! —Ana entró al salón. Dani ni se giró. —Esta es mi casa. Hago lo que quiero. —Es la casa de todos y hay normas. —¿Qué normas? —bromeó un amigo—. Dani, ¿quién es esa? —Nadie. Ignórala. Ana llamó a Max. Él vino una hora después, cuando casa ya estaba vacía. Vio el desastre y a Ana al borde de las lágrimas. —No te pongas así. Son chicos, sólo pasaban un rato. —¿Un rato? —Exageras. Y, sinceramente, Ana, creo que intentas ponerme en contra de mi hijo. Ana no reconocía a su marido. —Max, tenemos que hablar en serio. Sobre nosotros. Sobre nuestro futuro. Él se sentó, a disgusto. —No puedo más —Ana habló despacio—. Llevo medio año soportando faltas de respeto. De Dani, grosería. De ti, indiferencia ante mi sufrimiento. —Ana, yo… —Déjame terminar. He intentado, de verdad, formar una familia. Pero no existe familia. Está tu hijo, estás tú y estoy yo, como una extraña que toleráis porque cocina y limpia. —Eres injusta. —¿Injusta? ¿Cuándo tu hijo me ha dicho algo amable? ¿Cuándo has estado tú de mi parte? Max guardó silencio. —Te quiero —susurró por fin—. Pero Dani es mi hijo. Siempre será lo primero para mí. —¿Antes que yo? —Antes que cualquier cosa. Ana asintió. Sentía un vacío helado. —Gracias por tu sinceridad. Dos días después, Ana encontró su blusa favorita, regalo de su madre, hecha jirones en la almohada. Ni una duda de quién había sido. —¡Dani! —salió con los retales en la mano—. ¿Esto qué es? El adolescente encogió los hombros. —Ni idea. —¡Es mi blusa! —¿Y? —¡Max! —Ana le llamó—. Ven ya, por favor. Max llegó, miró la blusa, miró a su hijo, miró a Ana. —Dani, ¿lo has hecho? —No. —¿Ves? —Max abrió las manos—. Dice que no. —¿Y quién ha sido? ¿El gato? ¡Ni tenemos! —Igual fue sin querer… —¡Max! Ana comprendió que hablar era inútil. Max nunca cambiaría. Nunca la defendería. Sólo existía su hijo. Ella era un accesorio más en aquella casa. —A Dani le cuesta estar sin su madre —repitió Max cien veces—. Tienes que entenderlo. —Entiendo —Ana contestó muy tranquila—. Entiendo todo. Por la noche, empezó a hacer las maletas. —¿Qué haces? —preguntó Max desde la puerta. —Preparo mis cosas. Me voy. —¡Ana, espera! ¡Hablemos! —Llevamos meses hablando. Nada cambia —Ana doblaba la ropa en silencio—. Yo también merezco ser feliz, Max. —¡Cambiaré! ¡Hablaré con Dani! —Demasiado tarde. Ana miró por última vez al hombre adulto que nunca aprendió a ser marido. Sólo padre. Y uno que malcría a su hijo con su ceguera. —La semana que viene pediré el divorcio —dijo, cerrando la maleta. —¡Ana! —Adiós, Max. Salió sin volver la vista. En el pasillo, el rostro de Dani asomó. Por primera vez, no había desprecio, sino desconcierto y quizá miedo. Ya le daba igual. El piso de alquiler era pequeño pero acogedor, en un barrio tranquilo. Ana deshizo las maletas, hizo té y se sentó en la ventana. Por primera vez en meses, se sintió en paz. …El divorcio llegó dos meses después. Max la llamó varias veces, pidiéndole otra oportunidad. Ana respondió con amabilidad: no. No se quebró ni se amargó. Comprendió que la felicidad no es resignación ni sacrificios eternos. La felicidad es que te respeten y te valoren. Y algún día, lo encontrará. Pero nunca con ese hombre.