Simplemente no consigues conectar con él: Cuando la convivencia con el hijo adolescente de tu marido amenaza con romper tu matrimonio y destruir tu felicidad – Una historia sobre segundas oportunidades, incomprensión y la importancia de poner límites en una familia reconstituida

¡No pienso hacerlo! ¡Y no me mandes! ¡Tú a mí no eres nadie!

Daniel soltó el plato en el fregadero con tal fuerza que el agua y los trozos de comida salpicaron toda la encimera. Inés se quedó sin aliento un segundo. El chico, quinceañero, la miraba como si ella misma hubiera destrozado su vida.

Solo te he pedido que me ayudes con los platos Inés intentó sonar tranquila. Es una petición normal.
¡Mi madre nunca me hacía lavar platos! ¡No soy ninguna chica! ¿Y tú quién eres para darme órdenes aquí?

Daniel dio media vuelta y se largó de la cocina. Unos segundos después, en su habitación tronó la música a todo volumen.

Inés se apoyó en la nevera y cerró los ojos.

Hace apenas un año, todo era diferente

A Javier lo conoció por pura casualidad. Trabajaba como ingeniero en otra sección de la misma constructora, y coincidían siempre en las juntas. Primero era el café en el descanso, luego cenas después del trabajo, llamadas larguísimas hasta la madrugada.

Tengo un hijo le soltó Javier en la tercera cita, jugueteando con una servilleta. Daniel tiene quince años. Me divorcié de su madre hace dos. Y le está costando.
Lo entiendo Inés le cubrió la mano con la suya. Siempre es duro para los chavales pasar por el divorcio de sus padres. Es normal.
¿De verdad crees que podrás aceptar a los dos?

Entonces Inés sinceramente pensó que sí. Tenía treinta y dos, un matrimonio fallido detrás y sin hijos, y soñaba con una familia de verdad. Javier parecía el hombre con el que podía construir algo sólido.

Medio año después, Javier le pidió matrimonio, todo nervioso y rojo, metiendo el anillo en una caja de rosquillas de azúcar, sus favoritas. Inés rompió a reír y dijo que sí sin dudarlo.

La boda fue sencilla: los padres, un par de amigos cercanos, un restaurante del barrio, todo bastante discreto. Daniel estuvo toda la tarde pegado al móvil, sin mirarles siquiera una vez.

Se acabará acostumbrando le susurró Javier, viendo la incomodidad de ella. Dale tiempo.

Inés se mudó al piso de Javier al día siguiente. Era una casa amplia, luminosa, con una cocina grande y balcón al patio. Pero desde el primer momento, Inés se sintió una invitada en casa ajena

Para Daniel, ella era invisible, un mueble más. Cuando Inés entraba en una habitación, él se ponía los cascos. Si preguntaba algo, respondía de malas, sin mirarla.

Las dos primeras semanas, Inés pensó que era el tiempo de adaptación. Al chaval le costaba aceptar a la nueva pareja de su padre. Todo acabaría encajando.
Nunca encajó.

Daniel, no comas en la habitación, luego nos llenamos de cucarachas.
Mi padre me deja.
¿Has hecho los deberes?
No es asunto tuyo.
Recoge tus cosas, por favor.
Hazlo tú. Si total, no tenéis nada mejor.

Inés intentaba hablarlo con Javier. Con mucho tiento, eligiendo las palabras, para no parecer la madrastra mala de los cuentos.

Creo que necesitamos poner unas reglas básicas le dijo una noche, cuando Daniel ya se había encerrado. No comer en la habitación, recoger lo tuyo, hacer los deberes
Buah, Inés, ya le cuesta bastante. El divorcio, una persona nueva en casa mejor no meterle más presión.
No es meter presión, solo busco un poco de orden.
Es un crío todavía.
Tiene quince años, Javier. Con esa edad ya puede lavar su taza.

Pero Javier solo suspiró, encendió la tele y el tema murió.

La cosa fue a peor. El día que Inés le pidió a Daniel que sacara la basura, él la miró con un desprecio que dolía.

Tú no eres mi madre. Ni lo serás. No tienes derecho a mandarme.
No te mando, solo pido ayuda en una casa donde todos vivimos.
Esta no es tu casa. Es la de mi padre. Y mía.

Inés volvió a hablar con Javier. Él asentía, prometía hablar con el chaval, pero nunca cambiaba nada. O igual ni llegaba a hablarlo ya, Inés no lo tenía claro.

Daniel comenzó a llegar a casa más allá de las doce. Sin avisar, sin escribir. Inés se pasaba la noche en vela, atenta al portal. Javier, a su lado, dormía a pierna suelta.

Por lo menos dile que avise de dónde anda, que puede pasar cualquier cosa suplicó Inés una mañana.
Ya es mayor, Inés. No podemos controlarle.
¡Tiene quince años!
A esa edad yo también me quedaba hasta tarde por ahí.
¿Pero hablar con él, para que entienda que nos preocupamos?

Javier se limitó a encogerse de hombros y salir camino del trabajo

Cada intento de Inés de poner límites acababa en bronca monumental. Daniel gritaba, daba portazos y la culpaba de querer romper la familia. Y Javier siempre, siempre, defendía al hijo.

Lo está pasando mal desde el divorcio repetía como si fuese una oración. Tienes que entenderlo.
¿Y mi dolor qué, Javier? ¡Estoy viviendo en una casa donde se me desprecia y a ti parece darte igual!
Exageras.
¿Exagero? Tu hijo me dijo a la cara que no soy nadie aquí. Literalmente.

Son cosas de adolescentes, Inés. Todos son así.

Inés llamó a su madre, que siempre sabía qué decirle.

Hija la voz de su madre sonaba inquieta, se te oye tan infeliz en cada palabra.
Mamá, no sé qué hacer. Javier no ve el problema.
Porque para él no hay problema. Está cómodo Y la que sufre eres solo tú.

María Dolores se quedó en silencio, y le añadió bajito:

Tú mereces algo mejor, Inés. Piénsalo.

Daniel, viendo que todo se le permitía, campaba a sus anchas. La música hasta las tres de la mañana, platos sucios aparecían hasta en el baño, los calcetines por el pasillo, los libros tirados en la cocina

Inés limpiaba, porque no soportaba la suciedad. Limpiaba y acababa llorando de pura impotencia.
En un momento, Daniel ya ni la saludaba. Solo le dirigía la palabra para soltar alguna bordería.

No sabes tratar con el niño soltó una vez Javier. Igual el problema eres tú.
¿Tratar? Inés se rio amargamente. Llevo medio año intentándolo. Y a ti delante te llama esa.
Dramatizas.

La última intentona de Inés por acercarse le robó todo un día. Buscó en internet la receta preferida de Daniel: pollo con salsa de miel y patatas al estilo rústico. Compró los ingredientes más frescos, se pasó cuatro horas cocinando.

¡Daniel, a cenar! llamó, poniendo la mesa.

El chaval salió, vio el plato y frunció el ceño.

No pienso comer eso.
¿Por qué?
Porque lo has hecho tú.

Se fue sin más. A los minutos, portazo; Daniel salió a ver a sus amigos.

Javier volvió del trabajo, vio la cena fría y a Inés hecha polvo.

¿Qué ha pasado?

Inés le contó. Javier suspiró.

Bueno, Inés No le des vueltas. El niño tampoco lo hace queriendo.
¿No queriendo?! ya no podía más. ¡Me humilla a propósito todos los días!
Eres muy susceptible, mujer.

Una semana después, Daniel se trajo a casa a cinco amigos de clase. Fueron a la nevera y desparramaron la comida por toda la cocina.

¡Fuera de mi casa, ya! entró Inés al salón, donde se habían tirado todos en el sofá. ¡Son las once de la noche!

Daniel ni se molestó en mirarla.

Esta es mi casa. Hago lo que quiero.
Es la casa de todos. Aquí hay normas.
¿Qué normas? uno de los amigos se rió. Daniel, ¿y esta quién es?
Nada, no es nadie. Pasa.

Inés volvió al dormitorio y llamó a Javier. Él llegó una hora después, cuando ya se habían marchado. Miró el desastre, miró a su mujer agotada.

Inés, no montes un drama. Son críos, no pasa nada.
¿No pasa nada?
Exageras. Y de verdad, frunció el ceño Javier, me da la impresión de que quieres ponerme en contra de mi hijo.

Inés lo miraba y ya sentía que era un desconocido.

Javier, tenemos que hablar en serio le dijo al día siguiente. Sobre nosotros. Sobre nuestro futuro.

Él se tensó, pero se sentó enfrente.

Ya no puedo más Inés habló despacio, eligiendo cada sílaba. Llevo medio año soportando faltas de respeto. Por parte de Daniel, y de ti, indiferencia total hacia lo que siento.
Inés, yo
Déjame terminar. Lo he intentado, de verdad quise formar parte de la familia. Pero aquí no hay familia. Solo estáis tú, tu hijo y yo, como una extraña a la que soportáis porque cocina y limpia.
Injusto.
¿Injusto? ¿Cuándo fue la última vez que tu hijo me dijo algo bueno? ¿O tú me defendiste?

Javier bajó la mirada.

Te quiero susurró por fin. Pero Daniel es mi hijo. Él es lo más importante para mí.
¿Más importante que yo?
Más que cualquier relación.

Inés asintió. Por dentro, todo era frío y vacío.

Gracias por ser sincero.

La gota llegó dos días después. Inés encontró su blusa favorita el regalo de su madre, hecha jirones sobre la almohada. No había duda de quién había sido.

¡Daniel! salió al pasillo con los trozos en la mano. ¿Pero esto qué es?

El chaval ni apartó la vista del móvil.

¿Yo qué sé?
¡Era mi ropa!
¿Y?
¡Javier! Inés llamó a su marido. Ven ya, por favor.

Javier llegó, miró la blusa, miró a su hijo y luego a Inés.

Dani, ¿has sido tú?
No.
¿Lo ves? Dice que no.

¿Y quién, entonces? ¿El perro? ¡Si ni tenemos!
Igual fue sin querer
¡Javier!

Inés lo miró y sintió que las palabras ya no servían. Él nunca iba a cambiar ni a estar de su parte. Tenía solo un objetivo en la vida: su hijo. Y ella era apenas un mueble útil en esa casa.

Daniel lo pasa mal sin su madre repitió Javier, una vez más. Tienes que comprenderlo.
Lo comprendo dijo Inés muy tranquila. Lo entiendo todo.

Esa tarde sacó la maleta.

¿Qué haces? Javier se quedó plantado en la puerta.
Recojo mis cosas. Me voy.
¡Inés, espera! ¡Hablemos!
Llevamos medio año hablando. Aquí nada cambia doblaba la ropa. Yo también tengo derecho a ser feliz, Javier.
¡Voy a cambiar! ¡Hablaré con Daniel!
Ya es tarde.

Miró a su marido atractivo, adulto, pero incapaz de ser pareja. Solo padre. Y del peor tipo, de esos que malcrían desde el conformismo.

La semana que viene meto los papeles del divorcio zanjó Inés, cerrando la maleta.
¡Inés!
Adiós, Javier.

Se marchó sin mirar atrás. De reojo, vio a Daniel en el pasillo. Por primera vez, leyó en sus ojos otra cosa que desprecio. ¿Descoloque? ¿Miedo? Le daba igual.

El piso de alquiler era pequeñito, pero muy acogedor, una habitación con ventanal a un patio tranquilo. Inés deshizo la maleta, se preparó un té y se sentó al alféizar. Era la primera vez en seis meses que sentía paz.

El divorcio salió dos meses después. Javier intentó llamarla varias veces, pidiendo otra oportunidad. Inés respondió siempre educada pero firme: no.

No se rompió. No se endureció. Solo entendió, por fin, que la felicidad no es aguantar ni sacrificarse siempre. La felicidad consiste en que te valoren y respeten. Y, algún día, Inés lo encontraría.

Eso sí, no con aquel hombre.

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MagistrUm
Simplemente no consigues conectar con él: Cuando la convivencia con el hijo adolescente de tu marido amenaza con romper tu matrimonio y destruir tu felicidad – Una historia sobre segundas oportunidades, incomprensión y la importancia de poner límites en una familia reconstituida